Benjamin Barber
Sin permiso
El conocido teórico norteamericano de la democracia republicana radical Benjamin Barber argumenta en este artículo que las raíces de la turbulencia financiera se encuentran también en el déficit democrático. Restablecer la confianza cívica resulta crucial para que funcionen la economía en una sociedad democrática.
Los remedios económicos de la crisis fiscal siguen frustrando a quienes los respaldan políticamente. En ese Lunes Negro en el que el Congreso se negó a aprobar el plan de rescate de 700.000 millones de dólares, el mercado se desplomó 477 puntos. Unos cuantos días después, cuando el Congreso dio marcha atrás y aprobó el rescate de los 700.000 millones, el mercado cayó casi 800 puntos. Desde entonces ha ido dando vueltas con furia, llevando a los mercados de Gran Bretaña, Europa continental y Asia hacia el abismo. ¿Qué es lo que sucede, una crisis del capital económico o de confianza fiscal?
Ninguna de las dos cosas exactamente. Como deja en evidencia la histeria global, está en juego la confianza, pero no la confianza puramente fiscal o económica. Desapalancar los bancos, asegurar los depósitos, penalizar a los directivos y socializar el riesgo no basta para lo que hace falta porque la confianza es en última instancia política, y más concretamente, democrática. La confianza es una forma crucial de capital social, un reconocimiento del terreno común en el que nos movemos como ciudadanos. Es el pegamento que mantiene unidos a productores y consumidores rivales y les permite hacer los negocios que de otro modo acabarían con ellos. Mientras que toda la clave del mercado estriba en la competencia, en el egoísmo y el narcisismo como instrumentos de cálculo del mercado.
Sin embargo, el obscuro secretillo es que el capitalismo de mercado sólo funciona cuando puede nutrirse de forma parasitaria del capital social democrático activo. Cuando fallan demasiadas hipotecas y demasiados bancos se ven presionados y se vende demasiado papel de mala calidad y demasiados hedge funds no se dan cuenta de lo que han comprado y el crédito se congela y los valores se tambalean, aparece el déficit de confianza. Y ninguna dosis de ajuste fiscal, empuje del gobierno, reforma bancaria, resuelto desapalancamiento o retórica presidencial o ministerial pueden llenar este déficit democrático.
Porque el secreto de la mano invisible no es el capital económico sino el capital social. Adam Smith sabía que los sentimientos morales no son menos importantes para asegurar la riqueza de las naciones que los mercados de capital. La crisis de liquidez es una crisis política; el déficit crediticio es un déficit democrático. Porque la confianza es el capital social que permite la transacción del capital privado, que se respeten los contratos, que se mantengan las promesas, que se cumplan las expectativas. La democracia es el océano común en el que se mantienen a flote todos esos barcos en competencia del mercado y sus pendencieros marineros fiscales.
De manera que, aunque son los malos préstamos, y los banqueros avaros, y los estúpidos gestores de los hedge funds, y los inversores ignorantes, los que han organizado este desastre, han sido cuatro décadas de desdemocratización las responsables del verdadero daño. Una hemorragia de capìtal social de la que nadie se daba cuenta porque se suponía que el gobierno era el problema y los mercados la solución. El thatcherismo desbocado y el exuberante reaganismo lanzaron sus invectivas contra el gobierno hasta disuadir literalmente a los ciudadanos respecto a la democracia.
El gobierno era presuntamente el malvado, sólo que el gobierno no era más que la herramienta de la democracia, no muy eficiente siempre y a menudo insuficientemente responsable, pero herramienta de la democracia, no obstante. Y el verdadero producto de la democracia era la confianza. A medida que la guerra contra el gobierno se convirtió en guerra contra la democracia, iba secando el pozo del capital social y erosionaba la confianza, provocando que los ciudadanos perdieran la fe en los demás y en su poder de gobernarse a sí mismos. ¿Por qué tendrían que confiar ahora los consumidores en los bancos? ¿O confiar los banqueros unos en otros? ¿O confiar los inversores en el mercado de valores? ¿O fiarse cualquiera en absoluto del presidente de los EE.UU o de su Secretario del Tesoro o de los miembros del Parlamento o del Congreso que no se fían de su propia dirección?
La confianza es a la vez preciosa y precaria, fundacional pero frágil. No hay apalancamiento sin confianza. No hay mercado de viviendas sin fe. No hay mercado de valores sin fidelidad. No hay comercio internacional sin fiabilidad. Todos son productos del capital social, todos víctimas del "nexo del dinero" que Marx asociaba con la esencia del capitalismo. Porque el capitalismo tiene sus raíces en el egoísmo y el propio interés y se consagra necesariamente al bienestar de los accionistas y no a los bienes comunes, y de este modo es incapaz de generar la confianza de la que depende. La salida de la crisis exige algo más que sostener a los bancos y bombear miles de millones al mercado crediticio congelado. Significa que los consumidores deben ser también ciudadanos si van a respetarse contratos, promesas e hipotecas.
¿La lección? El remedio hoy en día no estriba simplemente en desapalancar sino en redemocratizar. Seguirá recrear el capital social y la confianza. Entonces, y sólo entonces, se calmarán los mercados y las entidades crediticias prestarán de nuevo, los inversores invertirán otra vez, los consumidores volverán a adquirir viviendas y -con la economía privada subordinada una vez más al bien público- la prosperidad será de nuevo posible, disciplinada por la confianza cívica y la justicia democrática.
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