Joaquín Estefanía
El País
Cuando acaba de estudiar ese periodo, Hobsbawm manifiesta su preocupación por la existencia de un planeta cautivo, desarraigado y transformado por el colosal progreso económico y tecnológico del capitalismo dominante en los dos últimos siglos, que había mejorado las condiciones de vida de mucha gente. Y concluye: "Cuanto he escrito hasta ahora no puede decirnos si la humanidad puede resolver los problemas con los que se encuentra al final del milenio, ni tampoco cómo puede hacerlo. Pero quizá nos ayude a comprender en qué consisten esos problemas y qué condiciones pueden darse para solucionarlos, aunque no en qué medida estas condiciones se dan ya o están en vías de darse. Puede decirnos también cuán poco sabemos y qué pobre ha sido la capacidad de comprensión de los hombres y las mujeres que tomaron las principales decisiones públicas del siglo, y cuán escasa ha sido su capacidad de anticipar -y aún menos de prever- lo que iba a suceder, esencialmente en la segunda parte del siglo". (Historia del siglo XX).
Todavía cuando escribe esto el planeta está beneficiándose de los mejores efectos de la nueva economía, aquel paradigma que afirmaba que habían acabado los ciclos económicos (como se había terminado la historia) y que las sociedades no podían más que crecer y progresar. Hoy sabemos que la nueva economía fue en el mejor de los casos una ensoñación, y en el peor, una ideología cuyo objetivo era beneficiar a unos pocos. No es seguro, y tampoco probable, que nuestros hijos vayan a vivir mejor que nosotros. Cuando llevamos más de dos años de Gran Recesión y se empiezan a desvelar con crudeza las huellas que va a dejar en términos de paro, empobrecimiento de las clases medias, marginalidad, hambre, desigualdad o endeudamiento, ¿es demasiado arriesgado analizar esta crisis, heredera de la Gran Depresión, como una continuación natural de ese futuro desconocido y problemático que define al siglo XX, y aseverar que a medida que avanza el nuevo milenio está cada vez más claro que la tarea principal será reconsiderar los abusos intrínsecos del capitalismo? Entonces, el siglo XX no sería un siglo corto sino un siglo largo.
Son bastantes los que definen a la actual crisis como un cisne negro, en la descripción de Nassim Taleb: un acontecimiento inesperado que ocasiona enormes impactos; en este caso, una tormenta que surgió en un cielo casi sin nubes, imprevista, que se abatió sobre un planeta que creía que tales acontecimientos extremos no se iban a repetir. Otros, sin embargo, consideran que las bases para el actual derrumbamiento de la economía estaban puestas desde hace al menos dos décadas, cuando la autodestrucción del socialismo real cambió la naturaleza del poder y el escenario de los miedos; aumentó el temor de los ciudadanos comunes que empezaron a soportar, con más intensidad que nunca, la inseguridad a perder el puesto de trabajo, a quedar atrás en una distribución de recursos cada vez más desigual, a zozobrar en el control de las circunstancias y rutinas de sus vidas cotidianas; y quizá, y sobre todo, alarma ante el hecho de que quienes tienen la autoridad delegada hayan perdido su control a favor de fuerzas que están más allá de su alcance, como consecuencia de la globalización realmente existente. Por el contrario, perdieron esos miedos los poderosos, que a partir de principios de los años noventa no se tenían que enfrentar ya a la existencia de un sistema político y económico alternativo, con todos los defectos que se le quieran poner (y que eran ciertos), y tenían barra libre para experimentar a su favor con cualquier ungüento de serpiente, como era la desregulación de mercados inestables, con información asimétrica y competencia imperfecta.
Llevamos más de dos años componiendo el juego de culpables de esta crisis: los bancos centrales, que no la previeron o la facilitaron con su política de gran liquidez; las agencias de calificación de riesgos que nos engañaron sobre el verdadero valor de los activos financieros; los fondos de alto riesgo, totalmente libres; los banqueros, que sacaban de balance multitud de riesgos imprecisos; los organismos reguladores, que dedicados a lo que estaba dentro de sus fronteras no previeron que éstas ya no existían para los movimientos de capital; los gobiernos que permitieron todo lo anterior y lo legitimaron con su inacción. Pero para comprender esta Gran Recesión debemos ir más allá de ese espejo de culpables parciales o de chivos expiatorios, porque sólo ahondando en la fuente de los errores puede señalarse el sistema de ideas que dio lugar a ellos. Como acertadamente ha señalado Robert Skidelsky (El regreso de Keynes), cuando algo va mal el primer instinto es señalar a los responsables prácticos de la cosa y sólo empezamos a culpar a las ideas cuando resulta evidente que aquellos responsables no eran excepcionalmente corruptos, avariciosos ni incompetentes, sino que estaban actuando sobre lo que creían ser unos sanos principios y no lo eran: el pensamiento único.
