El Mostrador
En la actualidad existen pocas opiniones que nieguen la existencia del cambio climático y probablemente entre quienes admiten este axioma exista un grupo un poco menor que reconozca que dicho cambio tiene su principal fuente en los procesos productivos y la actividad desarrollada por la humanidad desde mediados del siglo XIX, es decir, de aquello que se ha convenido en llamar la dimensión antropogénica del cambio ambiental global.
Sin embargo, a pesar de su incontestable presencia en la sociedad contemporánea, el cambio climático no ha sido internalizado ni por la sociedad ni por los individuos como un factor que coloca en serio riesgo la continuidad de nuestra especie. Es como si el fenómeno del efecto invernadero y el calentamiento global que se constata en diversos eventos y desastres climáticos -huracanes, tornados, ciclones, inundaciones, lluvias torrenciales, deshielo de los polos y aumento del nivel del mar, sequía y desertificación- no fuera asumido conscientemente como algo que está y continuará afectando la vida del planeta en el largo, mediano y hasta en el corto plazo.
Es una contradicción entre lo que sabemos y la actitud concreta que tomamos como personas y comunidades para mitigar o compensar los efectos deletéreos de las catástrofes climáticas que se presentan de manera cada vez más frecuente en los diversos rincones de la tierra. Es lo que el sociólogo inglés Anthony Giddens ha definido como la “paradoja de Giddens”. Esta paradoja consistiría en una postura que tendrían las personas en su comportamiento diario, en donde pese a la certeza del impacto que el calentamiento global podría tener sobre nuestras vidas, continuamos deslumbrados por llevar una vida de consumo ilimitado, impulsado por satisfactores inventados para proporcionar una felicidad de corto plazo. Y precisamente debido al hecho de que estos cambios no son palpables, inmediatos, concretos o visibles, hace que, en general, nos comportemos pasivamente ante una situación de indudables y nefastas consecuencias sobre la vida del planeta. La paradoja de Giddens nos confronta con un horizonte incierto, quizás el mayor desafío que debe encarar la humanidad: la perdida acelerada de biodiversidad y la extinción de muchas especies indispensables para mantener los equilibrios de los ecosistemas. A pesar de todas las evidencias acumuladas a la fecha, la mayoría de la gente continúa consumiendo bastante más de lo estrictamente necesario y apostando a que el planeta va a encontrar los mecanismos para auto-regularse, reestablecer su equilibrio sistémico y mantener su capacidad de reproducción de vida.
Por lo mismo, es fundamental que exista una política activa de educación ambiental que se proponga formar una consciencia lúcida sobre los riesgos del actual patrón de desarrollo, especialmente orientado hacia las generaciones más jóvenes, forjando ya a partir de la infancia una conciencia ciudadana sobre las nefastas consecuencias que tiene sobre el conjunto de la humanidad el uso desmedido de los recursos naturales y la generación exponencial de desechos sobre la tierra. Ello implica también prepararse para los desafíos que plantean los futuros escenarios climáticos que se vislumbran cada vez más graves y complejos, a no ser que exista un giro radical de nuestra insana obsesión por el productivismo y el crecimiento y nuestra compulsión por el consumo.
En ese marco, la educación ambiental debe propiciar un cambio en el modelo de desarrollo hacia un estilo que permita generar un consumo moderado que sea compatible con las capacidades de reproducción y supervivencia de los ecosistemas y, por lo tanto, solidario con el medio ambiente. Por lo mismo, pensamos que el reciente anuncio realizado por el ejecutivo de incorporar en la malla curricular escolar la disciplina de “Cambio climático” representa un avance importante en la política pública, permitiendo en definitiva que “la educación ambiental marque la diferencia y cada vez más personas estén comprometidas con el cuidado y con la protección del medio ambiente”.
Sin embargo, no es suficiente que la preocupación con la educación ambiental sea una tarea solo de los gobiernos nacionales y locales. La ciudadanía también tiene que asumir un papel más activo y responsable con relación al cuidado del medio ambiente. Por cierto, la educación ambiental es una herramienta esencial que facilita este proceso de toma de conciencia, aunque ello posteriormente debería ser replicado en diversas instancias de la vida comunitaria. Es la conciencia de que nuestro actual modelo de vida, de desplazamiento, de uso de energía, de apropiación de los bienes comunes, está colaborando ostensiblemente en la aceleración del calentamiento global y el cambio climático. Como señalaba hace años atrás la economista Elinor Ostrom, la problemática del cambio climático debería ser enfrentada a través de una perspectiva multiescalar, en la que se articulen las acciones surgidas desde el ámbito de los macro acuerdos multilaterales -como las Conferencias de las Partes- hasta las pequeñas acciones cotidianas realizadas por los ciudadanos y las comunidades locales. Desde esa perspectiva, la educación ambiental juega y deberá desempeñar un papel central en los esfuerzos por transformar el comportamiento y estilo de vida de los ciudadanos, potenciando la capacidad crítica da las personas y formando millones de agentes comprometidos con la mitigación y resiliencia al cambio climático, así como con un ethos global que restituya la relación de respeto y cooperación entre los seres humanos y la naturaleza.
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