José Cademartori
CENDA
Ya en la elección presidencial del 2005, pudo observarse que la opinión mayoritaria expresaba dos juicios bastante categóricos. Uno, insatisfacción con lo logrado hasta entonces por los gobiernos de la Concertación; y dos, convicción de que se necesitaban cambios para que el crecimiento beneficiara a todos y no sólo a algunos. Las desigualdades, las notorias diferencias en el acceso a la salud, a la educación, al trabajo, a la jubilación fueron tópicos que salieron a la luz en el debate presidencial. En buena medida fueron colocados por el Juntos Podemos y por su candidato de ese momento, también por los obispos católicos y por personalidades de ámbitos universitarios y empresariales. Los candidatos de derecha, Lavín y Piñera, defensores cerrados del modelo trataron de escabullir el problema sin poder negarlo. Se limitaron a afirmar que todo era cuestión de administrar bien el mismo modelo y ellos lo harían mejor.
El electorado no les creyó. Michelle Bachelet triunfó, aunque con dificultades, pero comprendió que era hora de empezar los cambios. La rebelión de los pingüinos, la batalla de los trabajadores subcontratados, de los temporeros, la lucha de los mapuches y otras movilizaciones populares lo ratificaron. Surgieron las Comisiones Especiales para modificar las AFP, el Código Laboral, la Loce. Aunque estas reformas no satisficieron las expectativas, se dieron algunos pasos positivos como la creación de la pensión solidaria, mejorías en la justicia laboral, la ampliación de la red pública de jardines infantiles, mejoramiento en la calidad de las viviendas sociales y subsidios y empleos de emergencia a sectores afectados por la crisis económica global y un acercamiento hacia un frente común de solidaridad en América del Sur.
Pero estos avances y paliativos no son suficientes porque no tocaron las causas de aquellos males. La crisis internacional, que también ha golpeado a Chile, ha confirmado la necesidad de controlar nacional y globalmente un sistema potencialmente catastrófico. Ha afianzado la convicción mayoritaria que reclama soluciones más audaces, cambios más de fondo y que éstos deben abarcar también de las instituciones políticas, entre ellas la madre de todas, la Constitución pinochetista. De aquí las exigencias de ampliar el cuerpo electoral, de romper el monopolio bipartidista y permitir la representación de las minorías, hacer efectivo el derecho de la ciudadanía en las decisiones que les afectan, descentralizar los gobiernos regionales, entre otras. Se reclama un sistema integral de protección social, desde el nacimiento a la muerte, que cubra todos los riesgos, desde la enfermedad al desempleo, desde el abuso del poder a la delincuencia. Todos comprenden que el libre mercado, ni los monopolios, ni las privatizaciones van a resolver las injusticias ni la degradación social. De allí que al estado y sus gobernantes, a los poderes públicos se les exiga ahora mucho más, cumplir un rol más protagonista, junto a, y no por encima de los ciudadanos.
El vocero de la derecha, el diario El Mercurio, refleja en sus páginas su ansiedad por el curso que va marcando la controversia programática. Observa vacíos en el discurso de su candidato y errores en quienes lo asesoran. Sostiene que el piñerismo ha abandonado el ideario derechista y sus dogmas valóricos, los que tanto éxito estarían logrando en Europa, aunque Berlusconi, Sarkozy y otros están recibiendo cada día mayor repudio. Según la derecha más dura, los que dirigen la campaña piñerista se han dejado impresionar por el eco favorable que despierta en la opinión pública el discurso progresista. El columnista Andrés Benítez, refiriéndose al primer debate presidencial, critica a Piñera por no haber defendido el libre mercado ni la empresa privada. Para el comentarista de El Mercurio, no es una locura defender a los bancos pues ellos son los que han permitido "a millones de chilenos tener casa, autos y educación". Le faltó agregar que los banqueros son benefactores públicos y sus esquilmados deudores unos mal agradecidos.
La derecha quiere volver al poder que perdió con Pinochet, para liberar a los condenados de Punta Peuco, poner punto final a la investigación de los crímenes dictatoriales, establecer la "flexibilidad" reduciendo los derechos laborales, entregar Codelco y las empresas públicas al capital extranjero, privatizar el Estado, reducir los impuestos a los ricos, acabar con el estatuto docente y la indemnización por años de servicio. Pero esto no lo pueden decir sus candidatos. Tampoco le sirven sus repetidas peroratas sobre la libre empresa y el mercado libre. De allí, su demagogia de los ofertones. Se trata de ocultar a toda costa la responsabilidad que les cabe en los estragos que provoca la crisis económica, que es la crisis de la globalización neoliberal que ellos implantaron durante la dictadura para su propio enriquecimiento.
