La Jornada
La huelga general y manifestaciones callejeras estremecen a Guadalupe y Martinica, “departamentos franceses de Ultramar”, eufemismo que designa a las que han sido dependencias de la metrópoli desde la conquista. Iniciada en Guadalupe (500 mil habitantes) el 20 de enero y en Martinica (400 mil habitantes) el 5 de febrero, los movimientos se organizan en torno a una amplia conjunción de sindicatos y asociaciones ciudadanas en protesta contra la crisis social, agravada por las políticas neoliberales de París.
El costo de la vida en las islas es mucho más alto que en Francia y el desempleo altísimo, sobre todo entre los jóvenes. Las protestas exigen un aumento del salario mínimo, la rebaja de los precios de la canasta básica y de los servicios, derecho al trabajo, a la educación y la salud, pero tras semanas de dilatadas negociaciones con las autoridades y de renuencia de los patronos a ceder, han tomado ya un cariz político. Afloran el sentimiento de independencia y la disputa por el poder político entre la mayoría de la población de origen africano y los llamados béké, exigua minoría blanca descendiente de franceses que controla la economía y el gobierno desde la época colonial. Si a veces suele olvidarse en América Latina que Haití es fundador de la lucha por nuestra primera independencia, con más frecuencia ocurre respecto a Guadalupe y Martinica como parte de la historia y cultura que nos une. Allí, aunque aplastados en sus comienzos, se produjeron grandes levantamientos de esclavos a fines del siglo XVIII, al unísono que en Haití.
Ambos territorios poseen también una fecunda historia de luchas obreras y sociales desde el siglo XX. El malestar se ha extendido a las otras dependencias francesas: Guayana, en Suramérica, y la isla de Reunión, cercana a la costa africana del Pacífico sur, donde está convocada la huelga para el 5 de marzo.
Los movimientos guadalupano y martiniqués pueden servir de valiosa experiencia en muchos sentidos a la nueva generación de levantamientos sociales detonados por el monumental trastorno económico iniciado en Estados Unidos. Varios autores respetables concuerdan en que no se trata de otra recesión cíclica y pasajera de la economía capitalista. Es un fenómeno mucho más complejo, de larga e imprevisible duración, una auténtica quiebra civilizatoria impulsada por crisis financiera, económica, alimentaria, energética, militar, medioambiental, institucional y de valores, que interactúan y se retroalimentan entre sí, multiplicándose, extendiéndose y complicándose sucesivamente.
Como correlato, se vaticina la pérdida de decenas de millones de puestos de trabajo, millones de familias sin hogar, hambrunas severas, derrumbe de las economías de muchos países del tercer mundo y postración de segmentos importantes de la población de los países desarrollados. Este desastroso costo social y la tendencia de la mayoría de los gobiernos y de la maquinaria mediática a no reconocer la gravedad del fenómeno mientras “rescatan” a los más ricos en detrimento de sus empobrecidas poblaciones, conduce a una crisis de confianza en las instituciones que llevará a la ingobernabilidad y a inevitables estallidos sociales de gran envergadura. Estos no podrán controlarse por los clásicos procedimientos antimotines y no será extraño que rebasen a las fuerzas armadas, pero si no existen en las sociedades, como en Guadalupe y Martinica, fuerzas capaces de dotarlos de una organización, un programa y una orientación política popular, pueden evolucionar hacia la derecha e incluso hacia modalidades del fascismo o ser muy vulnerables.
La amenaza de violencia parecería inevitable en muchos casos, ya sea fruto de la desesperación o de la necesidad de las masas, de la represión o de eventuales conflictos entre Estados por causas económicas, pero donde existan movimientos populares con organización y claridad de propósitos es más probable que pueda ser conjurada, o al menos encausada a los objetivos del progreso social. En América Latina se ha demostrado en la última década que las demandas populares pueden articularse en movimientos sociales que luchan por vía política, logran acceder al gobierno mediante elecciones y desde allí inician procesos constituyentes de orientación socialista. El socialismo renovado, sostenido desde abajo, es lo único que puede salvar a la humanidad de la debacle que viene.
El costo de la vida en las islas es mucho más alto que en Francia y el desempleo altísimo, sobre todo entre los jóvenes. Las protestas exigen un aumento del salario mínimo, la rebaja de los precios de la canasta básica y de los servicios, derecho al trabajo, a la educación y la salud, pero tras semanas de dilatadas negociaciones con las autoridades y de renuencia de los patronos a ceder, han tomado ya un cariz político. Afloran el sentimiento de independencia y la disputa por el poder político entre la mayoría de la población de origen africano y los llamados béké, exigua minoría blanca descendiente de franceses que controla la economía y el gobierno desde la época colonial. Si a veces suele olvidarse en América Latina que Haití es fundador de la lucha por nuestra primera independencia, con más frecuencia ocurre respecto a Guadalupe y Martinica como parte de la historia y cultura que nos une. Allí, aunque aplastados en sus comienzos, se produjeron grandes levantamientos de esclavos a fines del siglo XVIII, al unísono que en Haití.
Ambos territorios poseen también una fecunda historia de luchas obreras y sociales desde el siglo XX. El malestar se ha extendido a las otras dependencias francesas: Guayana, en Suramérica, y la isla de Reunión, cercana a la costa africana del Pacífico sur, donde está convocada la huelga para el 5 de marzo.
Los movimientos guadalupano y martiniqués pueden servir de valiosa experiencia en muchos sentidos a la nueva generación de levantamientos sociales detonados por el monumental trastorno económico iniciado en Estados Unidos. Varios autores respetables concuerdan en que no se trata de otra recesión cíclica y pasajera de la economía capitalista. Es un fenómeno mucho más complejo, de larga e imprevisible duración, una auténtica quiebra civilizatoria impulsada por crisis financiera, económica, alimentaria, energética, militar, medioambiental, institucional y de valores, que interactúan y se retroalimentan entre sí, multiplicándose, extendiéndose y complicándose sucesivamente.
Como correlato, se vaticina la pérdida de decenas de millones de puestos de trabajo, millones de familias sin hogar, hambrunas severas, derrumbe de las economías de muchos países del tercer mundo y postración de segmentos importantes de la población de los países desarrollados. Este desastroso costo social y la tendencia de la mayoría de los gobiernos y de la maquinaria mediática a no reconocer la gravedad del fenómeno mientras “rescatan” a los más ricos en detrimento de sus empobrecidas poblaciones, conduce a una crisis de confianza en las instituciones que llevará a la ingobernabilidad y a inevitables estallidos sociales de gran envergadura. Estos no podrán controlarse por los clásicos procedimientos antimotines y no será extraño que rebasen a las fuerzas armadas, pero si no existen en las sociedades, como en Guadalupe y Martinica, fuerzas capaces de dotarlos de una organización, un programa y una orientación política popular, pueden evolucionar hacia la derecha e incluso hacia modalidades del fascismo o ser muy vulnerables.
La amenaza de violencia parecería inevitable en muchos casos, ya sea fruto de la desesperación o de la necesidad de las masas, de la represión o de eventuales conflictos entre Estados por causas económicas, pero donde existan movimientos populares con organización y claridad de propósitos es más probable que pueda ser conjurada, o al menos encausada a los objetivos del progreso social. En América Latina se ha demostrado en la última década que las demandas populares pueden articularse en movimientos sociales que luchan por vía política, logran acceder al gobierno mediante elecciones y desde allí inician procesos constituyentes de orientación socialista. El socialismo renovado, sostenido desde abajo, es lo único que puede salvar a la humanidad de la debacle que viene.
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