La Jornada
Luego de que la Secretaría de Marina (Semar) confirmó la muerte del presunto líder de Los Zetas, Heriberto Lazcano, El Lazca, supuestamente abatido por elementos de la Armada el pasado domingo en Progreso, Coahuila, el procurador general de Justicia de esa entidad, Homero Ramos, informó que el cuerpo del presunto narcotraficante había sido sustraído de una funeraria en la ciudad de Sabinas por un grupo armado. Por su parte, el titular del Ejecutivo federal, Felipe Calderón Hinojosa, exaltó la labor de la Semar durante el referido operativo, y se congratuló por el hecho de que, durante su gobierno, "el Estado mexicano ha neutralizado a 25 de los 37 criminales más buscados".
El beneplácito del mandatario ante algo que en estricto sentido es un homicidio –independientemente de que la víctima sea un presunto delincuente presentado por las autoridades como sumamente peligroso y violento– resulta deplorable no sólo desde el punto de vista ético y político: tal actitud muestra el talante de una estrategia de combate a la delincuencia que parece preferir la eliminación física de los presuntos delincuentes que su presentación ante los tribunales correspondientes; que desacredita, en consecuencia, los mecanismos legales de procuración e impartición de justicia, y que exhibe el envilecimiento experimentado por la institucionalidad en el contexto de la actual estrategia de seguridad pública y combate a la delincuencia.
Más allá del deterioro referido y de los despropósitos discursivos, resultan alarmantes la opacidad y el desaseo con que se ha manejado la información oficial en torno al supuesto abatimiento del presunto narcotraficante. Resulta poco comprensible, por decir lo menos, que el operativo para capturar a Lazcano –uno de los dos capos más importantes del país, según las propias autoridades– haya concluido con la entrega inmediata de su cadáver al gobierno de Coahuila –para colmo, sin haber realizado análisis periciales y forenses exhaustivos– y con el posterior hurto del cuerpo por un comando armado. A lo anterior deben añadirse las contradicciones existentes entre las informaciones manejadas por la DEA y la Semar sobre datos tan elementales como la estatura de El Lazca y su fecha de nacimiento, así como la incertidumbre que privó ayer, durante varias horas, en torno a las causas de la "desaparición" del cadáver del presunto narcotraficante.
Tales inconsistencias resultan preocupantes por partida doble: porque al restar verosimilitud a la versión oficial, provocan que cualquier otra resulte creíble a ojos de la opinión pública, lo cual es sumamente peligroso, y porque alimenta las suspicacias de que en el operativo efectuado por la Marina el pasado domingo pudieron haberse cometido irregularidades graves a la legalidad y a la observancia de los derechos humanos.
Lo evanescente de los datos presentados por la autoridad en el caso, obliga a recordar el atropello cometido en junio pasado por el gobierno federal contra dos jóvenes residentes en Zapopan, Jalisco, uno de los cuales fue falsamente señalado como hijo del narcotraficante Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, y cuya captura fue ruidosamente celebrada, en los primeros momentos, por la administración de Felipe Calderón. La ligereza con que se actuó en ambos episodios lleva a preguntarse si el gobierno no está partiendo de la apreciación de que la credulidad social carece de límites y si con ello no está estrechando, en forma acaso irreparable, los márgenes de su propia credibilidad.
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