Robert Fisk
The Independent
Hubo un día en que nos preocupaban “las masas árabes”, los millones de árabes “ordinarios” de las calles de El Cairo, Kuwait, Ammán, Beirut, y su reacción a los constantes baños de sangre en Medio Oriente. ¿Podría Anwar Sadat controlar la furia de su pueblo? Ahora, con tres décadas de gobierno a cargo de Hosni Mubarak (o La Vache Qui Rit, como todavía se le llama en la capital egipcia), ¿puede Mubarak controlar la furia de su pueblo? La respuesta es: por supuesto. Los egipcios, lo mismo que los kuwaitíes y los jordanos, podrán gritar en las calles de sus capitales, pero después serán acallados con la ayuda de decenas de miles de policías secretos y milicianos gubernamentales que sirven a príncipes, reyes y otros ancianos gobernantes del mundo árabe.
Los egipcios exigen que Mubarak abra la frontera con Gaza, en el puesto de control de Rafah; que rompa relaciones diplomáticas con Israel, e incluso que envíe armas a Hamas. Existe una suerte de perversa belleza al escuchar la respuesta del gobierno egipcio: ¿por qué no se quejan por los tres pasos fronterizos con Gaza que los israelíes se niegan a abrir? Y de todos modos, el puesto de Rafah está políticamente controlado por el cuarteto que inventó la Hoja de Ruta y que incluyen a Gran Bretaña y Estados Unidos. ¿Por qué culpar a Mubarak?
Admitir que Egipto no puede abrir su frontera soberana sin permiso de Washington habla de la impotencia de los bandidos que gobiernan Medio Oriente por nosotros. Se puede abrir el cruce de Rafah o romper relaciones con Israel al costo de que los cimientos económicos de Egipto se derrumben. Cualquier líder árabe que tomara tal medida se encontraría sin apoyo económico y militar de Occidente.
Sin subvenciones, Egipto está en bancarrota. Claro que es un arma de doble filo. Como individuos, los líderes árabes ya no tienen gestos emocionales hacia nadie. Cuando Sadat salió de Jerusalén diciendo: “Estoy harto de estos enanos”, en referencia a otros líderes árabes, pagó el precio con su propia sangre en El Cairo, cuando uno de sus propios soldados lo llamó “faraón” antes de dispararle y matarlo.
La verdadera desgracia de Egipto, sin embargo, no es su respuesta a la matanza en Gaza: es la corrupción en la que se ha incrustado a la sociedad egipcia, donde la idea de servicios de salud, educación y seguridad genuina para la gente común simplemente ha dejado de existir. Es una tierra donde el principal deber de la policía es proteger al régimen, donde los manifestantes son golpeados por las fuerzas de seguridad, donde mujeres jóvenes opuestas al régimen infinito de Mubarak –quien, como en un califato, seguramente dejará el poder en manos de su hijo Gamal– son sexualmente agredidas por agentes vestidos de civil, y donde los prisioneros en el complejo Tora-Tora son obligados por los guardias a violarse sexualmente unos a otros.
En Egipto se ha desarrollado una especie de fachada religiosa en la cual el significado del Islam ha sido borrado por su propia representación física. Los “servidores” públicos y funcionarios egipcios a menudo son escrupulosos en el seguimiento de sus costumbres religiosas, aunque toleran y participan en elecciones fraudulentas, violaciones a la ley y torturas en la prisión.
Un joven médico estadounidense me relató recientemente cómo, en un hospital capitalino, los ocupados doctores egipcios impidieron el acceso a los pacientes del exterior simplemente bloqueando la entrada principal con pilas de sillas de plástico. En noviembre, el periódico egipcio Al-Masry al-Youm informó que los médicos abandonaron a los pacientes para asistir a los rezos del Ramadán.
Y con todo esto, los egipcios tienen que vivir bajo la diaria amenaza de su propia y desvencijada infraestructura. Alaa Aswani escribió de manera elocuente en el periódico capitalino Al Dastour que los “mártires” del régimen superaban en número a todos los muertos en las guerras contra Israel, contando entre los primeros a todos los fallecidos en accidentes ferroviarios, hundimientos de transbordadores, derrumbe de edificios, cáncer y otras enfermedades causadas por los pesticidas. Aswani llama a todos ellos “víctimas de la corrupción y el abuso de poder”.
Abrir el paso de Rafah para los palestinos heridos, o enviar a trabajadores médicos palestinos de regreso a esa prisión que es Gaza una vez que han dejado a los sangrantes sobrevivientes de los ataques aéreos israelíes en territorio egipcio, no cambiará la realidad que viven sus propios habitantes.
Sayed Hassan Nasralá, el secretario general de Hezbolá exiliado en Líbano, se sintió con la facultad de llamar a los egipcios a “levantarse por millones” para abrir la frontera con Gaza, pero no lo harán. Ahmed Aboul Gheit, el frágil ministro del Exterior egipcio, no puede más que regañar a los líderes de Hezbolá acusándolos de intentar provocar “una anarquía similar a la que han creado en su propio país”. Pero él está bien protegido, al igual que Mubarak.
En muchos sentidos, la aflicción de los egipcios es tan oscura como la de los palestinos. Es impotencia a la luz del sufrimiento de Gaza, como un símbolo de su propia enfermedad política.
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