Con el telón de fondo de la denominada guerra contra el narcotráfico que ha emprendido el gobierno federal, se han recrudecido las expresiones de violencia en distintas localidades de la frontera norte del país –Reynosa y Nuevo Laredo, en Tamaulipas; Ciudad Juárez, en Chihuahua, y Tijuana, en Baja California, por mencionar sólo algunas– y se ha profundizado el clima de creciente tensión e ingobernabilidad que prevalece en esa región.
Ante un escenario dominado por las cuotas diarias de ejecuciones, levantones y balaceras –ya sea entre las bandas criminales o entre éstas y elementos de la fuerza pública–, el calderonismo no ha podido o no ha querido ensayar una respuesta diferente que el mantenimiento de la misma política de supuesta seguridad que ha seguido desde hace más de dos años, y la defensa de un discurso cuya premisa fundamental es la necesidad de confrontar, cada vez de forma más violenta, a los cárteles de las drogas. Es ilustrativa, al respecto, la decisión oficial de enviar otros 5 mil militares a Ciudad Juárez, apenas unos días después del atentado en contra del gobernador de Chihuahua, José Reyes Baeza.
No puede pasarse por alto, en cambio, que la crisis de seguridad que se vive en esa región difícilmente se podrá contrarrestar con medidas exclusivamente policiales o con el despliegue de efectivos militares, pues tal deterioro es saldo de una profunda descomposición del entramado social a lo largo de toda la franja fronteriza, entre cuyas causas destacan el desempleo, la pobreza, el abandono del campo, la migración económica, la desigualdad y la indiferencia e incapacidad del Estado mexicano para hacer frente y resolver estos problemas. Estos elementos, en conjunto, han hecho de la frontera norte un caldo de cultivo idóneo para el despegue y el desarrollo de expresiones delictivas como el narcotráfico, actividad extraordinariamente rentable que, hasta donde puede verse, ha ampliado su influencia más allá del traslado de estupefacientes ilícitos. Baste mencionar, como botón de muestra, la enorme influencia que el cártel del Golfo tiene en un porcentaje importante de los procesos productivos y los negocios de Tamaulipas, bastión de esa organización criminal, y los indicios de que ha logrado establecer una basta red económica en la que se cuentan el cobro de cuotas a empresarios y a la población en general a cambio de protección, y el control y operación de bandas dedicadas al tráfico de indocumentados.
Es sabido que el narcotráfico posee, además de un enorme poder de fuego, recursos y capacidad para infiltrar a las corporaciones de seguridad pública y a la institucionalidad política del país. En los últimos años, por añadidura, esa actividad ha adquirido una importante dimensión económica tanto en la frontera norte como en el resto del territorio nacional –los cárteles de la droga emplean a medio millón de personas en el país, según cifras de la Secretaría de la Defensa Nacional–, y no puede descartarse, por desgracia, que otro tanto esté ocurriendo en el ámbito social y que las protestas recientes en contra del Ejército sean impulsadas de manera subrepticia por esas organizaciones. Tales escenarios, por indeseables que resulten, deben ser considerados y analizados por las autoridades, si lo que se quiere es evitar que se consoliden o profundicen.
No puede negarse que el gobierno tiene la obligación de vigilar el cumplimiento de la legalidad y el estado de derecho, así como de garantizar la seguridad pública al conjunto de la población, y que la existencia de expresiones criminales como el narco constituyen lastres para la plena realización de esas tareas. Sin embargo, las autoridades deben actuar con sensibilidad e inteligencia, reconocer las distintas dimensiones de esos fenómenos –la policial, la política, la económica, la social– y atender, en consecuencia, los factores que se encuentran en la base de su surgimiento y desarrollo.
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