Rebecca Solnitt
Sin permiso
"¿Tenemos un plan, gentes?", preguntan Ehrenreich y Fletcher. Los tenemos a miles, y los han ido poniendo por obra de manera espectacular en las últimas décadas cooperativas hortícolas y de cuidado infantil, vías ciclistas y mercados granjeros. Y tantas otras formas de hacer las cosas de manera diferente y mejor. La idea subyacente a todas ellas no es ni socialista de Estado ni capitalista granempresarial, sino humana, local y socialmente controlable: anarquista, básicamente, como en la democracia directa. La revolución existe por doquiera, en pequeñas dosis. Pero no se ha hecho mucho para conectar sus dispersos nódulos. Necesitamos decir que estamos rodeados de alternativas realizadas; necesitamos teorizar su ideario subyacente y sus posibilidades. Pero necesitamos empezar confiados en que la revolución ha estado entre nosotros durante un buen tiempo, y que, a trechos, y en modestas dosis, ha sido un éxito. Convenientemente ampliada y clarificada, podría subvenir a muchas de las más urgentes necesidades que la depresión trae consigo.
Si los anarquistas y los neoliberales tuvieron alguna vez una cosa en común, fue un interés en hacer retroceder al estado del que los socialistas esperaban soluciones. Es verdad que ahora mismo, a una escala lo suficientemente grande como para librarnos del coñazo de las grandes corporaciones internacionales y de los mercados internacionales, no existe sino el Estado. Mas, precisamente: una de las grandes cuestiones para el largo plazo es el problema de la escala. Lo pequeño no siempre es bello, pero lo grande más allá de todo control social, y aun de toda comprensión, se hizo loco, además de feo.
Sin permiso
Barbara Ehrenreich y Bill Fletcher escriben (texto publicado en este Blog), desolados, que se suponía que tenía que darse una revolución. Pero lo cierto es que hubo y hay una revolución, sólo que no la revolución que imaginaban los socialistas y el grueso de los radicales sesentaiochescos. La Revolución Sandinista de hace 30 años podría haber sido la última de ese tipo. Las revoluciones que han contado desde entonces han estado menos interesadas en hacerse con el poder del Estado, que en sortearlo para convertirse en otro tipo de gentes que hacen otro tipo de cosas, sin permiso del Estado. La quinceañera revolución zapatista, que jamás buscó el poder estatal y que (a pesar de un asedio constante) jamás fue derrotada, es la revolución de nuestro tiempo, o, en realidad, sólo la más espectacular de un sinnúmero de revoluciones en las que se vieron envueltas poblaciones nativas indoamericanas, campesinos indígenas, cooperativas surafricanas, luchas por el puesto de trabajo en Argentina y comunidades utópicas europeas.
En los EEUU, el ámbito más obvio es que eso se trasluce es el de la alimentación y la actividad agropecuaria. La agricultura orgánica, la urbana, la comunitariamente asistida y la guerrillera son constituyen todavía partes relativamente menores de la imagen de conjunto, pero existen: son una rebelión contra la forma de producir de las grandes empresas transnacionales del agroegocio y, en general, del capitalismo. Esa rebelión se da en el vasto espacio abierto de Detroit, en las granjas intraurbanas de West Oakland, en los exitosos jardines y albergues públicos de Alemany Farm en San Francisco, en Growing Power en Milwaukee y otros muchos lugares esparcidos por todo el país. Son oros tantos golpes asestados a la alienación, a la miseria sanitaria, al hambre y a otros males; y asestados, no con armas, sino con palas y semillas. En el mejor de los casos, atender al propio huerto monta tanto como atender a la propia comunidad, y eventualmente, llegar a ser una vía de entrada a la esfera pública, no una vía de salida.
En los EEUU, el ámbito más obvio es que eso se trasluce es el de la alimentación y la actividad agropecuaria. La agricultura orgánica, la urbana, la comunitariamente asistida y la guerrillera son constituyen todavía partes relativamente menores de la imagen de conjunto, pero existen: son una rebelión contra la forma de producir de las grandes empresas transnacionales del agroegocio y, en general, del capitalismo. Esa rebelión se da en el vasto espacio abierto de Detroit, en las granjas intraurbanas de West Oakland, en los exitosos jardines y albergues públicos de Alemany Farm en San Francisco, en Growing Power en Milwaukee y otros muchos lugares esparcidos por todo el país. Son oros tantos golpes asestados a la alienación, a la miseria sanitaria, al hambre y a otros males; y asestados, no con armas, sino con palas y semillas. En el mejor de los casos, atender al propio huerto monta tanto como atender a la propia comunidad, y eventualmente, llegar a ser una vía de entrada a la esfera pública, no una vía de salida.
"¿Tenemos un plan, gentes?", preguntan Ehrenreich y Fletcher. Los tenemos a miles, y los han ido poniendo por obra de manera espectacular en las últimas décadas cooperativas hortícolas y de cuidado infantil, vías ciclistas y mercados granjeros. Y tantas otras formas de hacer las cosas de manera diferente y mejor. La idea subyacente a todas ellas no es ni socialista de Estado ni capitalista granempresarial, sino humana, local y socialmente controlable: anarquista, básicamente, como en la democracia directa. La revolución existe por doquiera, en pequeñas dosis. Pero no se ha hecho mucho para conectar sus dispersos nódulos. Necesitamos decir que estamos rodeados de alternativas realizadas; necesitamos teorizar su ideario subyacente y sus posibilidades. Pero necesitamos empezar confiados en que la revolución ha estado entre nosotros durante un buen tiempo, y que, a trechos, y en modestas dosis, ha sido un éxito. Convenientemente ampliada y clarificada, podría subvenir a muchas de las más urgentes necesidades que la depresión trae consigo.
Si los anarquistas y los neoliberales tuvieron alguna vez una cosa en común, fue un interés en hacer retroceder al estado del que los socialistas esperaban soluciones. Es verdad que ahora mismo, a una escala lo suficientemente grande como para librarnos del coñazo de las grandes corporaciones internacionales y de los mercados internacionales, no existe sino el Estado. Mas, precisamente: una de las grandes cuestiones para el largo plazo es el problema de la escala. Lo pequeño no siempre es bello, pero lo grande más allá de todo control social, y aun de toda comprensión, se hizo loco, además de feo.
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