Sin permiso
En el desapacible invierno de 1929-30, antes de que la Gran Depresión tuviera siquiera nombre, varios centenares de miembros de la Liga de Jóvenes Comunistas, inspirados en el milenarista espíritu del "Tercer Período" de la Komintern, trataron de lanzar una insurrección nacional contra el desempleo y los desahucios. Dirigidos por guerreros de clase como el ventisieteañero Steve Nelson y la dieciseisañera Dorothy Healy (entonces, Rosenblum), no tardaron en ganarse las celdas carcelarias y las palizas que eran el habitual salario que acostumbraba a recibir la libre expresión en la Norteamérica libre de sindicatos.
Pero, como los wobblies de la generación anterior a la suya, o como los SNCC [Comité coordinador estudiantl no violento] de la generación que les siguió, los jóvenes comunistas de la Liga tenían una "audacia para la revuelta" –que se me perdone por el juego de palabras— que se compadecía muy bien con un ansia, crecientemente desesperada, de cambio; en este caso, en las viviendas y en las fábricas. Lo que en diciembre de 1929 eran pequeños nudos de gentes encolerizadas en torno a tribunas callejeras improvisadas, pronto creció hasta convertirse en protesta organizada de centenares de personas en enero de 1930, que, a su vez, inflamada por ocasionales muestras de brutalidad policial, desembocó en febrero en marchas de millares. El 6 de marzo de 1930 –Día Internacional del Desempleo—, los polis se emplearon a fondo en muchas ciudades contra manifestaciones de desempleados. No menos de diez mil provocaron disturbios en Cleveland, mientras que en Union Square, una desmedida carga policial contra una muchedumbre de 35.000 personas generó la mayor batalla callejera conocida en Nueva en Nueva York desde 1863.
La militancia del movimiento de trabajadores desempleados pronto se vio acompañada por campañas anti-desahucio que solían trocar en acciones de guerrilla barrial. La tendencia "ultraizquierdista" de esas protestas, huelga decirlo, fue común y rutinariamente condenada por la izquierda moderada, pero, como acertadamente señaló Irving Bernstein en su ya clásica historia de los primeros tiempos de la Gran Depresión (The Lean Years, 1960), precisamente esas protestas, y no las columnas de opinión o los discursos de los políticos, fueron el catalizador que generó un debate nacional en serio sobre el desempleo:
"Las cabezas sangrantes hicieron pasar el desempleo de noticia menor a titular de primera plana en todos los periódicos importantes de todas las ciudades importantes de los EEUU. Nadie podía permitirse ya seguir ignorando el problema. Las fuerzas no comunistas que buscaban aliviar el desempleo y crear empleo salieron fortalecidas."
Ya sé que en nuestros días no es de recibo alabar al Partido Comunista de los EEUU en su momento de mayor sectarismo, ni aplaudir tácticas extremadamente pugnaces, capaces de provocar la respuesta violenta de las autoridades. Pero si los nuestros son tiempos apocalípticos que bordean el final, si es verdad que el cambio social corre el riesgo de llegar "demasiado tarde", según destacó una y otra vez nuestro nuevo presidente en un brillante discurso de campaña aludiendo a otro discurso pronunciado por Martin Luther King en 1967, entonces estamos obligados a ser tan directos y expeditos –"menos grano y más desorden"— como nuestros ancestros populistas y socialistas: necesitamos los desórdenes.
En mi opinión, eso pasa, por lo pronto, por reconocer que no hay soluciones realistas a la actual crisis planetaria. Ninguna. Una transición pronta y pacífica hacia una economía de bajas emisiones de carbono y a un capitalismo de Estado racionalmente regulado no es, ahora mismo, más probable que la realización de un anarquismo barrial capaz de conectar espontáneamente y a escala planetaria las distintas comunidades. Quien se limite a hacer extrapolaciones a partir de la actual correlación de fuerzas, lo más probable es que llegue a un bárbaro equilibrio de triaje, fundado en la extinción de la parte más pobre de la humanidad.
Por mi parte, estoy convencido de que el socialismo/anarco-comunismo –el imperio del mundo del trabajo a escala planetaria— es nuestra única esperanza. Pero es condición epistemológicamente necesaria para que se produzca un debate estratégico y programático serio en la izquierda la elevación de la temperatura en las calles de todo el mundo. Sólo la resistencia puede despejar y aclarar el espacio conceptual que se precisa para sintetizar el significado de las utopías de pequeña escala y sin Estado propugnadas por Rebecca Solnitt (postado a continuación) con la grande, confusa y enlodada pero heroica herencia legada por dos siglos de luchas obreras y anticoloniales contra el imperio del capital.
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