Gonzalo de la Maza
El Mostrador
Me interesa sobre todo reflexionar sobre la fortaleza relativa que mostramos como sociedad para enfrentar nuestros problemas. Quizás es temprano para evaluar, sin embargo lo que se ve es más debilidad de la esperada. Un país atávicamente obsesivo con el “orden” no logra manejar una crisis del mismo. La respuesta gubernamental parece tardía, mal coordinada e incluso errática por momentos. La provisión de servicios básicos -casi toda en manos privadas- absolutamente colapsada y de lentísima reposición (obviamente no es rentable prever y costear las emergencias). Las comunicaciones, limitadas e ineficientes. La infraestructura básica –la gran prioridad de inversión de los últimos 20 años- con fallas en puntos clave. La organización social pareciera ni siquiera existir para todo efecto práctico de afrontar la crisis (hablo de la primera semana): mucho más visible resulta la consigna de “sálvese quien pueda”. Y finalmente tenemos el asunto de la seguridad y la protección, esa obsesión de la sociedad chilena. No sólo el terremoto y su maremoto consecuente la hacen precaria; más tarde es la propia energía social des/atada la que se vuelve contra sí misma: nosotros mismos somos los saqueadores, nosotros mismos somos los grupo de autodefensa, todos presas de la misma des/esperanza.
Un cartel improvisado en Talcahuano decía “Farkas sálvanos, el gobierno no existe”. Una hipótesis de interpretación del “terremoto social” en la región del Bío Bío indicaría que en ausencia de las garantías básicas que sólo puede proporcionar el Estado -vale decir confianza y derechos- la sociedad debilitada por treinta años de neoliberalismo no es capaz de reproducir el orden mínimo requerido para afrontar un problema como éste. Una sociedad fuerte necesita de un Estado fuerte, y viceversa. Se vieron saqueos –mitad producto de la necesidad, mitad el “aprovechamiento de oportunidades” que nos enseña el mercado como regulador social- pero no se vio la toma de control de un supermercado por parte de fuerzas sociales organizadas. Se vio a la alcaldesa de Concepción denunciar el abandono y anunciar la violencia, pero no se vio autoridades edilicias asumir su rol de gobierno local, por ejemplo requisando alimentos para su justa distribución en la población. Tampoco parlamentarios, intendentes y consejeros regionales, líderes vecinales, dirigentes políticos, empresariales o sindicales asumir la conducción de la emergencia ante la ausencia o la tardanza del gobierno central. Seguramente hay más de lo que muestran los medios de comunicación, convertidos mayoritariamente en amplificadores del espectáculo más que en servicios públicos. Pero aún así la sociedad parece haberse “adelgazado” a niveles críticos que le impiden retroalimentar las líneas caídas de un Estado que ha renunciado a algunas de sus tareas esenciales. Hay que profundizar sobre la “fractura social” y sus consecuencias.
La explicación por la tardanza e indecisión gubernamental pueden ser muchas: el gobierno ya terminaba en 10 días más, estábamos al final de las vacaciones. Pero más allá de eso lo que se ve es la incapacidad del Estado chileno para enfrentar los desafíos que le son propios. Habiendo privatizado la mayoría de los servicios, sólo le queda apelar a la “buena voluntad” de los empresarios para que colaboren con sus fines. Pero ocurre que, como a los propios empresarios les gusta recalcar, ellos no son filántropos ni están para la beneficencia. Han calculado sus costos y sus márgenes de ganancia dentro de las reglas que les fija el sistema político y económico y éstos no incluyen las emergencias como esta. Si es un proyecto inmobiliario, los municipios revisan los papeles, pero no tienen capacidad de supervisar la obra que finalmente se construye. Si es una carretera concesionada, la rentabilidad a 20 años nada dice sobre durabilidad a plazos mayores. Un Estado que renunció a diseñar e implementar sus proyectos, convirtiéndose en un gestor de la inversión privada, debilitó también sus recursos profesionales que actuaban como contraparte pública de las entidades lucrativas. No es pensable en 2010 una epopeya como la del Riñihue en 1960, donde los ingenieros de la CORFO movilizaron a la comunidad para conjurar el riesgo producido por el terremoto. Hoy sólo se pueden hacer reuniones de coordinación para ofrecer estímulos a los privados a ver si eso les satisface lo suficiente para asumir los roles públicos que están abandonados. Pero no hay resortes para tomar control de empresas y servicios de utilidad pública y reorientarlos según la necesidad de la coyuntura. O si existen –como en el Estado de Catástrofe- no se los utiliza.
