La Jornada
Finalmente, Estados Unidos tiene a México donde quería: en la fase de colombianización. Es decir, al borde de una intervención larvada y por etapas del Pentágono. Pasaron 13 años desde que el entonces secretario de Defensa estadunidense William Perry dijera ante 10 mil soldados y cadetes y la plana mayor de las fuerzas armadas mexicanas, en el Campo Militar No. 1, que la seguridad nacional entre su país y México era el tercer vínculo sobre el que ambas naciones cimentarían una relación unida, ya, por lazos políticos y económicos. Desde entonces, la sana distancia que había prevalecido en las relaciones entre los ejércitos de Estados Unidos y México comenzó a acortarse, y los últimos residuos de nacionalismo castrense cedieron paso a una remozada doctrina contrainsurgente de cuño estadunidense, que tomó como el enemigo interno al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y al Ejército Popular Revolucionario (EPR), y en años recientes a los ejidatarios de Atenco y La Parota y los pueblos de Oaxaca.
Con la coartada de la soberanía limitada y la seguridad democrática, valiéndose de eufemismos tales como la cooperación militar y las acciones mancomunadas de las fuerzas armadas de ambos países contra los cárteles de la droga, el intervencionismo bueno del Pentágono no será ahora con bombas, misiles y proyectiles, sino con asesores, agentes encubiertos y mercenarios (que bajo la fachada de contratistas privados de seguridad serán los encargados del trabajo sucio en la guerra de Felipe Calderón contra los malos).
Todo eso ya existe, claro. Pero se intensificará con la ampliación de la llamada Iniciativa Mérida, que al final resultó que era el Plan México disfrazado, símil del fracasado Plan Colombia, según reveló sin aspavientos Michael Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto de Estados Unidos. Y cosa curiosa: Mullen, el militar de más alto rango de la administración de Barack Obama, cuyo comando había identificado a México como un Estado fallido próximo a un colapso rápido y repentino, y por tanto sujeto de una intervención militar de Estados Unidos, no acaparó las primeras planas a su paso por México.
La razón es obvia: ya había hecho su tarea. La guerra de intoxicación mediática que arreció en vísperas y tras la asunción de Obama en la Casa Blanca en enero pasado, en la que participaron el presidente saliente, George W. Bush (México, primera línea de guerra), el jefe del Pentágono, Robert Gates, y los titulares de los principales organismos de seguridad e inteligencia de la administración demócrata (CIA, FBI, DEA, Seguridad Interna) lograron construir la noción de México como Estado fallido, para el aterrizaje suave, ahora, de la ayuda invasora que salvará a México de los malos.
Como en la ex Yugoslavia –balcanizada en siete pequeñas naciones por la alianza occidental comandada por Estados Unidos–, y después del 11 de septiembre de 2001 en Afganistán, Irak, Pakistán, Irán, Venezuela, Cuba, Bolivia y otros puntos calientes del orbe, Washington libra una guerra asimétrica contra México, con apoyo de sus alfiles locales. La guerra infinita de Bush contra el terrorismo –un enemigo sin fronteras– fue impuesta a Canadá y México por conducto de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN, 2005), y ante los fracasados intentos por fabricar una narcoguerrilla creíble, bajo el calderonismo adquirió la forma de una guerra a los cárteles de la droga, como elemento idóneo para la construcción social del caos y el miedo.
En ello han venido trabajando, sin éxito aparente por ahora, expertos en detonar desenlaces sociales y políticos mediante operaciones de guerra sicológica orientadas a direccionar y controlar la conducta social masiva.
La guerra asimétrica o de cuarta generación es descentralizada, dispersa y utiliza escenarios combinados sobre un territorio. En su desarrollo se borran las fronteras entre el soldado y los civiles, entre los campos de batalla y la seguridad urbana, y adquiere la forma de una violencia social extrema y sin orden aparente de continuidad. Elementos que están presentes en el México actual, un día en Ciudad Juárez, otro en Uruapan o Reynosa, otro más en Cancún o La Marquesa.
Dado que el empleo planificado de la propaganda y el uso de tácticas y estrategias de control social mediante la manipulación informativa y la acción sicológica le son consustanciales, en este tipo de guerra los medios de difusión masiva son los nuevos ejércitos de conquista. El bombardeo militar es sustituido por el bombardeo mediático. Las consignas y las imágenes sustituyen a las armas de destrucción masiva. Sólo que las consignas de Calderón en pro de una cruzada masiva contra los malos (vamos ganando por goleada, “negociar con el narco, idea estúpida”, sin esta guerra el próximo presidente sería narcotraficante) y las imágenes con montañas de decapitados desnudos y otras expresiones de violencia extrema, así como la operación limpieza de malos funcionarios (impuesta por el Congreso bipartidista de Estados Unidos para liberar los fondos del Plan México) y los llamados a los comunicadores a ejercer un periodismo patriótico no prenden todavía en las audiencias objetivo del mensaje.
En el fondo, se busca anular la capacidad de pensar. Son consignas dirigidas a destruir el pensamiento reflexivo (información-procesamiento-síntesis) y a sustituirlo por una sucesión de imágenes sin resolución de tiempo y espacio (alienación controlada). El objetivo es que la gente no piense información (el qué, por qué y para qué de cada noticia), sino que consuma órdenes sicológicas direccionadas, de manera acrítica y pasiva. Cuando los medios bombardean a Bin Laden o Al Qaeda, se están consumiendo consignas de miedo asociadas con el terrorismo islámico. Igual ocurre con Los Zetas y otras fabricaciones en México. Sólo que aquí es una guerra de malos contra malos en un Estado fracasado. Y para que México no colapse, Obama ya enviará a sus marines. A eso vino el almirante Mullen.
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