Punto Final
En 1990, la Iglesia Católica chilena pudo ingresar al período de post dictadura con un inédito capital de respetabilidad e influencia, por la labor de defensa de los derechos humanos que una parte de ella realizó bajo tiranía. Esta situación no se dio en otras naciones como Argentina. La Conferencia Episcopal chilena logró instalarse ante el Estado opresivo de Pinochet como un actor decisivo en los debates y discusiones de orden político y social, y con una innegable autonomía.
Veinte años después, el capital de prestigio y relevancia pública de la Iglesia aparece muy disminuido. A lo largo de los cuatro gobiernos que han sucedido a la dictadura, la Iglesia Católica ha jugado un rol de segundo orden, lejano al protagonismo alcanzado en los años 70 y 80. En parte, este proceso es sano y esperable, ya que se supone que ahora que “las instituciones funcionan”, no es necesario que los pastores salgan de sus sacristías. Como expresaría un viejo eclesiástico, la autonomía del “orden temporal” requiere que la Iglesia se vuelque a tareas de orden espiritual y pastoral.
Esta argumentación es la que ha sostenido la línea oficial de la Iglesia chilena, que ha tendido a bajar el perfil de su relevancia pública en temas políticos y sociales. Este análisis ha justificado el énfasis en el ámbito de los debates “valóricos” (denominación asignada por la prensa a las discusiones sobre la sexualidad y la natalidad). La distinción entre debates de orden valórico y debates de orden político ha contribuido a vaciar a la política de su componente ético. El marcado énfasis que la jerarquía eclesial ha asignado a sus intervenciones en el campo de la ética sexual y familiar, ha ido en desmedro de su incidencia en el campo de la ética política y social, de la ética en las relaciones laborales y económicas, en la ética del cuidado del medio ambiente y en general, en la ética del cuidado de la vida.
No es extraño, entonces, que la imagen de la Iglesia Católica chilena que los medios de comunicación difunden a inicios del siglo XXI es la de una institución moralista y conservadora. Parodiando a un grupo roquero, si durante la dictadura la Iglesia era “la voz de los sin voz”, hoy aparece como un poder fáctico más. No es extraño que “Los Prisioneros” hayan reaparecido en escena en 2003 cantando: “Ultraderecha, vende el Estado, compra la Iglesia”. Si en 1990 nadie se atrevía a tocar a la Iglesia Católica ni con una leve ironía, hoy la prensa humorística coloca a monseñor Medina en su portada y vende miles de ejemplares.
Esta nueva posición de la Iglesia en la escena pública descoloca a muchos. Por un lado, parece entendible que la sociedad perciba a la Iglesia de este modo. Pero por otro lado, esta imagen eclesial, conservadora y prepotente, no corresponde efectivamente a toda la Iglesia chilena. En cierta manera caricaturiza la enorme diversidad y riqueza de la vida eclesial, que es fruto de un proceso de décadas en las cuales sectores importantes del catolicismo emigraron de los esquemas clericales y se insertaron en las más diversas prácticas sociales y políticas del país. En cierta forma, esta “Iglesia de base”, o “corriente liberadora”, ha ido perdiendo espacio e influencia hasta hacerse casi invisible.
Además del giro conservador en el Episcopado, esta pérdida de visibilidad está ligada a una estrategia de ocultamiento que le ha permitido a muchas prácticas eclesiales pervivir en el hostil mundo de la Iglesia post dictatorial. Así, han sobrevivido a la mirada inquisitorial variadas experiencias de base, solidarias, alternativas, transformadoras. Pero con la condición de no hacer ruido, de no notarse mucho, de no llamar la atención ni causar polémica. Tal vez por este motivo, hoy la gente distingue claramente entre la Iglesia oficial y las prácticas alternativas que se pueden estar desarrollando en el entorno de la Iglesia, pero que no se logran identificar como un elemento integrante de la misma misión eclesial. Incluso se percibe que la labor de obispos como Luis Infanti, en Aysén, Alejandro Goic, en Rancagua y Gaspar Quintana, en Copiapó, que han mostrado un fuerte compromiso en la defensa del medioambiente y la equidad social, son claras excepciones, que no son la regla en el Episcopado.
La Iglesia Católica sigue disponiendo de un enorme poder institucional, especialmente en el ámbito educativo y comunicacional, pero ha visto disminuida su fuerza en la dimensión pastoral y cultural. El auge de las Iglesias Evangélicas en el mundo popular y el creciente influjo de las nuevas corrientes esotéricas en las capas medias, demuestra que la propuesta católica no seduce. Por otro lado, las dinámicas de la modernización capitalista conllevan una creciente secularización de la población. La religión, recluida a la esfera de lo privado, se vuelve un objeto de consumo, y de consumo suntuario, en ningún caso de primera necesidad.
La estrategia oficial ante este fenómeno parece resignarse a esta situación: si la religión es un producto, hay que venderlo mejor. Y en esta lógica todo vale: desde San Expedito, en Reñaca, hasta los nuevos movimientos elitistas, donde el roce social y el estatus van de la mano de las oraciones. Para los jóvenes están los megaeventos. Para los consumidores, hay misa en el Parque Arauco. Para cada nicho de mercado un producto acorde a la demanda. Esta estrategia, en cuanto táctica de proselitismo, parece tener un cierto grado de éxito. De nuevo hay gente en las misas, y se podría reavivar la práctica sacramental. Pero tiene un precio muy alto: al mercantilizar la fe, al convertirla en un nuevo producto, su relevancia es similar a la de otras mercancías con las que compite. Se convierte en una propuesta más en el mercado de los bienes simbólicos. Y frente a productos más elaborados, rápidamente esta fe deshidratada es superada por ofertas más novedosas e interesantes. Por muy superficiales que nos parezcan los libros de autoayuda, parecen mucho más profundos que las oraciones a San Expedito. Y por mucho que nos parezca irracional el esoterismo de moda, parece tener más capacidad de dar sentido a la vida de la gente que el sacramentalismo católico.
