Armando B. Ginés
Sin permiso
Ese equilibrio en movimiento está puesto en tela de juicio por una cierta posmodernidad de lectura simplista instalada en la sociología de lo cotidiano. Tal lectura aplaude el individualismo a ultranza del relato personal e intransferible del presenteísmo de los humores corporales espontáneos y la vuelta al arcaísmo dionisiaco del vínculo social de la fiesta infinita del consumo en masa: lo mismo celebra un concierto techno que la avalancha desmadrada del primer día de rebajas que las riadas sabatinas o domingueras a un partido de fútbol. El acontecimiento descontextualizado y líquido es la medida de todas las cosas. Cualquier fenómeno de contacto directo de sudor, sangre, lágrimas, vocerío desenfrenado o efluvio espermático es elevado a la categoría de máxima expresión de libertad. El ser se actualiza sin análisis previos, incluso sin dialéctica posible entre la teoría y la práctica. Carpe diem es su lema de cabecera, el fin de la historia y el pensamiento único de la emoción particular se configuran así como su coartada favorita para vivir la libertad del instante eterno.
Se trata de una visión que rompe cualquier nexo con la realidad de lo que es: lo que es ha de ser lo que fluye invisible en el sentir inmediato. En este presente tautológico la memoria retuerce el yo hasta disiparse en un nosotros ahistórico sin solución de continuidad. El olvido, su contrapartida necesaria, languidece exangüe entre la masa espectáculo. Las emociones y los sentimientos de quita y pon, al no pasar por el tamiz de la memoria, no pueden jamás disolverse en el olvido saludable. Lo que queda tras la fiesta no es más que la soledad y el objeto inanimado del disfrute, esto es, las inmundicias de la realidad descarnada: la sociedad del riesgo, el trabajo precario, el pasado sin historia y la historia vacía de un futuro intrascendente.
Realidad mediática
A pesar de lo expuesto acerca de esa posmodernidad salvaje, la realidad occidental más que actuar sobre la memoria lo hace en torno al olvido. La desinformación teledirigida, la tergiversación buenista y la interpretación "eticista" de la realidad son sus armas predilectas. La batalla mediática y multidimensional se libra cada día en diferentes frentes: ideológico, político y social.
La trinchera ideológica se mueve en el terreno de la moral, lo bueno y lo malo, a través de sus símbolos predilectos, la santa democracia representativa y los viles totalitarismos. El binomio maniqueísta incluye otras contradicciones fuertes siguiendo la lógica bueno-malo, privado-público, cristiano blanco-árabe musulmán, autóctono-inmigrante, UE/EEUU-periferia, y dualidades de idéntico contenido excluyente. Totalitaria o rechazable es toda aquella vía que ponga en solfa el modelo capitalista vigente.
En la arena estrictamente política la funcionalidad es lo que prima. La adorada tecnología es correcta si rinde beneficios a las grandes empresas globales e incorrecta si va dirigida al bienestar común por encima de copyrights restrictivos e ilegítimos. Si hay beneficio financiero, industrial o comercial, todo es válido. Habrá empleo, habrá consumo, habrá desarrollo económico. En este terreno, toda idea que plantee preguntas en alto y presente alternativas al producto interior bruto es tachada de la lista de lo políticamente correcto por radical o comunista o utópica. La defensa de los espacios colectivos autogestionados deja un tufo inequívoco de terrorismo latente. Terrorista es la etiqueta reservada para cualquier tercero que pretenda desbaratar con argumentos la estructura bipolar de socialdemocracia-liberalpopulismo (reformismo superficial versus miedo escénico). El gran consenso entre ambas tendencias es el sustrato político en el que se ahoga cualquier intento de transformación de las sociedades capitalistas. El esquema, con variantes regionales meramente nominalistas, se repite por todo Occidente y sus países acólitos y quiere exportarse al resto del mundo por medio de la globalización del fin de la historia.
