Adrienne Mong
Rawa
El pasado viernes tuvimos que ser testigos de la muerte de una adolescente. A Shirin la habían casado hace dos años, cuando sólo tenía quince… Murió seis horas después de conocerla en el hospital.
Shirin, de 17 años de edad, fue llevada a la Unidad de Quemados del Hospital Regional de Herat pocos días antes de nuestra visita allí. El noventa por ciento de su cuerpo se había convertido en una inmensa quemadura de tercer grado. Su suegra dijo que Shirin se había quemado accidentalmente. La muchacha estaba en la cocina preparando una comida pero algo hizo que confundiera la gasolina para cocinar con el petróleo, dijo. Pero el Dr. Mohamed Aref Jalali, director de la Unidad de Quemados, nos dijo que Shirin le contó en privado que se había prendido fuego deliberadamente tras pelearse con su suegra y su cuñada.
En Afganistán, muchas muchachas deciden autoinmolarse pensando que es la mejor solución para escapar de los problemas familiares, manifestó el Dr. Jalali. “Estas chicas creen que no está bien intentar resolver el problema con el suegro o con la suegra”, dijo el doctor. “Piensan que la autoinmolación lo resolverá todo”. Es una “solución” que se está convirtiendo en un problema muy grave en Afganistán, especialmente entre las mujeres jóvenes, de edades comprendidas entre los 13 y los 25 años.
En los primeros siete meses de este año, el equipo médico de la Unidad de Quemados de Herat –la única que tiene esa especialidad en todo el país- dijo que habían tratado 51 casos de mujeres que se habían autoinmolado. Sólo 13 habían conseguido sobrevivir.
La práctica procede de Irán, adonde huyeron muchas refugiadas afganas durante la guerra de una década de duración con la Unión Soviética (1979-1989) y la etapa posterior de los enfrentamientos entre muyahaidines que siguió durante los años noventa, dijo Jalali. Pero ahora se ha extendido la “popularidad” del método entre las mujeres afganas, a menudo de origen muy humilde, analfabetas, donde la tradición de niñas casadas a la fuerza sigue teniendo pleno vigor. “El matrimonio forzado es la razón más importante de estos hechos y se produce como consecuencia de los problemas económicos”, dijo Jalali.
Muy frecuentemente, en los matrimonios arreglados, a las mujeres no se les concede ningún valor. “Están allí sólo para lavar, limpiar, tener niños… y nada más”, dijo Marie-Jose Brunel, una enfermera francesa voluntaria de la Unidad de Quemados que se mostraba llena de calidez francesa y decidida seriedad. “Si no tienen libertad, no tienen posibilidad de estudiar y ser consideradas como nada es algo muy, muy duro de soportar”.
Violencia doméstica
En el hospital nos encontramos con Rezagul, otra paciente que estaba en la misma sala que Shirin. A la muchacha, flacucha y analfabeta, de trece años, la habían casado a los once con un hombre que era casi veinte años mayor que ella. Nos contó que la sometía a malos tratos, que le pegaba en cuanto cometía el menor fallo en las labores domésticas. Igual hacía su cuñada. “Todos eran muy crueles conmigo y me golpeaban, mi marido, mi cuñada, mi cuñado…”, dijo.
Debido a la frustración y a la nostalgia de su propia familia, Rezagul decidió tomar medidas drásticas. “Me sentía tan mal”, recordaba. “Me rocié de gasolina y me prendí fuego. No quería vivir”. Las quemaduras le cubrían la mitad inferior del cuerpo.
Necesitó varios meses para poder recuperar la piel y ahora estaba de nuevo en la clínica a causa de un dolor renal crónico. Jalali dijo que Rezagul necesitaba aún someterse a cirugía reconstructiva, con terapia física, para que pudiera recuperarse bien.
El día que la visitamos, Rezagul parecía tranquila y casi feliz. Ya no estaba casada. Su padre había ido a buscarla y había vuelto con su familia. Estaba excitada pensando que pronto acudiría al colegio por primera vez en su vida.
El día que la visitamos, Rezagul parecía tranquila y casi feliz. Ya no estaba casada. Su padre había ido a buscarla y había vuelto con su familia. Estaba excitada pensando que pronto acudiría al colegio por primera vez en su vida.