Así que las prácticas de todos esos agentes, por escandalosas que hayan sido, deben remontarse a las ideas que las acogieron. Estas ideas (la autorregulación, el Estado es el problema y el mercado la solución, presupuestos equilibrados en sociedades con muchas necesidades, primero es crecer y sólo luego distribuir, la inflación como prioridad económica absoluta...) llegan siempre a la arena pública mezcladas con la política, los intereses creados, las circunstancias de cada época y lugar y devienen en la ideología dominante.
No sólo Skidelsky defiende esta interpretación de lo sucedido. El Nobel de Economía George Akerloff, y otro economista que puede serlo en cualquier momento, Robert Shiller, se preguntan en qué hemos estado pensando los ciudadanos durante la parte alta del ciclo, por qué no nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo si era evidente la artificiosidad de la economía, hasta que no se nos cayó el mundo encima con acontecimientos como bancos que quiebran y han de ser nacionalizados, empresas que desaparecen, contabilidad creativa, pérdida de centenares de miles de empleos, ejecución de hipotecas, sequía de préstamos, bonus desequilibrantes de la estructura social... Y se responden: porque el público y los Gobiernos se sentían respaldados por una teoría que les decía que estaban seguros, que todo iba perfectamente y que no corrían ningún peligro.
Aseguraba Schumpeter que las fluctuaciones cíclicas de la economía capitalista, hoy tan abundantes, no son como las amígdalas, órganos aislados que pueden extirparse por separado, sino como los latidos del corazón, parte de la esencia del organismo que los pone de manifiesto.
Quién nos iba a decir que más de 60 años después de su muerte, Keynes iba a ser tan reivindicado por el fracaso intelectual de las ideas que lo arrumbaron, que íbamos a volver a contemplar la historia mucho más como una escalera de espiral que con la linealidad que con tanta falsedad nos vendieron, y que no íbamos a poder dejar tan fácilmente el siglo XX, olvidándonos de lo terrible que fue.
El País
Ahora que se cumplen 20 años de la caída del Muro de Berlín, estación términi del siglo corto de Hobsbawm, es buen momento para revisar la tesis del historiador británico y comprobar si se ajustó a la realidad. Recordemos en qué consistía: hay una coherencia en los años transcurridos desde el estallido de la Primera Guerra Mundial hasta el hundimiento del comunismo. En esas casi ocho décadas se manifestaron tres fases: desde 1914 hasta el final de la Segunda Guerra Mundial; desde 1945 hasta principios de los años setenta, 30 años de extraordinario crecimiento económico y transformación social; y una nueva era de descomposición, incertidumbre y crisis para vastas zonas del mundo. Ese siglo XX corto se compuso de una fugaz edad de oro, en el camino entre una y otra crisis hacia un futuro desconocido y problemático.
Cuando acaba de estudiar ese periodo, Hobsbawm manifiesta su preocupación por la existencia de un planeta cautivo, desarraigado y transformado por el colosal progreso económico y tecnológico del capitalismo dominante en los dos últimos siglos, que había mejorado las condiciones de vida de mucha gente. Y concluye: "Cuanto he escrito hasta ahora no puede decirnos si la humanidad puede resolver los problemas con los que se encuentra al final del milenio, ni tampoco cómo puede hacerlo. Pero quizá nos ayude a comprender en qué consisten esos problemas y qué condiciones pueden darse para solucionarlos, aunque no en qué medida estas condiciones se dan ya o están en vías de darse. Puede decirnos también cuán poco sabemos y qué pobre ha sido la capacidad de comprensión de los hombres y las mujeres que tomaron las principales decisiones públicas del siglo, y cuán escasa ha sido su capacidad de anticipar -y aún menos de prever- lo que iba a suceder, esencialmente en la segunda parte del siglo". (Historia del siglo XX).
Todavía cuando escribe esto el planeta está beneficiándose de los mejores efectos de la nueva economía, aquel paradigma que afirmaba que habían acabado los ciclos económicos (como se había terminado la historia) y que las sociedades no podían más que crecer y progresar. Hoy sabemos que la nueva economía fue en el mejor de los casos una ensoñación, y en el peor, una ideología cuyo objetivo era beneficiar a unos pocos. No es seguro, y tampoco probable, que nuestros hijos vayan a vivir mejor que nosotros. Cuando llevamos más de dos años de Gran Recesión y se empiezan a desvelar con crudeza las huellas que va a dejar en términos de paro, empobrecimiento de las clases medias, marginalidad, hambre, desigualdad o endeudamiento, ¿es demasiado arriesgado analizar esta crisis, heredera de la Gran Depresión, como una continuación natural de ese futuro desconocido y problemático que define al siglo XX, y aseverar que a medida que avanza el nuevo milenio está cada vez más claro que la tarea principal será reconsiderar los abusos intrínsecos del capitalismo? Entonces, el siglo XX no sería un siglo corto sino un siglo largo.