Por lo que se refiere al entramado social lo que mola es la estética, lo bello (cool) y lo feo (friki) disputan una guerra feroz mediante la competencia a vida o muerte. La publicidad es el espejo para captar adeptos en esta lucha agónica. Aquí la ciudadanía es reducida a su mínima expresión, a su ítem cuántico indivisible, es el reino del consumidor compulsivo, consumidor de fetiches para vivir momentos únicos e irrepetibles que se desvanecen en el mismísimo instante de su adquisición. Nada más comprar, la propaganda vuelve a la carga para alentar la siguiente necesidad. Estar insatisfechos permanentemente es la energía inagotable, por el momento, del capitalismo depredador. Cada relato personal es una sucesión interminable de actos de consumo sin voluntad propia consciente. Compramos para compararnos, para elevar el estatus, para contar lo que hemos adquirido, para llenar el tiempo con sucesos banales: un viaje, un producto light, una operación de cirugía estética…
Durante esta compra global ininterrumpida, con un yo pletórico de fetiches sin historia, nadie se pregunta qué ha tenido que vender a cambio. Y no es dinero en metálico ni tarjeta brillante de plástico. Ha enajenado (alienado) sus más preciadas máscaras: la de sujeto histórico, la de ciudadano responsable y la de trabajador con sentido de la realidad. Cada vez será más difícil y costoso rescatar del olvido esas máscaras imprescindibles. En ausencia de memoria crítica, el olvido se convertirá en una cloaca donde se irán acumulando humores humanos en forma de emociones evanescentes y sentimientos mercancía. La globalidad capitalista huele mal, un chapapote que puede inundarnos más pronto de lo que parece si seguimos haciendo del relato personal hedonista nuestra santo y seña vital. Con historietas individuales no se edifican historias globales.
Sin permiso
El ser humano podría definirse grosso modo como un equilibro inestable entre olvido y memoria. La acumulación de experiencias construye culturas, mientras el desagüe del olvido deja lugar a lo nuevo, al futuro, a la capacidad de reinventarse cada día sin estrellarse en el cortocircuito de la repetición constante y racionalista de la memoria. Sentir sin causa y emocionarse sin motivo nos reconcilia con la naturaleza animal de la cual procedemos. Lo irracional también forma parte de nuestra esencia constitutiva. El placer de olvidar con naturalidad tiene su contrapartida en el dolor identitario de la memoria reflexiva. Ambos estados se complementan.
Ese equilibrio en movimiento está puesto en tela de juicio por una cierta posmodernidad de lectura simplista instalada en la sociología de lo cotidiano. Tal lectura aplaude el individualismo a ultranza del relato personal e intransferible del presenteísmo de los humores corporales espontáneos y la vuelta al arcaísmo dionisiaco del vínculo social de la fiesta infinita del consumo en masa: lo mismo celebra un concierto techno que la avalancha desmadrada del primer día de rebajas que las riadas sabatinas o domingueras a un partido de fútbol. El acontecimiento descontextualizado y líquido es la medida de todas las cosas. Cualquier fenómeno de contacto directo de sudor, sangre, lágrimas, vocerío desenfrenado o efluvio espermático es elevado a la categoría de máxima expresión de libertad. El ser se actualiza sin análisis previos, incluso sin dialéctica posible entre la teoría y la práctica. Carpe diem es su lema de cabecera, el fin de la historia y el pensamiento único de la emoción particular se configuran así como su coartada favorita para vivir la libertad del instante eterno.
Se trata de una visión que rompe cualquier nexo con la realidad de lo que es: lo que es ha de ser lo que fluye invisible en el sentir inmediato. En este presente tautológico la memoria retuerce el yo hasta disiparse en un nosotros ahistórico sin solución de continuidad. El olvido, su contrapartida necesaria, languidece exangüe entre la masa espectáculo. Las emociones y los sentimientos de quita y pon, al no pasar por el tamiz de la memoria, no pueden jamás disolverse en el olvido saludable. Lo que queda tras la fiesta no es más que la soledad y el objeto inanimado del disfrute, esto es, las inmundicias de la realidad descarnada: la sociedad del riesgo, el trabajo precario, el pasado sin historia y la historia vacía de un futuro intrascendente.