El terremoto desnudó también mitos de los que nos gustaba enorgullecernos: la mejor conectividad del continente estaba basada en el negocio de los celulares y la penetración de la internet, pero se habían abandonado los recursos comunicativos que realmente sirven en estas situaciones. Al final fue la radio -la vieja y querida radiodifusión amenazada por las grandes fusiones y las cadenas multimediales- la que pudo comenzar a reponer la comunicación mínima indispensable. Imposible no mencionar esa cadena construida “a la antigua” que es Radio Bío Bío: descentralizada, con corresponsales en cuanto pueblo perdido existe en Chile. También las llamadas “redes sociales”, que permiten al menos el acceso del ciudadano de a pie y le dan un amplificador a sus simples demandas y deseos, cumplieron un rol (cuando volvió la electricidad).
La crisis producida por esta catástrofe puede ser interpretada de muchos modos. Si nos conformamos con la idea de déficits de gestión o con creer que un gobierno de “los técnicos” lo hará por definición mejor que uno de “los políticos”, estaremos apenas arañando la realidad (¿no son técnicos los del Servicio Hidrológico y Oceánico de la Armada?). Propongo poner el acento en los roles del Estado, como son la regulación, la provisión de bienes públicos y el aseguramiento de derechos y la indispensable tarea de fortalecer las capacidades de la propia sociedad. Esto requerirá de descentralización y estrategias participativas serias para los asuntos públicos. La tarea se ve difícil cuando hemos dado un viraje a la derecha, encargando a un multimillonario por los problemas de todos. Pero en fin, esa es harina de otro costal, cuyo desarrollo será cuestión del futuro.
El Mostrador
En su excelente libro “Invitación a la Sociología”, Peter Berger plantea que esta disciplina actúa como lo hace un terremoto: echa abajo las fachadas y deja a la vista el interior de casas, oficinas y todo tipo de actividad que normalmente queda oculta. Vale decir la sociedad “por dentro”. En Chile acabamos de sufrir un terremoto de verdad que, junto al dolor y la desgracia, deja al descubierto diversas características actuales de nuestra sociedad que no son visibles en el día a día y que sólo se revelan frente a tensiones extremas como la que estamos viviendo. Caen las fachadas y aparece lo que no se quería o podía ver.
Me interesa sobre todo reflexionar sobre la fortaleza relativa que mostramos como sociedad para enfrentar nuestros problemas. Quizás es temprano para evaluar, sin embargo lo que se ve es más debilidad de la esperada. Un país atávicamente obsesivo con el “orden” no logra manejar una crisis del mismo. La respuesta gubernamental parece tardía, mal coordinada e incluso errática por momentos. La provisión de servicios básicos -casi toda en manos privadas- absolutamente colapsada y de lentísima reposición (obviamente no es rentable prever y costear las emergencias). Las comunicaciones, limitadas e ineficientes. La infraestructura básica –la gran prioridad de inversión de los últimos 20 años- con fallas en puntos clave. La organización social pareciera ni siquiera existir para todo efecto práctico de afrontar la crisis (hablo de la primera semana): mucho más visible resulta la consigna de “sálvese quien pueda”. Y finalmente tenemos el asunto de la seguridad y la protección, esa obsesión de la sociedad chilena. No sólo el terremoto y su maremoto consecuente la hacen precaria; más tarde es la propia energía social des/atada la que se vuelve contra sí misma: nosotros mismos somos los saqueadores, nosotros mismos somos los grupo de autodefensa, todos presas de la misma des/esperanza.
