El País
La impaciencia por saber si sería aprobado y conocer la letra pequeña del plan de rescate financiero de la administración Bush ha impedido detenerse con la atención debida en la quiebra de la principal caja de ahorros de EE.UU., Washington Mutual (WaMu). Esa quiebra –la mayor de una entidad financiera en la historia norteamericana– supone otro salto cualitativo en la naturaleza de la crisis. ¿Por qué? Porque esta vez ya no se trata de una institución mayorista, como por ejemplo Lehman Brothers, sino que su caída tiene consecuencias sobre los ahorros de decenas, o acaso, centenares de miles de ciudadanos: Main Street, no Wall Street.
WaMu no es un caso más de bancos que desconfían de bancos en el interbancario, sino de ciudadanos afectados en su confianza hacia el funcionamiento del sistema financiero minorista (como el británico Northern Rock, que hubo de ser nacionalizado). Desde el principio de la semana pasada, casi 18.000 millones de dólares fueron retirados de las oficinas de WaMu, generando una espiral de pánico. La intervención de la administración Bush facilitando la compra de WaMu por JP Morgan Chase –evitando cualquier tipo de subasta a la que hubieran podido acceder otros bancos, porque no había tiempo para la misma– ha logrado detener por el momento ese pánico de las ventanillas.
Que la crisis financiera ha traspasado directamente, por primera vez de modo tan nítido, el ámbito de la aristocracia bancaria y ha llegado al conjunto de los ciudadanos lo demuestran las primeras reacciones en la calle contra el plan de rescate de Bush. En las manifestaciones a las puertas de la Bolsa de Nueva York se ha calificado esta solución de ayuda al sector financiero como “socialismo para los ricos, liberalismo para los demás”, tan familiar a los neoliberales, como enseña la historia, en todas las mutaciones de idéntica índole. Los ciudadanos se encuentran inmersos en el clásico dilema del prisionero de la teoría de juegos (William Poundstone, editorial Alianza, 1992), un modelo de conflictos muy frecuente en la sociedad: cada jugador, de modo independiente, trata de aumentar al máximo su ventaja sin importarle el resultado del otro jugador y, sin embargo, ambos jugadores obtendrían un resultado mejor si colaborasen; desafortunadamente para los prisioneros, cada jugador está incentivado por sus propios intereses (en este caso económicos) para defraudar al otro, incluso tras prometerle colaborar. Los ciudadanos se han encontrado en el dilema de apoyar la intervención o la barbarie. Por hacer unas comparaciones cercanas: si el rescate se elevase finalmente hasta un monto total de 700.000 millones de dólares, equivaldrá a vez y medio el costo de la guerra de Irak (sin tener en cuenta los gastos colaterales de la última, estudiados por Stiglitz); la ayuda a Africa, comprometida en la ONU pero no desembolsada por las potencias donantes, será tan sólo una décima parte del monto de esas ayudas al mundo de las finanzas.
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