Página 12
En medio de la aplastante recesión que sacude a Estados Unidos desde hace ya largos meses, y que domina la agenda mediática, un tema distinto surgió con fuerza en estos días. Se trata del eventual juzgamiento de las violaciones a los derechos humanos cometidas por el gobierno anterior en la llamada guerra global contra el terrorismo. Más precisamente, el uso de la tortura en los interrogatorios de los sospechosos de colaborar con la red terrorista Al Qaida, todo un símbolo de la política exterior de George W. Bush. Entre el rescate de Chrysler, los tests de estrés a los bancos y los vaivenes del mercado inmobiliario, casi en silencio, Obama asentó los lineamientos de su doctrina de obediencia debida.
Como casi todas las iniciativas de su gobierno, su política de derechos humanos enfrenta al Obama activista con el Obama conciliador. Por un lado abre la puerta para que altos funcionarios del gobierno pasado sean juzgados por crímenes de guerra y violaciones a los derechos humanos. Se trata de una situación inédita en la historia de los Estados Unidos. Por otro lado pone a los de la CIA que aplicaron los tormentos bajo el paraguas protector del Estado y despoja su actitud de todo formalismo simbólico, como si se tratara de un simple problema judicial y no de un acto fundacional como la lucha por los derechos civiles en los ’60.
Así, mientras Obama promete terminar con la tortura, trata a los torturadores de la CIA como a los banqueros de Wall Street: con guantes de seda, como se trata a la gente poderosa, informada y profesional, pertenecientes a instituciones vitales para el normal funcionamiento de la sociedad.
El tema se venía cocinando desde los famosos primeros anuncios presidenciales, que en efecto desactivaron los instrumentos represivos ilegales del plan antiterrorista de Bush, empezando por el uso de la tortura. En sintonía con la Casa Blanca, el Congreso puso en marcha una investigación sobre los interrogatorios de la CIA, a cargo del Comité de Inteligencia del Senado. La actividad en el Congreso generó el interés de los talk shows políticos y los magazines periodísticos de los fines de semana, donde juristas de prestigiosas universidades de Washington aseguraban que las torturas estaban filmadas, firmadas y selladas, y sólo hacía falta voluntad política para hacer justicia. Los diarios editorializaban sobre la conveniencia, y hasta la necesidad, de crear una Comisión de la Verdad.
A todo esto Bush dijo “Obama merece mi silencio” y no volvió a abrir la boca. Los demás responsables también se llamaron al silencio, pero, para alegría de los activistas de los derechos humanos, hubo una ruidosa excepción. El ex vicepresidente Dick Cheney, un halcón entre halcones, empezó a hablar el día en que Obama ordenó cerrar Guantánamo y desde entonces no dejó micrófono sin trabajar. En sus intervenciones suele decir que Obama se equivocó al cerrar la cárcel cubana para supuestos terroristas, y que también se equivocó al cambiar los métodos de interrogatorio. Dijo que después del atentado a las Torres Gemelas, la información obtenida con métodos “alternativos” había salvado la vida de muchos estadounidenses. Obama le contestó en un reportaje con 60 Minutes emitido a fines de marzo pasado. Se mostró dolido por las palabras de Cheney, dijo que le parecían inoportunas y sugirió que el tema debía tratarse en la Justicia.
El 15 de abril, una semana antes de la presentación de las investigaciones del Congreso, Obama activó una bomba de tiempo. Ordenó la desclasificación de un memorándum de la CIA de mayo del 2005 admitiendo el uso del llamado “submarino” y otras técnicas de tortura.
Al principio no pasó nada. Pero durante el fin de semana los bloggers peinaron el denso documento de 45 páginas, repleto de citas jurídicas. Así, algunos descubrieron la admisión de que el prisionero Abu Zubaydah había sido sometido a la tortura de ahogamiento al menos 83 veces en un mes, y que otro prisionero, Khalid Shaikh Mohammed, supuesto cerebro del 9-11, había sufrido 183 ahogamientos durante un período similar. Según se desprende de la información que aparece en el memo, en ambos casos la frecuencia de la tortura y la cantidad de agua utilizada excedía por mucho las cantidades máximas permitidas en el manual de “interrogatorios alternativos” aprobados por el gobierno de Bush. Para colmo, un agente de la CIA ya había declarado que Zubaydah había confesado todo lo que sabía apenas cinco minutos después de iniciada su primera sesión de submarino, y fuentes de la agencia habían calificado a la información obtenida de Mohammed como “para nada confiable”. El lunes siguiente la noticia estalló en la tapa del New York Times.
Al día siguiente recogió el guante el jefe de la CIA en tiempos de Bush, Michel V. Hayden, que manifestó en Fox News el malestar “de la agencia” porque se había revelado al “enemigo” los “límites” del accionar antiterrorista, y porque se le había quitado una “opción” a los agentes de la CIA, haciendo más difícil la defensa de los Estados Unidos. Entonces Obama anunció una visita a la CIA para calmar los ánimos.
Fue durante esa visita, el 20 de abril, cuando Obama fijó su doctrina. En un discurso ante el plantel de la agencia reunido en el salón de actos, Obama dijo que los agentes que habían utilizado el submarino y otras técnicas de tortura con la aprobación del Departamento de Justicia no serían juzgados. En cambio, los responsables de aprobar esas técnicas de interrogatorio deberán rendir cuentas ante los tribunales de justicia, dijo el presidente. También felicitó a los agentes por aportar información sobre las prácticas ordenadas y les pidió que sigan aportando al esclarecimiento de los hechos ocurridos. Si el Congreso quiere una Comisión de la Verdad, deberá presentar un proyecto bipartidista consensuado, concluyó el mandatario.
