El País
Tras el revuelo organizado por el movimiento 25-S ha empezado a acusarse a sus defensores de practicar la antipolítica. Serían, según una versión que suele provenir de la “política institucional”, movimientos similares a los que en los años treinta del siglo pasado acabaron hiriendo de muerte a la democracia liberal. El eslogan que consiguió movilizarlos, Tomemos el Congreso, no fue, desde luego, nada afortunado, como bien sabemos quienes conocimos de primera mano las inmensas dificultades de instaurar al fin en España una democracia parlamentaria. Pero, como ya ocurriera con los seguidores del 15-M, reflejan un estado de ánimo de profundo malestar con la democracia realmente existente que no podemos descalificar sin más. Sobre todo, porque, como pudo verse en la encuesta de Metroscopia del pasado domingo, sintoniza bien con el sentir general de una importante mayoría de los ciudadanos. No es, pues, un movimiento aislado de un supuesto grupo antisistema, sino la expresión de un extendido hartazgo con nuestro funcionamiento institucional que ha de observarse con la máxima atención y respeto.
Podremos estar más o menos de acuerdo con lo que proponen, pero lo que sí que no son estos movimientos es “antipolíticos”, sino todo lo contrario. No hay nada más político y democrático que la divergencia, el cuestionamiento de todo, la contestación. Como decía Bernard Crick en su maravilloso libro En defensa de la política, “la política como actividad merece ser honrada como la clave de la libertad, por encima del comportamiento de los políticos”. Y, añadiríamos, más allá de lo que las instituciones formales de la democracia son capaces de atrapar, integrar o reflejar. Porque este es precisamente el problema, que el sistema ha dejado de conectar con voces y sensibilidades políticas que buscan su acomodo sin encontrar un medio institucional que se lo permita. Esto es lo grave y lo que nos debería hacer pensar. La carga de la prueba recae sobre el sistema de partidos, no sobre quienes se sienten defraudados por él.
El antipoliticismo residiría más bien en la actual reducción de la política a mera gestión tecnocrática, en la expresión de consignas vacías —las campañas electorales cada vez resultan más irritantes y ficticias—, en la falta de valentía para decir la verdad, en priorizar los intereses de partido sobre los intereses generales. Respecto a esto último basta un dato: el 90% de los ciudadanos desean un pacto de Estado para sacarnos de la crisis, como se veía en la encuesta antes mencionada. Silencio. Parece que esto, que expresa un claro interés general, no va con ellos. Luego, si estos políticos se sienten incomprendidos porque los ciudadanos les dan la espalda y se quejan, se arropan en la legitimidad derivada de su condición de ser cargos electos. De acuerdo, no conocemos otro criterio de legitimidad. Pero tan legítima es también la crítica sin paliativos.
El funcionamiento de la democracia institucional se ve desafiado hoy por dos importantes transformaciones que van a condicionar directamente su futuro. La primera es el uso creciente de las nuevas tecnologías, que introducen un ruido inmenso en los habituales canales de la comunicación política y crean un nuevo modelo de interacción política que se escapa a los controles tradicionales. El espacio público se escinde así en una pluralidad de percepciones de lo que ocurre que no puede ser vertebrado ya por los medios de comunicación de siempre. Su característica fundamental es la erosión de toda autoridad a la hora de definir la realidad, y su facilidad para poner en marcha formas de expresividad política que no se dejan reconducir con facilidad a través de las vías partidistas. Esto no las convierte en “antisistema”. Lo que sí hace es poner de manifiesto un nuevo tipo de crítica en los márgenes del sistema que este ya no sabe encauzar. De ahí la importancia de gozar de medios de comunicación sólidos e independientes que sepan conectarlos eficazmente dentro de lo que podríamos llamar una esfera pública unificada.
La segunda transformación, bien perceptible en países postsoberanos como España, es que podemos estar en presencia de la quiebra del pacto socialdemocrático, la asociación de la política formal a criterios de justicia social. Bajo las condiciones de la globalización, una de las partes de dicho pacto, “los ricos”, se han escapado ya del compromiso con el bienestar de todos. Y puede que sea aquí, en la frustración ante un ejercicio de la política incapaz de atender a los más necesitados, donde se exprese de forma más clara la voz de estos movimientos. Atención, porque esto sí que es mucho más difícil de encauzar, es el gran desafío del momento.
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