Hoy día la gente está irritada con las AFP, las Isapres, el lucro en la educación, los bancos privados, la colusión entre las cadenas de farmacias o entre las compañías de telecomunicaciones. Quiere más regulaciones y controles para poner fin a los abusos contra los consumidores, contra sus trabajadores, acabar con la discriminación a los habitantes de los barrios empobrecidos, donde se concentra el abandono, la basura, la contaminación, la inseguridad. La encuesta de la Universidad Diego Portales revela que el 86% de los consultados quiere que el Estado sea propietario de las empresas de servicio público, el 80% desea una AFP estatal, el 65% acepta el traspaso de educación universitaria al Estado; la misma opinión prevalece respecto a los recursos mineros, la banca, el transporte público. Ciertamente hay una mayor valoración del Estado no sólo por protección social sino también como factor de desarrollo económico.
Aunque hay sectores de las candidaturas de Frei y Enríquez captan este estado de ánimo de la ciudadanía y están dispuestos a satisfacerlos. Al mismo tiempo hay otros grupos muy influyentes que se niegan rotundamente a aceptarlo. No quieren separarse de la derecha y sus intereses, presionan para continuar con "los consensos" y cogobernar con aquélla. Estas contradicciones son visibles a cada momento, en los pasos y en los dichos de ambos candidatos.
En cambio, como ha dicho Jorge Arrate, en su candidatura no hay grupos de intereses, el programa es uno solo, es el mismo de todos sus adherentes. Su programa es claro, categórico y consecuente. Une y recoge justas demandas de los pobres y de las capas medias. Ni maximalista, ni quedado en el pasado. Es el programa para el momento y la época. Por todo eso en los foros, en las comparaciones y comparecencias con sus rivales, Arrate siempre gana y hasta los adversarios tienen que reconocerlo.
CENDA
Ya en la elección presidencial del 2005, pudo observarse que la opinión mayoritaria expresaba dos juicios bastante categóricos. Uno, insatisfacción con lo logrado hasta entonces por los gobiernos de la Concertación; y dos, convicción de que se necesitaban cambios para que el crecimiento beneficiara a todos y no sólo a algunos. Las desigualdades, las notorias diferencias en el acceso a la salud, a la educación, al trabajo, a la jubilación fueron tópicos que salieron a la luz en el debate presidencial. En buena medida fueron colocados por el Juntos Podemos y por su candidato de ese momento, también por los obispos católicos y por personalidades de ámbitos universitarios y empresariales. Los candidatos de derecha, Lavín y Piñera, defensores cerrados del modelo trataron de escabullir el problema sin poder negarlo. Se limitaron a afirmar que todo era cuestión de administrar bien el mismo modelo y ellos lo harían mejor.
El electorado no les creyó. Michelle Bachelet triunfó, aunque con dificultades, pero comprendió que era hora de empezar los cambios. La rebelión de los pingüinos, la batalla de los trabajadores subcontratados, de los temporeros, la lucha de los mapuches y otras movilizaciones populares lo ratificaron. Surgieron las Comisiones Especiales para modificar las AFP, el Código Laboral, la Loce. Aunque estas reformas no satisficieron las expectativas, se dieron algunos pasos positivos como la creación de la pensión solidaria, mejorías en la justicia laboral, la ampliación de la red pública de jardines infantiles, mejoramiento en la calidad de las viviendas sociales y subsidios y empleos de emergencia a sectores afectados por la crisis económica global y un acercamiento hacia un frente común de solidaridad en América del Sur.
