Cristina Moyano
El Mostrador
En ese proceso de autocrítica fueron muy importantes los Centros Académicos Independientes (CAI), que a partir de mediados de la década del 70 comenzaron a recibir en sus dependencias a intelectuales, particularmente cientistas sociales y filósofos, que fueron exonerados de las universidades donde se desempeñaban. Muchos de ellos se formaron, precisamente, con el objetivo de aglutinar a una intelectualidad de izquierda, que vinculada a los partidos políticos, pudiera reflexionar sobre lo ocurrido, así como también, ampliar las discusiones hacia dónde ir. Por su parte, el centro político cristiano también estructuró sus centros académicos, al alero de la gestión de la Iglesia y de políticos que estaban dispuestos a financiar y colaborar con esta labor. Así se hicieron conocidos los CAI como Vector, Ilet, Flacso, Sur, Cieplan, CED, por nombrar sólo a los más relevantes.
Desde estos centros académicos se pensó el sistema de partidos, las razones que estaban detrás del golpe de Estado, los cambios que se producían en la sociedad chilena, en sus formas de sociabilidad, en su estructura de clases, en las reorientaciones que tomaba la economía y los cambios culturales profundos que se esbozaban nítidamente al alero de un proyecto neoliberal. Cientos de artículos recorrían los espacios de oposición y muchas de estas reflexiones circularon masivamente al alero de revistas políticas que jugaron un rol clave en la disputa por la construcción de la realidad. Apsi, Análisis, Cauce, son los nombres de las revistas que posibilitaron la masificación de la reflexión de la oposición. En esas páginas confluyeron las ideas que viniendo del centro se encontraban con las provenientes de la izquierda renovada.
La dictadura toleró esta práctica, que teñida de la objetividad y neutralidad que entrega el saber científico moderno, podía circular con ciertas restricciones. Desde esos centros se organizaron seminarios, talleres de discusión, grupos de trabajo, donde fueron convergiendo los grandes líderes que después fundaron la Concertación. Esta práctica político-académica, posibilitó la confluencia en espacios de ideas y de personas. Aumentó la densidad de la confianza debilitada en el periodo previo al golpe. En la urgencia de una oposición con espacios cercenados, la intelectualidad política jugó un rol clave, repensando el pasado y posibilitando una reflexión de futuro. Nace la transitología como disciplina académica y las discusiones se tiñeron del tinte academicista, que los políticos más orgánicos transferían a los militantes y viceversa.
En el inicio de la transición a la democracia, esos centros que jugaron un rol tan importante fueron perdiendo el espacio ganado. Junto con ello, desaparecieron una a una las revistas que antes fueron de oposición. La urgencia de la administración debilitó la reflexión. En esos años no se hablaba todavía, siúticamente, de los think tank, ni de los tecnopols. Sin embargo, fue desapareciendo rápidamente esa conjunción fructífera entre intelectualidad y política.
Hoy día, desde la derecha, el propio H. Bayer escribía en El Mercurio sobre la distancia que existe entre esos dos mundos de la Concertación, acusando a la misma de la incapacidad de la coalición, ahora (o nuevamente) opositora de generar reflexiones como en los inicios de su vida política.
La Concertación carece hoy día de esa organicidad, capaz de hacer confluir pensamiento y práctica. La administración debilitó, comprensiblemente, esa práctica y con ello se pierde la batalla de la construcción de la realidad.
¿Se logrará rearticular nuevamente esa fecunda relación, que antaño un político y filósofo sardo denominó como intelectualidad orgánica? Para muchos este desafío pendiente es quizás uno de los puntos más relevantes para ser una oposición en serio.
El Mostrador
Cuando el 11 de septiembre de 1973 los militares tomaron por asalto el poder, no sólo se destruía la democracia, sino que también se puso en jaque la sociabilidad política en su conjunto. Los años que siguieron al golpe de Estado instalaron nuevas prácticas gubernamentales, políticas y por cierto, profundas transformaciones económicas, sociales y culturales. La izquierda se sumía en un profundo proceso de autoinspección para entender las razones del fracaso o de la derrota, según la premisa inicial con la que se partía.
En ese proceso de autocrítica fueron muy importantes los Centros Académicos Independientes (CAI), que a partir de mediados de la década del 70 comenzaron a recibir en sus dependencias a intelectuales, particularmente cientistas sociales y filósofos, que fueron exonerados de las universidades donde se desempeñaban. Muchos de ellos se formaron, precisamente, con el objetivo de aglutinar a una intelectualidad de izquierda, que vinculada a los partidos políticos, pudiera reflexionar sobre lo ocurrido, así como también, ampliar las discusiones hacia dónde ir. Por su parte, el centro político cristiano también estructuró sus centros académicos, al alero de la gestión de la Iglesia y de políticos que estaban dispuestos a financiar y colaborar con esta labor. Así se hicieron conocidos los CAI como Vector, Ilet, Flacso, Sur, Cieplan, CED, por nombrar sólo a los más relevantes.
Desde estos centros académicos se pensó el sistema de partidos, las razones que estaban detrás del golpe de Estado, los cambios que se producían en la sociedad chilena, en sus formas de sociabilidad, en su estructura de clases, en las reorientaciones que tomaba la economía y los cambios culturales profundos que se esbozaban nítidamente al alero de un proyecto neoliberal. Cientos de artículos recorrían los espacios de oposición y muchas de estas reflexiones circularon masivamente al alero de revistas políticas que jugaron un rol clave en la disputa por la construcción de la realidad. Apsi, Análisis, Cauce, son los nombres de las revistas que posibilitaron la masificación de la reflexión de la oposición. En esas páginas confluyeron las ideas que viniendo del centro se encontraban con las provenientes de la izquierda renovada.
La dictadura toleró esta práctica, que teñida de la objetividad y neutralidad que entrega el saber científico moderno, podía circular con ciertas restricciones. Desde esos centros se organizaron seminarios, talleres de discusión, grupos de trabajo, donde fueron convergiendo los grandes líderes que después fundaron la Concertación. Esta práctica político-académica, posibilitó la confluencia en espacios de ideas y de personas. Aumentó la densidad de la confianza debilitada en el periodo previo al golpe. En la urgencia de una oposición con espacios cercenados, la intelectualidad política jugó un rol clave, repensando el pasado y posibilitando una reflexión de futuro. Nace la transitología como disciplina académica y las discusiones se tiñeron del tinte academicista, que los políticos más orgánicos transferían a los militantes y viceversa.
En el inicio de la transición a la democracia, esos centros que jugaron un rol tan importante fueron perdiendo el espacio ganado. Junto con ello, desaparecieron una a una las revistas que antes fueron de oposición. La urgencia de la administración debilitó la reflexión. En esos años no se hablaba todavía, siúticamente, de los think tank, ni de los tecnopols. Sin embargo, fue desapareciendo rápidamente esa conjunción fructífera entre intelectualidad y política.
Hoy día, desde la derecha, el propio H. Bayer escribía en El Mercurio sobre la distancia que existe entre esos dos mundos de la Concertación, acusando a la misma de la incapacidad de la coalición, ahora (o nuevamente) opositora de generar reflexiones como en los inicios de su vida política.
La Concertación carece hoy día de esa organicidad, capaz de hacer confluir pensamiento y práctica. La administración debilitó, comprensiblemente, esa práctica y con ello se pierde la batalla de la construcción de la realidad.
¿Se logrará rearticular nuevamente esa fecunda relación, que antaño un político y filósofo sardo denominó como intelectualidad orgánica? Para muchos este desafío pendiente es quizás uno de los puntos más relevantes para ser una oposición en serio.
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