Un cartel improvisado en Talcahuano decía “Farkas sálvanos, el gobierno no existe”. Una hipótesis de interpretación del “terremoto social” en la región del Bío Bío indicaría que en ausencia de las garantías básicas que sólo puede proporcionar el Estado -vale decir confianza y derechos- la sociedad debilitada por treinta años de neoliberalismo no es capaz de reproducir el orden mínimo requerido para afrontar un problema como éste. Una sociedad fuerte necesita de un Estado fuerte, y viceversa. Se vieron saqueos –mitad producto de la necesidad, mitad el “aprovechamiento de oportunidades” que nos enseña el mercado como regulador social- pero no se vio la toma de control de un supermercado por parte de fuerzas sociales organizadas. Se vio a la alcaldesa de Concepción denunciar el abandono y anunciar la violencia, pero no se vio autoridades edilicias asumir su rol de gobierno local, por ejemplo requisando alimentos para su justa distribución en la población. Tampoco parlamentarios, intendentes y consejeros regionales, líderes vecinales, dirigentes políticos, empresariales o sindicales asumir la conducción de la emergencia ante la ausencia o la tardanza del gobierno central. Seguramente hay más de lo que muestran los medios de comunicación, convertidos mayoritariamente en amplificadores del espectáculo más que en servicios públicos. Pero aún así la sociedad parece haberse “adelgazado” a niveles críticos que le impiden retroalimentar las líneas caídas de un Estado que ha renunciado a algunas de sus tareas esenciales. Hay que profundizar sobre la “fractura social” y sus consecuencias.
La explicación por la tardanza e indecisión gubernamental pueden ser muchas: el gobierno ya terminaba en 10 días más, estábamos al final de las vacaciones. Pero más allá de eso lo que se ve es la incapacidad del Estado chileno para enfrentar los desafíos que le son propios. Habiendo privatizado la mayoría de los servicios, sólo le queda apelar a la “buena voluntad” de los empresarios para que colaboren con sus fines. Pero ocurre que, como a los propios empresarios les gusta recalcar, ellos no son filántropos ni están para la beneficencia. Han calculado sus costos y sus márgenes de ganancia dentro de las reglas que les fija el sistema político y económico y éstos no incluyen las emergencias como esta. Si es un proyecto inmobiliario, los municipios revisan los papeles, pero no tienen capacidad de supervisar la obra que finalmente se construye. Si es una carretera concesionada, la rentabilidad a 20 años nada dice sobre durabilidad a plazos mayores. Un Estado que renunció a diseñar e implementar sus proyectos, convirtiéndose en un gestor de la inversión privada, debilitó también sus recursos profesionales que actuaban como contraparte pública de las entidades lucrativas. No es pensable en 2010 una epopeya como la del Riñihue en 1960, donde los ingenieros de la CORFO movilizaron a la comunidad para conjurar el riesgo producido por el terremoto. Hoy sólo se pueden hacer reuniones de coordinación para ofrecer estímulos a los privados a ver si eso les satisface lo suficiente para asumir los roles públicos que están abandonados. Pero no hay resortes para tomar control de empresas y servicios de utilidad pública y reorientarlos según la necesidad de la coyuntura. O si existen –como en el Estado de Catástrofe- no se los utiliza.
El terremoto desnudó también mitos de los que nos gustaba enorgullecernos: la mejor conectividad del continente estaba basada en el negocio de los celulares y la penetración de la internet, pero se habían abandonado los recursos comunicativos que realmente sirven en estas situaciones. Al final fue la radio -la vieja y querida radiodifusión amenazada por las grandes fusiones y las cadenas multimediales- la que pudo comenzar a reponer la comunicación mínima indispensable. Imposible no mencionar esa cadena construida “a la antigua” que es Radio Bío Bío: descentralizada, con corresponsales en cuanto pueblo perdido existe en Chile. También las llamadas “redes sociales”, que permiten al menos el acceso del ciudadano de a pie y le dan un amplificador a sus simples demandas y deseos, cumplieron un rol (cuando volvió la electricidad).
La crisis producida por esta catástrofe puede ser interpretada de muchos modos. Si nos conformamos con la idea de déficits de gestión o con creer que un gobierno de “los técnicos” lo hará por definición mejor que uno de “los políticos”, estaremos apenas arañando la realidad (¿no son técnicos los del Servicio Hidrológico y Oceánico de la Armada?). Propongo poner el acento en los roles del Estado, como son la regulación, la provisión de bienes públicos y el aseguramiento de derechos y la indispensable tarea de fortalecer las capacidades de la propia sociedad. Esto requerirá de descentralización y estrategias participativas serias para los asuntos públicos. La tarea se ve difícil cuando hemos dado un viraje a la derecha, encargando a un multimillonario por los problemas de todos. Pero en fin, esa es harina de otro costal, cuyo desarrollo será cuestión del futuro.
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