Roberto Gargarella y Rubén Lo Vuolo
Página 12
En los últimos tiempos se abrió un debate público en torno de la posible emergencia de una “nueva derecha”. Aunque podríamos compartir algunas preocupaciones expresadas en esa discusión, nos interesa interrogarnos acerca de si esa eventual emergencia no se explica en parte por las características de la “nueva izquierda” que podría oponérsele.
Según entendemos, un programa de izquierda debería apostar ineludiblemente por una mayor democratización política y un mayor igualitarismo económico. La mayor democracia política debe significar reformas destinadas a asegurar la redistribución de la autoridad política; la atomización del poder; incentivos para la intervención cívica en política –en definitiva, la recuperación por parte de la ciudadanía de su poder de decisión y control sobre los asuntos públicos–. El modelo político implementado en los últimos años representa, en cambio, el máximo ejercicio, en democracia, de la verticalización de la autoridad. No es que la reforma política no haya resultado como se esperaba. Ocurre que se la pulverizó y se la cambió por medidas destinadas a reforzar la autoridad presidencial. El presidente controla hoy áreas que nunca antes, gracias a la autoridad inéditamente delegada por el Congreso. Y lo hace bajo el control de una Comisión Bicameral Permanente, organizada a partir de una ley dudosamente constitucional, que ha aprobado hasta hoy todas las iniciativas del Ejecutivo.
Una agenda de izquierda requeriría mayor control popular sobre el uso de los fondos públicos. Sin embargo, lejos de promover –por caso– un presupuesto participativo, las reformas institucionales implementadas en los últimos años han seguido el camino directamente opuesto, asegurando menos poder al pueblo y máxima concentración de autoridad sobre el jefe de Gabinete, para permitirle que reasigne a voluntad las partidas presupuestarias (Ley de Administración Financiera). Peor aún, en tiempos recientes han proliferado fondos fiduciarios destinados a subsidiar capitalistas elegidos, con recursos subvaluados y compromisos de gasto incontrolables.
Un programa de izquierda exigiría la difusión de información plena y transparencia absoluta de la gestión de gobierno, para que el pueblo gane en conocimiento y control sobre la vida colectiva. Contra ello, lo que se observa es la destrucción de todos los indicadores económicos confiables, lo cual aumenta el poder de agentes económicos con capacidad de construir e imponer su propia visión de la economía.
La agenda de izquierda demandaría la democratización de la palabra y la comunicación públicas. El habitual vaciamiento del Congreso, sin embargo, conspira contra dicho ideal, pero mucho más cuando se le suma el fortalecimiento de los grandes medios de comunicación promovido en los últimos tiempos, luego de que –más allá de la retórica– se prorrogasen por 10 años las licencias (otorgadas por la última dictadura militar y el menemismo) a los actuales concesionarios de servicios de radio y televisión, mientras se procura el disciplinamiento y castigo a los medios supuestamente opositores a través del uso discrecional de la publicidad oficial.
La agenda de izquierda requeriría el fortalecimiento del control popular sobre el gobierno, y la injerencia directa de la ciudadanía en los órganos de la Justicia. Las reformas destinadas a ganar control ejecutivo sobre el Consejo de la Magistratura o el inesperado movimiento ejecutivo sobre el nombramiento de jueces subrogados (lo que le permite al gobierno, en los hechos, no sólo escapar del control popular, sino hasta eludir al Congreso en la designación de jueces) ratifican que, contra las esperanzas iniciales, también aquí se está transitando por el camino equivocado.
Insistiendo en el igualitarismo económico, por lo demás, el programa de la izquierda debería dar prioridad a una estructura tributaria progresiva que, ante todo, recaude allí donde se manifiestan las expresiones de riqueza y la capacidad contributiva. Por el contrario, lo que se ha hecho es aprovechar la estructura tributaria regresiva y los ingresos crecientes para otorgar exenciones tributarias a grandes empresas y subsidiar al capital amigo, sin reformar el impuesto a las ganancias, gravar a la renta financiera, a la transferencia de títulos de propiedad, a la herencia, etc.
Una propuesta de izquierda debería cuidar el balance intergeneracional de la riqueza. Contra ello, se permitió la extracción de la renta petrolera por grupos de capitales privados, drenando las reservas hasta llegar a niveles críticos y comprometer el autoabastecimiento. Esta expropiación para las futuras generaciones se conjuga con la falta de revisión integral de los procesos de privatizaciones, retomando el control público sobre áreas estratégicas imprescindibles como la energía. En lugar de buscar caminos para recuperar la propiedad pública de áreas estratégicas, se prefirió el eufemismo de “argentinizar” el capital facilitando el ingreso al negocio de los servicios públicos de capitalistas amigos, mientras se usan fondos públicos y se emite deuda para financiar obras que ofenden cualquier racionalidad moral y técnica.
Asimismo, a un programa de izquierda le correspondería orientarse a universalizar el acceso a políticas sociales de transferencia de ingresos, integrando a toda la ciudadanía en las mismas instituciones de protección social y promoviendo la autonomía y las capacidades personales. Del mismo modo, dicho programa no debería utilizar los fondos de políticas sociales para financiar al Tesoro, sino que debería utilizar los fondos para sostener una reforma del sistema de previsión social, otorgando derechos a la cobertura universal de una jubilación básica incondicional, retomando un esquema solidario sustentable financieramente.
Resulta claro, el mérito de un programa de izquierda no puede ser el de no reprimir a los sectores que protestan. Su mérito debe ser el de asegurar para todos, incondicionalmente, los derechos sociales que constitucionalmente les corresponden y que hoy se deniegan o conceden graciosamente, en la forma de favores o privilegios.
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