Realidad mediática
A pesar de lo expuesto acerca de esa posmodernidad salvaje, la realidad occidental más que actuar sobre la memoria lo hace en torno al olvido. La desinformación teledirigida, la tergiversación buenista y la interpretación "eticista" de la realidad son sus armas predilectas. La batalla mediática y multidimensional se libra cada día en diferentes frentes: ideológico, político y social.
La trinchera ideológica se mueve en el terreno de la moral, lo bueno y lo malo, a través de sus símbolos predilectos, la santa democracia representativa y los viles totalitarismos. El binomio maniqueísta incluye otras contradicciones fuertes siguiendo la lógica bueno-malo, privado-público, cristiano blanco-árabe musulmán, autóctono-inmigrante, UE/EEUU-periferia, y dualidades de idéntico contenido excluyente. Totalitaria o rechazable es toda aquella vía que ponga en solfa el modelo capitalista vigente.
En la arena estrictamente política la funcionalidad es lo que prima. La adorada tecnología es correcta si rinde beneficios a las grandes empresas globales e incorrecta si va dirigida al bienestar común por encima de copyrights restrictivos e ilegítimos. Si hay beneficio financiero, industrial o comercial, todo es válido. Habrá empleo, habrá consumo, habrá desarrollo económico. En este terreno, toda idea que plantee preguntas en alto y presente alternativas al producto interior bruto es tachada de la lista de lo políticamente correcto por radical o comunista o utópica. La defensa de los espacios colectivos autogestionados deja un tufo inequívoco de terrorismo latente. Terrorista es la etiqueta reservada para cualquier tercero que pretenda desbaratar con argumentos la estructura bipolar de socialdemocracia-liberalpopulismo (reformismo superficial versus miedo escénico). El gran consenso entre ambas tendencias es el sustrato político en el que se ahoga cualquier intento de transformación de las sociedades capitalistas. El esquema, con variantes regionales meramente nominalistas, se repite por todo Occidente y sus países acólitos y quiere exportarse al resto del mundo por medio de la globalización del fin de la historia.
Por lo que se refiere al entramado social lo que mola es la estética, lo bello (cool) y lo feo (friki) disputan una guerra feroz mediante la competencia a vida o muerte. La publicidad es el espejo para captar adeptos en esta lucha agónica. Aquí la ciudadanía es reducida a su mínima expresión, a su ítem cuántico indivisible, es el reino del consumidor compulsivo, consumidor de fetiches para vivir momentos únicos e irrepetibles que se desvanecen en el mismísimo instante de su adquisición. Nada más comprar, la propaganda vuelve a la carga para alentar la siguiente necesidad. Estar insatisfechos permanentemente es la energía inagotable, por el momento, del capitalismo depredador. Cada relato personal es una sucesión interminable de actos de consumo sin voluntad propia consciente. Compramos para compararnos, para elevar el estatus, para contar lo que hemos adquirido, para llenar el tiempo con sucesos banales: un viaje, un producto light, una operación de cirugía estética…
Durante esta compra global ininterrumpida, con un yo pletórico de fetiches sin historia, nadie se pregunta qué ha tenido que vender a cambio. Y no es dinero en metálico ni tarjeta brillante de plástico. Ha enajenado (alienado) sus más preciadas máscaras: la de sujeto histórico, la de ciudadano responsable y la de trabajador con sentido de la realidad. Cada vez será más difícil y costoso rescatar del olvido esas máscaras imprescindibles. En ausencia de memoria crítica, el olvido se convertirá en una cloaca donde se irán acumulando humores humanos en forma de emociones evanescentes y sentimientos mercancía. La globalidad capitalista huele mal, un chapapote que puede inundarnos más pronto de lo que parece si seguimos haciendo del relato personal hedonista nuestra santo y seña vital. Con historietas individuales no se edifican historias globales.
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