En realidad, con sus quemaduras aún cubriéndola, Rezagul parecía la foto de la salud, como Brunel, la enfermera, le decía tomándole el pelo, un testimonio del éxito de la Unidad de Quemados.
Llenando un grave vacío
Brunel, que vive habitualmente en el sur de Francia y se traslada a la clínica como voluntaria a través de la ONG francesa Humani Terra International, lleva trabajando desde 2003 con el equipo médico de la Unidad de Quemados.
De hecho, tuvo un papel decisivo en el comienzo de la unidad (que en sus orígenes formaba parte del hospital principal con sólo un puñado de camas y personal aún no preparado) tras una reunión con el entonces gobernador de Herat, Ismael Khan, que comprendió e impulsó la creación de un lugar donde tratar las quemaduras.
En octubre de 2007, tras años intentando encontrar financiación, planificación y formación, Brunel y sus colegas afganos abrieron el centro de tratamiento que estábamos visitando. El centro recibe de media al año entre 600 y 700 pacientes con quemaduras, la mayoría víctimas de accidentes domésticos, muchos de ellos niños. Había una sala con docenas de niños, la mayoría con varios miembros envueltos en gasas y vendas, como consecuencia de haberse derramado encima el agua hirviendo de la tetera.
Sin embargo, una parte importante de las pacientes son víctimas de autoinmolación, al menos un 10%, según las estadísticas que lleva la Unidad de Quemados. “En 2003, cuando empezamos, estimamos que en Herat se producían unos 350 casos al año”, recordaba Brunel. El número ha disminuido –al menos en cuanto a las víctimas de la provincia de Herat- después de que el hospital y el gobierno local lanzaran una campaña pública de concienciación. “Hemos visto cómo el problema iba disminuyendo”, manifestó Brunel. “Y confío que tras un segundo año de campaña, se reduzca aún más”.
Pero necesitan más financiación y más tiempo. Aunque los casos de autoinmolación en el interior de la provincia parecen estar disminuyendo, siguen creciendo los casos provenientes de otras zonas. “Nos llegan de otras provincias”, dijo el Dr. Jalali. “Ahora tenemos pacientes de las provincias de Farah, Nimruz, Badgis y Helmand”.
Perdiendo la vida
A lo largo de nuestra visita, volvíamos a visitar a Shirin de vez en cuando. Llevaba tiempo delirando y no paraba de quejarse. Su madre, Hanifa Ahmadi, no se separaba de ella, acariciándole de vez en cuando la cabeza. Ahmadi, una bella mujer que parecía más persa que afgana, dijo que no entendía por qué su hija se había prendido fuego. “Shirin fue siempre una muchacha alegre que se llevaba bien con todo el mundo”, dijo.
Ahmadi estaba convencida de que Shirin se recuperaría pronto y dejaría el hospital, pero el Dr. Jalali no tenía dudas. “No va a durar mucho. Quizá una hora, hora y media. Es terrible pero no puedo hacer nada. Tiene el 90% del cuerpo abrasado con quemaduras de tercer grado”.
Brunel asintió. “No podemos hacer nada… excepto ayudarla para que muera con dignidad”, dijo. Ella y un camillero se turnaban tratando de hacer que se sientiera lo mejor posible, poniéndole un tubo para ayudarla a respirar, alimentándola, o aunque solo fuera alisando las sábanas que cubrían su cuerpo quemado.
El final se produjo algo más tarde de lo que el doctor había predicho, pero llegó. Seis horas después de que la conociéramos, expiró. Los miembros de su familia pasaron por delante de nosotros en el vestíbulo a toda velocidad, su madre, su tío, una tía y después su marido, que parecía más confundido que apenado. Subieron llorando a la habitación de Shirin, dando vueltas alrededor de su cama, retorciéndose las manos; incluso su suegra, con la que la muchacha se había peleado unos días antes.
Nos hicimos a un lado silenciosamente, recogimos nuestras cosas y nos preparamos para marcharnos tratando de no molestar. Cuando bajamos al vestíbulo por última vez, me asomé a la habitación donde estaba Rezagul. Ella me miró con sus vivos ojos y me dijo adiós con la mano. ¡Qué seas feliz, pequeña!
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