Público
"Es muy difícil juzgarse a uno mismo", decía Santiago Carrillo a la periodista María Antonia Iglesias en una entrevista de 2005. Más difícil, sin embargo, es tratar de perfilar en unas líneas la personalidad, compleja, larga e intensa como su vida (97 años), del ex secretario general del Partido Comunista de España (PCE) Los calificativos que en las últimas horas le han dedicado muchos de los protagonistas de la vida política española, de una y otra ideología, coinciden en señalar a Santiago Carrillo como un reconciliador decisivo de las dos españas en la etapa de la Transición.
Hubo quien no lo entendió en su día y hubo quien no entiende ahora por qué Carrillo adoptó esa posición de mirar hacia delante, aceptar la Monarquía y aparcar la reivindicación de una tercera República ("El soberano reina pero no gobierna", matizaba) para lograr la legalización del PCE en abril de 1977 de manos del presidente Adolfo Suárez, "un anticomunista inteligente", según el difunto. En esta apuesta, Carrillo tuvo al lado al rey y a Adolfo Suárez; enfrente, a la derecha descendiente del franquismo y al Ejército. Este último, salvo algún nostálgico de la dictadura, fue silenciando su rechazo al comunista tras el golpe de Estado del 23-F de 1981. Golpe en el que, por cierto, Carrillo y Suárez se quedaron dignamente -y con todo el riesgo- sentados a pesar del grito de los golpistas de Tejero, los del "¡Todos al suelo!".
De la ultraderecha en todas sus variedades (mediática, política y social), por el contrario, Carrillo nunca se libró. Hasta ahora, se han escrito libros y artículos; se han lanzado soflamas contra su presunto estalinismo (del que renegó, por cierto, cuando fue consciente de los horrores del Iósif de la brutal Gran Purga soviética y se pasó al eurocomunismo); se le vilipendió en la Universidad al grito de "fascista" (sic) por parte de la ultraderecha,... Y se intentó cargar sobre sus espaldas una y otra vez las matanzas de Paracuellos del Jarama (las cifras nunca oficializadas van de 2.500 a 5.000 fusilados de los detenidos por el bando republicano).
Carrillo se explicó una y mil veces: a él lo nombraron precipitadamente consejero de Orden Público a las pocas horas del levantamiento militar del 18 de julio de 1936 y, cuando el Gobierno republicano abandonó Madrid, dio la orden de que los presos fueran trasladados a Valencia tras aquél. En el camino, y sin que él lo conociera -explicaba-, desviaron los convoyes a Paracuellos y fueron fusilando a los presos durante varios días de sacas. Los cuerpos de las víctimas (militares, curas, población civil,...) acabaron en fosas comunes mientras Carrillo trataba de organizar aquel caos que abría la Guerra Civil española. Hasta hoy, ningún historiador de los muchos que investigaron estos sucesos (desde Ian Gibson a César Vidal, el ariete de Carrillo desde los medios conservadores) encontraron documentos que acrediten definitivamente que Carrillo conocía y participó en los fusilamientos de Paracuellos.
Con todo y paradójicamente, este baluarte de la causa comunista lo fue más durante el golpe militar del 18 de julio y durante los cuarenta años de dictadura que pasó tras él en la clandestinidad del exilio, que cuando se legalizó el PCE en la Transición y el partido tocó techo en España, pues desde entonces nunca recompuso sus filas ni arrastró los votos suficientes para ser una fuerza a la altura de su lucha antifranquista.
El secretario general del PCE se reconcilió con Suárez ("El mejor presidente de España"), con el rey, con Manuel Fraga (ministro de Franco) y hasta con Rodolfo Martín Villa (gobernador de Franco), que fue quien le detuvo tras un soplo del propio Carrillo y le despojó de su famosa y antiestética peluca de la que nunca más se supo. Socarrón como siempre, el asturiano aseguraba a quien le preguntara que la peluca se la debió de quedar el juez como un trofeo de la que consideró alguna oscura guerra. Martín Villa fue quien, junto a mujer de Carrillo (Carmen Menéndez) le organizó una fiesta-sorpresa por sus 90 años a la que asistió el entonces presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero.
Santiago Carrillo apostó por la reconciliación y lo hizo porque creyó que sólo así se abrían las puertas a la Democracia, con la inclusión de todas las fuerzas políticas que quisieran serlo. ¿Que supuso una cesión al franquismo? ¿Que aparcaba la República? ¿Que la derecha salió ganando? ¿Que el rey era el heredero de Franco? "Nunca he participado del criterio de que la Transición fuera modélica", afirmaba, pero se hizo lo que se pudo, según él, para inaugurar la democracia española.
Admirador de Nikita Krushchev, el mandatario ruso que promovió la desestanilización de la URSS; marcado por la lectura de Los miserables de Víctor Hugo y el personaje de Graboche, el niño que muere en las barricadas; fumador empedernido ("El cigarro, un bastón en tiempos difíciles"), y con una adicción aún mayor a la lectura ("No habiendo ido a la Universidad, pienso que lo que me ha permitido ser un hombre culto son las numerosas lecturas que he hecho"), Carrillo fue un activo no-profesional de la política en sus últimos 26 años. De los que no abundan.
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