El
pasado fin de semana en un debate con un grupo de amigos y amigas brasileñas,
una compañera, abogada y actriz, argumentaba que el gobierno Bolsonaro no
representa la identidad de Brasil, su música diversa y maravillosa, su arte
popular diseminada en cientos de expresiones regionales y locales, desde la
artesanía de Mestre Vitalino hasta
los trabajos en cuero que se aprecian en Rio Grande do Sul, la poesía romántica
y desenfadada de un Vinicius de Moraes o los versos modernistas de un Carlos
Drummond de Andrade o la novela lirica de una Clarice Linspector. Tampoco este
gobierno representaría, el candomble, la capoeira, la literatura de cordel o el
batuque que retumba permanentemente en barrios y pueblos de este país
continente. Este Brasil que es la patria idolatrada, admirada, no es el país de
los brutos, de aquellos que tienen repulsión por la inteligencia, de los que
atacan a negros, homosexuales y migrantes. Eso no es, de ninguna manera “Nosso Brasil”, concluía mi amiga.
Sin
embargo, este otro Brasil cavernario, que se escondía e invisibilizaba detrás
del rostro amable, festivo y creativo de la nación que encantaba al mundo con
sus músicas, sus bailes, su carnaval y su fútbol-arte, digo este otro Brasil de
las alcantarillas y del odio, de la brutalidad y la grosería también es “Nosso Brasil”. Lamentablemente, hay que hacerse
cargo de ese otro país casi desconocido después del ciclo social demócrata que
se instauró a partir de 1992, luego del impeachment
de Fernando Collor de Melo. Ese Brasil que coexistía en estado larvado en los
rincones olvidados de este gran territorio, que vivía entre los ruralistas del
Pantanal mattogrosense o entre los grupos supremacistas blancos de los Estados
del Sur (Rio Grande, Santa Catarina y Paraná), fue creciendo inclusive entre
los sectores medios de Rio de Janeiro, ciudad de Tom Jobim, Nara Leão, Baden
Powell y del bossa nova, donde surge
políticamente Jair Bolsonaro. Y, sobre todo, es la misma ciudad que lo mantuvo
durante 30 años en el cargo de Diputado Federal, a través de consecutivas reelecciones.
Los
toscos, los prejuiciosos, los predadores también convivían con los brasileños
afables y empáticos en este extenso pedazo de tierra; los burdos, los
ordinarios, los retrógrados eran actores sociales que seguían realizando su
vida lejos de los noticiarios, las revistas y las redes sociales virtuales. Y
existieron antes, por supuesto. No es posible entender el Golpe de 1964 sin
considerar las manifestaciones de esos sectores retardatarios que en la llamada
“Marcha por la familia” imploraban a los militares para lanzarse en la asolada
golpista y destituir al gobierno progresista de João Goulart. No hay que
olvidar tampoco que Brasil es una nación esclavista, cuya marca y herencia
perversa sigue permeando a los sujetos políticos y sociales de la
contemporaneidad, como lo describe con tanto oficio y rigurosidad el
historiador Sidney Chalhoud en su libro “La fuerza de la esclavitud” (A força da escravidão).
Son
los herederos aggiornados de estos
mismos sectores que emergieron de las penumbras y los sótanos de la historia
para conspirar y deponer el gobierno de Dilma Rousseff e instalar a un
vicepresidente traidor y sin cualidades, excepto la de ser un fantoche que
proporcionara el ambiente necesario para nutrir a la serpiente que se estaba
incubando.
El
triunfo de Bolsonaro hace casi 2 años, representó la destrucción del dique
civilizatorio inquebrantable que se pensaba – erróneamente - la nación había
construido para un futuro promisorio. Con él asomó lo peor de la política
brasileña, los acuerdos bajo cuatro paredes, el fisiologismo más abyecto, las
milicias haciéndose cargo de la “seguridad ciudadana”, los pastores evangélicos
enrumbando su ganado hacia el pentecostalismo de la prosperidad, los ministros militares
ignorantes e incompetentes tomando cuenta de casi todos los ministerios, los
predadores destruyendo la selva amazónica, el Pantanal, los páramos, el cerrado
mineiro y la mata atlántica.
Para
el ex embajador y ex Ministro de Hacienda Rubens Ricupero, la imagen simpática
y positiva que tenía Brasil en el concierto internacional de naciones se ha ido
desfigurando hasta transformarse en la actualidad como una triste sombra de lo
que fue en el pasado: “Ahora todo está siendo destruido por nada, sin ganar
nada a cambio. Es algo gratuito, absurdo y sin sentido”.
Ni
esta catástrofe natural ni la tragedia humanitaria causada por el Covid-19 -que
ya suma más de 150 mil fallecidos- parece impactar a los electores del ex
capitán, que actualmente cuenta con el apoyo del 40% de los votantes. Esta es
la verdadera tragedia de Brasil, tener una población que continúa adhiriendo a
un gobierno que se ha propuesto destruir las bases de aquello que intentaba
transformarse en una comunidad de destino más justa y solidaria, con mayores
posibilidades de realización y mejores oportunidades de inclusión por vía de la
educación (Escuela para Todos, PROUNI), la salud (SUS), la vivienda (Minha Casa, Minha Vida), el acceso al
agua (Cisternas para el Semiárido), el consumo básico (Bolsa familia), etc. En
síntesis, en un proyecto que apuntaba hacia la construcción de una Ciudadanía digna
y diversa, que profundizara los logros obtenidos con mucho esfuerzo por las
sucesivas administraciones del Partido de los Trabajadores. Ahora todo aquello
es denigrado como una fórmula del “marxismo internacional” que puso sus garras
en el país. ¡Cuánta ignorancia!!
Ciertamente,
para quienes nos ubicamos en el campo democrático popular, resulta sumamente
decepcionante constatar que existe una parte significativa de la población
brasileña que es incapaz de percibir el tamaño de retroceso y estulticia que encierra
el actual gobierno, personificado en una figura grotesca, perversa y odiosa como
Bolsonaro. Eso implica que no hay que restarse de la autocrítica de como el
país llegó a este punto de degradación y simultáneamente, como pensar los
caminos imperiosos que es preciso edificar para salir cuanto antes de este
atolladero histórico. Hay, por lo tanto, que recuperar el Brasil justo y
empático, este territorio donde también habita “la Alma Grande y Generosa” que
quieren destruir los profetas de la muerte. Esa es una tremenda tarea que hay
que emprender ahora mismo, antes que el país del prejuicio, la ignorancia y la
odiosidad acabe con todos/as sus habitantes y con todas las formas de vida.
Entiendo ahora aquello que mi amiga deseaba expresar y es que Brasil es mucho
más que esa estupidez y agresividad que se aprecia en el día a día de la acción
gubernamental, sus habitantes son mucho más magnánimos y cálidos de toda esa
bazofia que aparece en los discursos oficiales y en las declaraciones aberrantes
del inquilino transitorio del Palacio do
Planalto.
Mientras
tanto, como emulando al general franquista José Millán-Astray, quien le gritó a
Miguel de Unamuno la frase innoble de ¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!,
el ex capitán parece desear lo mismo para Brasil, destruyendo cualquier atisbo
de inteligencia nacional y condenando el país al atraso y la servidumbre, para erigir
malignamente el imperio de la devastación absoluta, el reino de Tánatos, el gobierno de la
necropolítica.
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