La Jornada
Es muy probable que mañana domingo la mayoría absoluta de los uruguayos elija a José Mujica presidente. En caso de que no alcanzara a superar 50 por ciento de los votos, habría que esperar un mes más para que en un balotaje se defina la presidencia entre el líder tupamaro y el ex presidente neoliberal Luis Alberto Lacalle. De un modo u otro, el triunfo de Mujica es un hecho. Un segundo gobierno del Frente Amplio premiará una gestión considerablemente mejor que las anteriores.
¿Qué ha cambiado en Uruguay en los cinco años de gobierno progresista? El Estado es más fuerte y cuenta con mayor legitimidad; el pequeño y frágil país, rodeado de dos gigantes, es algo más viable que antes, cuenta con mayor autonomía energética y tiene planes de futuro; la pobreza ha caído de 30 a 20 por ciento, por las políticas sociales y la excepcional coyuntura internacional para las exportaciones; el sistema de salud se ha democratizado, siendo la principal reforma estructural del gobierno de Tabaré Vázquez; el salario real creció por primera vez en muchos años, la desocupación bajó a la mitad y se instaló la negociación colectiva Estado-empresarios-sindicatos, que redundó en un crecimiento sostenido de la afiliación sindical, aun en ramas donde nunca había existido organización laboral.
Por otro lado, la producción agropecuaria creció exponencialmente, con la introducción masiva de técnicas como la siembra directa y la alimentación del ganado en espacios cerrados, materias en las que este país tenía considerable retraso. El crecimiento agropecuario favorece a los grandes productores vinculados a multinacionales de la soya y otros granos, y a los grandes frigoríficos, lo que supone una profundización del modelo neoliberal en el campo o, se si prefiere, un avance del agronegocio. En contrapartida, los pequeños productores, sobre todo los vinculados al sector lechero, se han visto perjudicados y una parte abandonó el rubro pese a la política oficial de apoyo a la producción láctea.
En estos cinco años, alrededor de 25 por ciento de las tierras cultivables pasaron a manos de extranjeros, sobre todo argentinos y brasileños, sin que el parlamento haya limitado la compra por foráneos en las zonas fronterizas. El 40 por ciento de la producción de carne, principal rubro de exportación, y un porcentaje mayor del arroz, están controlados por grandes empresas brasileñas, con lo que los principales exportadores pertenecen ahora a ese país. En paralelo, el proyecto forestal sigue en pie pese a la crisis global, lo que implica que a la fábrica de celulosa Botnia le seguirán dos o tres más, dependiendo de la evolución de la economía mundial.
Con todo y que el país no ha abandonado, sino profundizado el modelo, la mayor parte de la población –en especial los más pobres– cuenta con mayores ingresos y tiene expectativas de futuro algo mejores que en el pasado. La introducción del Plan Ceibal (una laptop por niño en edad escolar que se ampliará a secundaria) es la iniciativa que cuenta con mayor apoyo social. Es probable que en los próximos 10 años contribuya a disminuir la brecha entre los más ricos y los más pobres, diferencia que las políticas sociales apenas han modificado. El objetivo de las elites políticas es convertir al país en un polo de alta cualificación laboral especializado en tecnologías avanzadas, por lo cual la difusión de la computación forma parte central de ese proyecto.
¿Qué se puede esperar del gobierno de Mujica? En las grandes líneas, continuará los trazos del gobierno de Vázquez. Los equilibrios internos en el Frente Amplio, de hecho el moderado Danilo Astori será su vicepresidente, y en el conjunto de la sociedad uruguaya se tornan inviables virajes más o menos profundos o radicales. Con Mujica habrá una mejora en las relaciones con los socios del Mercosur, deterioradas desde el conflicto por la celulosa con Argentina y porque Uruguay acusa a sus vecinos de proteccionismo.
Mientras Cristina Kirchner sea presidenta, y Lula siga en Planalto, el segundo gobierno progresista uruguayo se esforzará por minimizar los conflictos y diferencias, y profundizará la integración regional, tanto en relación al Mercosur como en la Unasur (Unión de Naciones Suramericanas). En este sentido, no parece posible que vuelvan a registrarse coqueteos para firmar un tratado de libre comercio con Estados Unidos como sucedió en la primera parte del actual gobierno, a impulso del presidente Vázquez y su ministro de Economía, el futuro vicepresidente.
Tampoco parece posible que Uruguay se integre a la Alba. Más allá de las simpatías personales entre Chávez y Mujica, el proceso uruguayo es bien diferente del de Venezuela, Bolivia y Ecuador, por poner tres ejemplos. Uruguay atravesó la década neoliberal sin que su sistema político sufriera el menor traspié, siendo la continuidad institucional el signo distintivo de un país con fuerte tradición estadocéntrica, en todos los sectores sociales, en todo el abanico político e ideológico. La ausencia de movimientos sociales de los excluidos, no sólo lo diferencia del resto de los países del continente, sino que es consecuencia, precisamente, de esa fuerte impronta estatal que ha calado tan hondo en la izquierda política y social. Mientras el sistema político de los países andinos mencionados se vino abajo y en Argentina la estructuras políticas crujieron fuerte auspiciando el que se vayan todos, en Uruguay los grandes debates, como las privatizaciones, se zanjaron votando.
Uno de los cambios que pueden producirse es la anulación de la Ley de caducidad, que pondría fin a una legislación infame que avala la impunidad de los militares que violaron los derechos humanos. En todo caso, el actual gobierno consiguió agujerar la legislación y llevó a la cárcel a los más conspicuos violadores. La anulación cerraría un ciclo histórico que no pudo clausurarse 20 años atrás, cuando la derecha ganó un referendo que avaló la continuidad de la impunidad.
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