La semana siguiente la comisión de inteligencia presentó su informe. Como se esperaba, el informe confirmó que la tortura fue una política de Estado y no una práctica aislada. También señaló como responsable de esa política al ex secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, además de culpar a la ex asesora de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice, de haber aprobado torturas antes de que el Departamento de Justicia las legalizara.
Claro que Rumsfeld y Rice no actuaron dentro de una burbuja. El abogado de la Casa Blanca de Bush John Yoo es el autor de la famosa opinión legal que defiende el poder del presidente, en tanto comandante en jefe, de mantener abiertas todas las opciones, incluyendo la tortura, en tiempos de guerra. Alberto Gonzalez, jefe de asesores legales de Bush antes de asumir como fiscal general, fue el arquitecto legal de la aplicación de torturas y presidió el comité de juristas conservadores que elaboró detalladas guías de procedimientos para los interrogatorios de presuntos terroristas. El asesor presidencial de Bush Karl Rove se habría encargado de reclutar a Hollywood en la cruzada, y no sería ajeno a la aparición de shows y películas estilo 48 horas, que glorifican y justifican la aplicación de torturas a los agentes extranjeros de la ficción. Tampoco puede subestimarse el papel del propio Cheney como consiglieri de Bush y principal apologista mediático de la represión ilegal antiterrorista.
La cadena de responsabilidades claramente llega hasta Bush, pero en caso de que eventualmente sea acusado o condenado por la Justicia, no sería extraño que Obama recurra a la vieja tradición de indultar al ex mandatario por crímenes cometidos durante su gestión, tal como Ford hizo con Nixon. Distinto es el caso de sus colaboradores. Varios de ellos tienen causas judiciales abiertas en Estados Unidos y el extranjero, Obama dio a entender que esta vez no habrá escritos del Departamento de Justicia pidiendo la exoneración de los acusados por razones de “seguridad nacional”, como era costumbre durante el gobierno de Bush.
En cambio, los agentes de la CIA siguen gozando de impunidad. Obama no parece estar de acuerdo con esa famosa frase del general argentino Martín Balza, que en su autocrítica por los crímenes de la dictadura dijo: “Delinquen quienes cumplen órdenes ilegales”. De esa manera, el mandatario mantuvo la excepcionalidad de la CIA dentro de la estructura de seguridad de los Estados Unidos. Mientras docenas de soldados estadounidenses han sido acusados y condenados de crímenes de guerra, Obama ha continuado la política de Estado de bloquear cualquier intento de llevar a la justicia a un agente de la CIA por crímenes cometidos en suelo extranjero.
Como Alfonsín, Obama prefirió privilegiar el componente de verdad por sobre el componente de castigo, amparando a los autores materiales para aislar a los intelectuales. Aunque ambos eligieron honrar el principio de la obediencia debida, la situación que enfrenta Obama no es la misma que vivió el entonces presidente argentino en 1983. Obama debe lidiar con operarios de una agencia civil, como es la CIA, dentro una democracia consolidada, como es Estados Unidos, por torturas que aplicaron con autorización legal fuera del país contra ciudadanos extranjeros que siguen vivos. A Alfonsín le tocó actuar bajo amenaza de golpe, ante crímenes clandestinos cometidos por el conjunto de las fuerzas armadas, contra argentinos dentro de la Argentina, la gran mayoría de los cuales fueron asesinados y desaparecidos.
Pero existen puntos de contacto entre los dos casos. El manual de torturas estadounidense se tomó de un programa de la CIA llamado SERE, “Survival, Evasion, Resistance and Escape”. Se trata de un plan de entrenamiento que había sido desarrollado para enseñar a los agentes en riesgo de ser capturados por tropas chinas o soviéticas. En el entrenamiento aprenden a resistir torturas como la imsomnia, la desnudez, la humillación sexual, temperaturas extremas y posturas incómodas durante horas, todo bajo la supervisión de psicólogos militares. Uno de los instructores de SERE, Malcolm Nance, escribió en un blog de defensa hace dos años que en los ’80 le tocó actualizar el manual para incorporar técnicas de tortura utilizadas en Medio Oriente, América latina y el sudeste asiático. Según Nance, entre los materiales utilizados para la actualización se destacó el testimonio de las víctimas argentinas de la última dictadura militar. “En el proceso estudié cientos de informes clasificados y docenas de testimonios autobiográficos de cautivos desde la guerra de la independencia (de Estados Unidos) hasta la Guerra Sucia de la Argentina”, escribió el instructor.
Por eso no sorprende que el relator especial de la ONU contra la tortura, Manfred Nowak, afirmara que la defensa de Obama de los torturadores de la CIA constituye una violación del Derecho Internacional. “Estados Unidos, como todos los demás Estados firmantes de la Convención contra la Tortura de la ONU, debe abrir una investigación penal en los casos de tortura y procesar a todas las personas contra las que haya pruebas concluyentes”, afirmó Nowak al diario austríaco Der Standard. El relator dobló la apuesta al declarar que no cree que Obama llegue a aprobar una ley de amnistía para el personal de la CIA implicado, por lo que los tribunales estadounidenses podrían juzgar a los sospechosos de haber cometido torturas. Nowak también apoyó la formación de una comisión independiente y destacó la importancia de que las víctimas sean resarcidas.
A los dichos de Nowak habría que agregar que la doctrina Obama de obediencia debida apenas tiene el sustento de una opinión presidencial, que puede cambiar en cualquier momento. No existen leyes del Congreso ni fallos judiciales ni comisiones de la verdad que respalden el indulto verbal del presidente.
Por eso la directiva de Obama parece haber nacido con fecha de vencimiento, tal como ocurrió con las leyes latinoamericanas de impunidad que la precedieron. Mientras tanto, se abre una interesante oportunidad, la de apurar el desfile por tribunales de los secuaces de Bush.
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