Esta deriva light de la práctica eclesial condena al catolicismo a la irrelevancia cultural. Puede ayudar a hacer más lento el vaciamiento demográfico de las iglesias, pero no detendrá la curva descendente en las parroquias, y en las vocaciones a la vida ministerial y consagrada. Incluso algunos de los sectores conservadores del catolicismo criollo comparten este análisis. Porque a diferencia de muchos pastoralistas devenidos en expertos en marketing, lo que verdaderamente le interesa al Opus Dei o a los Legionarios de Cristo no es la masividad, sino la relevancia cultural de la Iglesia Católica. Obviamente, esta cualidad está ligada a la capacidad de incidir en la construcción de un proyecto de “nueva cristiandad”. Estos sectores captan una idea importante: el catolicismo está condenado a ser un grupo demográficamente minoritario en la sociedad del futuro, pero ser minoría no impide ser un sector determinante.
En la perspectiva conservadora, ser minoría determinante significa tener la capacidad de incidencia suficiente como para tener poder de veto sobre ciertas transformaciones de la sociedad. Ser minoría determinante es saberse situar en una sociedad tribalizada, donde todos, de una u otra forma, son parte de una minoría, y por eso el verdadero poder reside en determinar cuál es la minoría más poderosa y con mayor capacidad de hegemonía. Por lo tanto, la nueva cristiandad que los católicos conservadores aspiran a construir requiere algo más profundo que un nuevo envoltorio. Requiere de una elite adscrita a un “proyecto histórico” de largo aliento.
El medio del que dispone la Iglesia para operar como minoría determinante es su poder institucional. Mientras se vacían los templos, al menos los colegios y las universidades católicas siguen llenas. La fortaleza institucional católica permitiría que Chile se mantenga dentro de la “civilización cristiana”. Esta civilización “cristiana” se entiende de un modo cultural, no de un modo religioso. Esto se puede comprender a partir de la distinción que hoy se hace entre cristianos y “cristianistas”, que ha elaborado Rémi Brague, un profesor de filosofía árabe en la Sorbona. Tal como se puede distinguir entre musulmanes (creyentes en el Islam) e islamistas (defensores de la civilización islámica), Brague distingue entre cristianos (creyentes en Cristo) y “cristianistas” (los defensores de la cristiandad o civilización cristiana). En este marco un cristianista no necesariamente debe ser cristiano.
Los “cristianistas” no defienden la fe en Cristo y los imperativos éticos que esa fe conlleva; defienden la superioridad de la forma histórica “como hemos hecho las cosas” en este lado del mundo. Una cultura que tiene expresiones bellas y trascendentes, como las catedrales medievales, el arte barroco, el canto gregoriano o las cantatas de Bach. Pero esta misma cristiandad entraña una historia negra, que bien conocemos en Latinoamérica. Un cristianista famoso fue Augusto Pinochet, que justificó sus crímenes como respuesta al dilema del combate entre la civilización “cristiano-occidental” o la barbarie “materialista y atea”.
Por este motivo, la pregunta que los creyentes, los cristianos, debemos hacernos no es si las instituciones católicas tienen o no suficiente poder en la sociedad como para que las formas culturales católicas sigan perviviendo. La pregunta relevante es: ¿El poder institucional de la Iglesia Católica es capaz de traspasar la experiencia del Evangelio? ¿Es capaz de evangelizar por medio del actual Canal 13, o de la Universidad Católica, o desde un colegio particular de curas o monjas? ¿Permite que se desarrolle el seguimiento de Cristo o es el relicario de la civilización cristiana occidental?
En el nuevo contexto demográfico y social del siglo XXI los cristianos, en muchos lugares del mundo, serán minoría. Perderán poder y relevancia cultural. Viviremos en una sociedad compleja, diversa, y plural. La disyuntiva estará marcada por dos posibles actitudes ante este suceso: o nos aferramos al recurso del poder institucional para seguir manteniendo una hegemonía de fachada, o nos atrevemos a vivir el Evangelio a la intemperie del poder. Esta última opción requiere el coraje de ser doblemente minoría: minoría cristiana en una sociedad post cristiana y minoría “cristiana” en una Iglesia cada vez más nostálgica de la Cristiandad.
Ser minoría no significa ocultarse, o renunciar a las propias convicciones. Al contrario. Significa pararse con mayor claridad y fuerza para hacer de la Iglesia un espacio en donde se reconozcan los derechos que en toda institución se les debería reconocer a sus miembros: derecho a la información sobre la vida y las decisiones que toma la Iglesia; derecho a la libertad de expresión dentro de la Iglesia; derecho a ser consultados a todo nivel en los procedimientos de la Iglesia; derecho a exigir responsabilidades a quienes tienen autoridad en la Iglesia; derecho a no sufrir prácticas discriminatorias en la Iglesia; derecho a apelación frente a decisiones administrativas de autoridades de la Iglesia.
En cualquier institución actual estos requerimientos estarían plenamente garantizados. Lamentablemente, ante estas mínimas demandas ya sabemos cual es la respuesta: la Iglesia afirma que no es una democracia, sino una realidad teológico-dogmática, y su poder institucional no proviene del pueblo, sino de Dios mismo. Amarrados por estos argumentos y por la maraña legalista del Derecho Canónico, es imposible avanzar en la exigibilidad de estos mínimos estándares de respeto a los derechos humanos dentro de la Iglesia. Llegó el momento de debatir y cambiar este dogma.
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