Pero estos avances y paliativos no son suficientes porque no tocaron las causas de aquellos males. La crisis internacional, que también ha golpeado a Chile, ha confirmado la necesidad de controlar nacional y globalmente un sistema potencialmente catastrófico. Ha afianzado la convicción mayoritaria que reclama soluciones más audaces, cambios más de fondo y que éstos deben abarcar también de las instituciones políticas, entre ellas la madre de todas, la Constitución pinochetista. De aquí las exigencias de ampliar el cuerpo electoral, de romper el monopolio bipartidista y permitir la representación de las minorías, hacer efectivo el derecho de la ciudadanía en las decisiones que les afectan, descentralizar los gobiernos regionales, entre otras. Se reclama un sistema integral de protección social, desde el nacimiento a la muerte, que cubra todos los riesgos, desde la enfermedad al desempleo, desde el abuso del poder a la delincuencia. Todos comprenden que el libre mercado, ni los monopolios, ni las privatizaciones van a resolver las injusticias ni la degradación social. De allí que al estado y sus gobernantes, a los poderes públicos se les exiga ahora mucho más, cumplir un rol más protagonista, junto a, y no por encima de los ciudadanos.
El vocero de la derecha, el diario El Mercurio, refleja en sus páginas su ansiedad por el curso que va marcando la controversia programática. Observa vacíos en el discurso de su candidato y errores en quienes lo asesoran. Sostiene que el piñerismo ha abandonado el ideario derechista y sus dogmas valóricos, los que tanto éxito estarían logrando en Europa, aunque Berlusconi, Sarkozy y otros están recibiendo cada día mayor repudio. Según la derecha más dura, los que dirigen la campaña piñerista se han dejado impresionar por el eco favorable que despierta en la opinión pública el discurso progresista. El columnista Andrés Benítez, refiriéndose al primer debate presidencial, critica a Piñera por no haber defendido el libre mercado ni la empresa privada. Para el comentarista de El Mercurio, no es una locura defender a los bancos pues ellos son los que han permitido "a millones de chilenos tener casa, autos y educación". Le faltó agregar que los banqueros son benefactores públicos y sus esquilmados deudores unos mal agradecidos.
La derecha quiere volver al poder que perdió con Pinochet, para liberar a los condenados de Punta Peuco, poner punto final a la investigación de los crímenes dictatoriales, establecer la "flexibilidad" reduciendo los derechos laborales, entregar Codelco y las empresas públicas al capital extranjero, privatizar el Estado, reducir los impuestos a los ricos, acabar con el estatuto docente y la indemnización por años de servicio. Pero esto no lo pueden decir sus candidatos. Tampoco le sirven sus repetidas peroratas sobre la libre empresa y el mercado libre. De allí, su demagogia de los ofertones. Se trata de ocultar a toda costa la responsabilidad que les cabe en los estragos que provoca la crisis económica, que es la crisis de la globalización neoliberal que ellos implantaron durante la dictadura para su propio enriquecimiento.
Hoy día la gente está irritada con las AFP, las Isapres, el lucro en la educación, los bancos privados, la colusión entre las cadenas de farmacias o entre las compañías de telecomunicaciones. Quiere más regulaciones y controles para poner fin a los abusos contra los consumidores, contra sus trabajadores, acabar con la discriminación a los habitantes de los barrios empobrecidos, donde se concentra el abandono, la basura, la contaminación, la inseguridad. La encuesta de la Universidad Diego Portales revela que el 86% de los consultados quiere que el Estado sea propietario de las empresas de servicio público, el 80% desea una AFP estatal, el 65% acepta el traspaso de educación universitaria al Estado; la misma opinión prevalece respecto a los recursos mineros, la banca, el transporte público. Ciertamente hay una mayor valoración del Estado no sólo por protección social sino también como factor de desarrollo económico.
Aunque hay sectores de las candidaturas de Frei y Enríquez captan este estado de ánimo de la ciudadanía y están dispuestos a satisfacerlos. Al mismo tiempo hay otros grupos muy influyentes que se niegan rotundamente a aceptarlo. No quieren separarse de la derecha y sus intereses, presionan para continuar con "los consensos" y cogobernar con aquélla. Estas contradicciones son visibles a cada momento, en los pasos y en los dichos de ambos candidatos.
En cambio, como ha dicho Jorge Arrate, en su candidatura no hay grupos de intereses, el programa es uno solo, es el mismo de todos sus adherentes. Su programa es claro, categórico y consecuente. Une y recoge justas demandas de los pobres y de las capas medias. Ni maximalista, ni quedado en el pasado. Es el programa para el momento y la época. Por todo eso en los foros, en las comparaciones y comparecencias con sus rivales, Arrate siempre gana y hasta los adversarios tienen que reconocerlo.
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