Son bastantes los que definen a la actual crisis como un cisne negro, en la descripción de Nassim Taleb: un acontecimiento inesperado que ocasiona enormes impactos; en este caso, una tormenta que surgió en un cielo casi sin nubes, imprevista, que se abatió sobre un planeta que creía que tales acontecimientos extremos no se iban a repetir. Otros, sin embargo, consideran que las bases para el actual derrumbamiento de la economía estaban puestas desde hace al menos dos décadas, cuando la autodestrucción del socialismo real cambió la naturaleza del poder y el escenario de los miedos; aumentó el temor de los ciudadanos comunes que empezaron a soportar, con más intensidad que nunca, la inseguridad a perder el puesto de trabajo, a quedar atrás en una distribución de recursos cada vez más desigual, a zozobrar en el control de las circunstancias y rutinas de sus vidas cotidianas; y quizá, y sobre todo, alarma ante el hecho de que quienes tienen la autoridad delegada hayan perdido su control a favor de fuerzas que están más allá de su alcance, como consecuencia de la globalización realmente existente. Por el contrario, perdieron esos miedos los poderosos, que a partir de principios de los años noventa no se tenían que enfrentar ya a la existencia de un sistema político y económico alternativo, con todos los defectos que se le quieran poner (y que eran ciertos), y tenían barra libre para experimentar a su favor con cualquier ungüento de serpiente, como era la desregulación de mercados inestables, con información asimétrica y competencia imperfecta.
Llevamos más de dos años componiendo el juego de culpables de esta crisis: los bancos centrales, que no la previeron o la facilitaron con su política de gran liquidez; las agencias de calificación de riesgos que nos engañaron sobre el verdadero valor de los activos financieros; los fondos de alto riesgo, totalmente libres; los banqueros, que sacaban de balance multitud de riesgos imprecisos; los organismos reguladores, que dedicados a lo que estaba dentro de sus fronteras no previeron que éstas ya no existían para los movimientos de capital; los gobiernos que permitieron todo lo anterior y lo legitimaron con su inacción. Pero para comprender esta Gran Recesión debemos ir más allá de ese espejo de culpables parciales o de chivos expiatorios, porque sólo ahondando en la fuente de los errores puede señalarse el sistema de ideas que dio lugar a ellos. Como acertadamente ha señalado Robert Skidelsky (El regreso de Keynes), cuando algo va mal el primer instinto es señalar a los responsables prácticos de la cosa y sólo empezamos a culpar a las ideas cuando resulta evidente que aquellos responsables no eran excepcionalmente corruptos, avariciosos ni incompetentes, sino que estaban actuando sobre lo que creían ser unos sanos principios y no lo eran: el pensamiento único.
Así que las prácticas de todos esos agentes, por escandalosas que hayan sido, deben remontarse a las ideas que las acogieron. Estas ideas (la autorregulación, el Estado es el problema y el mercado la solución, presupuestos equilibrados en sociedades con muchas necesidades, primero es crecer y sólo luego distribuir, la inflación como prioridad económica absoluta...) llegan siempre a la arena pública mezcladas con la política, los intereses creados, las circunstancias de cada época y lugar y devienen en la ideología dominante.
No sólo Skidelsky defiende esta interpretación de lo sucedido. El Nobel de Economía George Akerloff, y otro economista que puede serlo en cualquier momento, Robert Shiller, se preguntan en qué hemos estado pensando los ciudadanos durante la parte alta del ciclo, por qué no nos dimos cuenta de lo que estaba sucediendo si era evidente la artificiosidad de la economía, hasta que no se nos cayó el mundo encima con acontecimientos como bancos que quiebran y han de ser nacionalizados, empresas que desaparecen, contabilidad creativa, pérdida de centenares de miles de empleos, ejecución de hipotecas, sequía de préstamos, bonus desequilibrantes de la estructura social... Y se responden: porque el público y los Gobiernos se sentían respaldados por una teoría que les decía que estaban seguros, que todo iba perfectamente y que no corrían ningún peligro.
Aseguraba Schumpeter que las fluctuaciones cíclicas de la economía capitalista, hoy tan abundantes, no son como las amígdalas, órganos aislados que pueden extirparse por separado, sino como los latidos del corazón, parte de la esencia del organismo que los pone de manifiesto.
Quién nos iba a decir que más de 60 años después de su muerte, Keynes iba a ser tan reivindicado por el fracaso intelectual de las ideas que lo arrumbaron, que íbamos a volver a contemplar la historia mucho más como una escalera de espiral que con la linealidad que con tanta falsedad nos vendieron, y que no íbamos a poder dejar tan fácilmente el siglo XX, olvidándonos de lo terrible que fue.
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