Raúl Sohr
La Nación
Hay quienes dicen que los chilenos son los fenicios de América Latina. El criterio dominante para definir las relaciones internacionales del país es uno y principal: el comercio. No en vano Chile es el Estado que ha firmado más tratados y convenios de libre comercio en el mundo. Las cifras de la rauda expansión de las exportaciones criollas son la prueba de una política exitosa. ¿Cómo se proyecta esta inserción en la globalización en el ámbito latinoamericano? El pecho de las autoridades se dilata: los capitales chilenos en el resto de la región suman 85 mil millones de dólares. Esto es alrededor de la mitad del Producto Interno Bruto nacional. Bueno, no exactamente capitales de todos los chilenos, sino que de algunas selectas empresas. Con todo, los empresarios nacionales, en el exterior, buscan la protección del gobierno y ello da una cuota de influencia a las autoridades políticas. Así aumenta la gravitación nacional en la región.
El aumento de la presencia empresarial chilena en los países latinoamericanos es señalado como un indicador de integración. Es un buen síntoma, sin duda, como lo es el enriquecimiento del país. A partir de esta premisa, se extrae la conclusión de que un país moderno debe contar con fuerzas armadas compatibles con su peso económico. Ésta es una tesis defendida con ahínco por los militares, pero que no guarda relación con una lógica política. La defensa de las naciones, que no aspiran a ser imperios, debe ser la necesaria para proteger su soberanía e intereses. En una zona de paz, como lo es Sudamérica, empujar procesos excesivos de modernizaciones despierta suspicacias. La suma de un país en plena expansión económica, en los mercados de las naciones vecinas, y que se arma por encima de ellas, crea inquietud y provoca dos reacciones: inseguridad y, en consecuencia, estimula el armamentismo.
El aumento de la presencia empresarial chilena en los países latinoamericanos es señalado como un indicador de integración. Es un buen síntoma, sin duda, como lo es el enriquecimiento del país. A partir de esta premisa, se extrae la conclusión de que un país moderno debe contar con fuerzas armadas compatibles con su peso económico. Ésta es una tesis defendida con ahínco por los militares, pero que no guarda relación con una lógica política. La defensa de las naciones, que no aspiran a ser imperios, debe ser la necesaria para proteger su soberanía e intereses. En una zona de paz, como lo es Sudamérica, empujar procesos excesivos de modernizaciones despierta suspicacias. La suma de un país en plena expansión económica, en los mercados de las naciones vecinas, y que se arma por encima de ellas, crea inquietud y provoca dos reacciones: inseguridad y, en consecuencia, estimula el armamentismo.
Es bueno recordar algunas cifras y la más representativa, dado los distintos tamaños de los países, es el gasto en defensa per cápita. Según las últimos datos disponibles, Argentina destina 47 dólares; Bolivia, 17; Brasil, 86; Colombia, 123; Perú, 39, y Chile, 290 dólares por cada chileno; según lo consigna el Instituto de Estudios Estratégicos de Londres en el Balance Militar del año pasado.
En las relaciones internacionales, se alude al poder económico y militar como el poder duro. A la diplomacia, a los intercambios culturales, deportivos, científicos, culturales y sociales se los ubica en el campo del llamado poder blando. En realidad, son dos caras de una misma moneda y de poco serviría uno sin el otro. Pero descansar sólo en el poder duro, conlleva el riesgo del rechazo. Los países más desarrollados entendieron este problema hace mucho tiempo y, por ello, prodigan becas de estudios, organizan eventos artísticos y cuentan con institutos culturales que contribuyen a lubricar las relaciones. Estimulan las visitas de los líderes de opinión. Saben de la seducción que ejerce sobre los visitantes apreciar los logros y tesoros culturales de una nación. La proximidad de las personas es la mejor manera de lograr confianzas mutuas. Y cuantos más intercambios, en especial de jóvenes, tanto mejor. Los europeos cuentan con enormes programas de estímulo para viajes juveniles en el viejo continente.
Chile ha invertido mucho en el poder duro y ha descuidado el poder de la persuasión, del encanto y de la simpatía. No es cuestión de vender un modelo o una forma de proceder. Es invitar a personas, de los más diversos ámbitos, para que puedan conocer el país según sus áreas de interés. Es algo que ya se hace, a pequeña escala, con Bolivia. Si se aplica el cuestionable argumento que el gasto bélico debe crecer a la par del PIB, lo mismo habría que aplicar, y con mayor razón, a las distintas instancias del poder blando.
Las palabras de Alan García, el Presidente del Perú, señalando que Chile siente envidia de su país son alarmantes. Reflejan una visión primaria de las relaciones entre los dos países. Lejos de competir y sentir envidias o complejos, Lima y Santiago deben cooperar y apoyarse mutuamente. Dos pequeñas naciones, lejos de los polos del desarrollo mundial, no pueden gastar sus limitadas energías en litigios estériles. La disputa por los límites marítimos es decimonónica. Dos países soberanos se ponen en manos de una corte internacional para que terceros resuelvan por ellos. Si se mira el conjunto de los intereses comunes, es incomprensible que un aspecto menor opaque, por años, una cooperación que dará réditos muy superiores a lo que está juego en La Haya. Para bailar tango se necesitan dos. Ambos países han cometido errores en el manejo de sus relaciones. Está en cada uno de ellos enmendar rumbos. Lo seguro es que más poder duro no mejorará la atmósfera. Una iniciativa de acercamiento, por la vía del poder blando, tomará varios años antes que muestre resultados visibles. Pero cuanto antes comience, mejor para todos.
Nenhum comentário:
Postar um comentário