El País
El lugar no invita a practicar sexo. El burdel de la ciudad rivereña de Faridpur, situada a menos de cien kilómetros de la capital de Bangladesh, Dacca, es una ratonera de hormigón. Aquí siempre es de noche. El sol que fuera brilla con intensidad sólo se cuela en este bloque de tres pisos a través de pequeños lucernarios con forma de cruz. Así, el gris de trazos verdosos se apodera de pasillos y escaleras, y su monotonía propia de una prisión sólo se ve rota por los escupitajos de color rojo betel que han ido creando un peculiar friso, especialmente atractivo para insectos y roedores. Pero, a pesar de que el escenario es más propio de una película de terror, no faltan los clientes en este complejo de cubículos.
En uno de ellos, Lima, una adolescente de 15 años con cara de no haber superado los 12, sirve cada día, desde que fue violada hace un par de años, a una media de entre siete y diez hombres diarios. Con ellos practica el sexo más básico, rebajado a un nivel casi animal. Rápido, nada de besos. Con la ropa puesta y la luz apagada. Ella tumbada boca arriba y él encima. “Sólo lo que hacen marido y mujer”, explica la joven. “A veces me piden cosas raras, pero siempre me niego”.
Lima asegura que es ella quien pone las reglas. Y es muy consciente de los riesgos que corre. Apunta a un condón que sonríe desde un raído cartel colgado en un rincón, pero pronto reconoce que si el cliente se niega a pagar los 10 takas (10 céntimos de euro) que cobra por cada preservativo, termina accediendo a mantener relaciones sexuales sin él. “No tenemos alternativa, hay mucha competencia y siempre habrá alguna chica dispuesta”, asegura. Así, el 70% de las 800 mujeres que alquilan su cuerpo en el pueblo están infectadas con alguna enfermedad de transmisión sexual (ETS).
Para evitar que esta situación continúe, la mayoría de las prostitutas de Faridpur ha decidido organizarse y plantar cara a la sociedad. Han creado una asociación que lucha por sus derechos civiles y que pretende hacer fuerza frente a los abusos de clientes y proxenetas. Es Shapla Mohila Sangstha (SMS), una iniciativa que cuenta con el apoyo de la ONG española Ayuda en Acción y que surge del hartazgo de Chanchala Mondal, una abogada con un fuerte temperamento que salta a la vista a pesar de sus amables maneras. “Ni los políticos ni la Policía moverán un dedo por estas mujeres porque la mayoría se aprovecha de ellas de una forma u otra. Para ellos no son más que basura”. Pero ya han salido a la calle en varias ocasiones para exigir mejoras que se han visto reflejadas en la prensa y han obligado a los dirigentes a actuar.
Los resultados de esta rebelión saltan a la vista. “Antes incluso se les obligaba a ir descalzas siempre que salían del burdel. Es una forma que tiene la sociedad de identificarlas rápidamente para ‘protegerse’ de su mala influencia”, dispara Mondal. Ahora ya pueden caminar calzadas, e incluso han conseguido que se permita su entierro. “Ya no hay que tirar sus cuerpos al río, como si fueran animales”. Eso sí, todavía tendrán que descansar en un cementerio exclusivo para ellas que Mondal teme que sea pasto de los extremistas islámicos.
Tiene razones para ello. El año pasado una masa enfurecida prendió fuego al otro burdel de la ciudad, el C&B Ghat, una maraña de chabolas de bambú y uralita situada a la orilla de un río muy transitado. “Tuvimos que saltar al río para que no nos quemaran vivas”, recuerda Hasina, una mujer de 40 años que vendió su virginidad cuando todavía no había menstruado. “La situación se está deteriorando con la inflación. Cada vez es más caro comer y pagar el alojamiento, pero los clientes se niegan a pagar más por los servicios”.
Por eso, otro de los cometidos de esta asociación es el establecimiento de unos precios mínimos para cada servicio (nunca menos de cien takas -un euro-) y de una edad mínima para ejercer la prostitución. “Quizá nuestro trabajo sea diferente, pero tiene que estar regido por unas reglas como cualquier otro, de forma que podamos vivir dignamente. Porque la dignidad de un ser humano no puede estar determinada por su profesión”, comenta Ahya Begum, de 37 años y presidenta de la asociación. Su última exigencia al Gobierno es que se derogue la necesidad de estipular en el carné de identidad que el domicilio de las prostitutas es un ‘burdel’. Y, asegura Begum, la guerra sólo acabará cuando se legalice su actividad.
Aunque los logros de SMS saltan a la vista, también lo hacen sus sombras. Una detenida visita a los burdeles de Faridpur deja en evidencia que muchas de las chicas son menores de 15 años, y que el preservativo continúa siendo un bien escaso. “Algunas multinacionales los dieron en su momento a bajo precio. Cuando se popularizó, multiplicaron su precio y crearon lo que se conoce como ‘la crisis del condón’”, explica Shirin Akhter, trabajadora de Ayuda en Acción en Bangladesh.
Por si fuera poco, la propia Begum -madame en uno de los negocios- emplea a varias chicas que, cuando ella no está presente, reconocen no haber cumplido los 15. “Muchas mujeres son conscientes de lo que tienen que hacer, pero son incapaces de luchar contra el régimen establecido”, analiza Akhter. “Las penurias económicas se encargan de que la rueda no deje de girar”.
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