segunda-feira, 6 de fevereiro de 2023

Gramsci : un marxismo singular, una nueva concepción del mundo


Yohann Douet
Contretemps

Gramsci tiene el mérito de haber estudiado y puesto de relieve fenómenos sociales que en gran medida la tradición marxista había hecho pasar a un segundo plano.

El marxismo abierto de Gramsci: "una nueva concepción del mundo"

A Antonio Gramsci suele atribuírsele, no sin razón, el mérito de haber estudiado y puesto de relieve fenómenos sociales que en gran medida la tradición marxista había hecho pasar a un segundo plano. Particularmente a través de la noción de hegemonía, Gramsci habría subrayado la importancia del papel de los intelectuales, de la lucha cultural e incluso de la sociedad civil, además de elaborado análisis y reflexiones de gran profundidad sobre la religión, la literatura, el periodismo, el folclore y la lengua, si bien esos otros aspectos de su labor son menos conocidos. Sin embargo, aunque nada de ello se pueda disputar, sí ha dado lugar a interpretaciones divergentes. Por ejemplo, hay quienes han llegado a considerar a Gramsci un “teórico de las superestructuras“ que habría ampliado y enriquecido el marxismo clásico por medio del estudio de nuevos objetos, a la vez que han creído percibir en la particular atención que Gramsci presta a la cultura y a la sociedad civil un alejamiento del marxismo y un giro implícito hacia concepciones liberales.

El nombre de Gramsci aparece igualmente vinculado a novedosas concepciones políticas y estratégicas. En efecto, a ojos de Gramsci, la lucha de clases no se limita a una “guerra de movimientos” cuyo desenlace sería rápidamente zanjado, sino que también consiste en una encarnizada y compleja “guerra de posiciones”, que tiene lugar a largo plazo y conlleva la construcción de una hegemonía alternativa a la de la clase dominante. La guerra de posiciones está ligada al peso de las superestructuras, particularmente fuerte en las sociedades capitalistas más avanzadas.

Gramsci distingue esas sociedades —que denomina “Occidente”— de las sociedades de “Oriente”, donde la sociedad civil, por el contrario, está muy poco desarrollada, y cuyo paradigma es la Rusia anterior a 1917. De ahí que proponga una estrategia adaptada a coyunturas diferentes de aquellas en que los bolcheviques llevaron a cabo sus luchas. Sólo que esos análisis también podrían haberse interpretado en el sentido opuesto: como complemento del marxismo revolucionario o, por el contrario, como cuestionamiento de este último.

En realidad, la reflexión de Gramsci no implica un rechazo, ni siquiera tendencial, del marxismo de Marx, ni tampoco del marxismo de Lenin: más bien constituye un empeño por elaborar su verdadero sentido. Ahora bien, no se trata para Gramsci simplemente de complementar la tradición marxista anterior, por lo demás muy diversa, y cuyas muchas deformaciones somete a crítica. Sería, por tanto, más exacto decir que el pensamiento gramsciano constituye una renovación del marxismo, a la vez fiel y creadora.

Para hablar de lo que es realmente el marxismo, Gramsci utiliza la expresión “filosofía de la praxis” y afirma que se trata de “una nueva concepción del mundo”. A su juicio, esa concepción debe ser capaz de aprehender la historia de forma teórica y práctica, es decir, de hacerla inteligible y de producir en ella efectos decisivos. Esa nueva concepción del mundo es un pensamiento sobre las contradicciones sociales y políticas, elaborado desde la perspectiva de una de las fuerzas en lucha (las clases dominadas), y que se esfuerza por superar esas contradicciones.

En cuanto tal, esa concepción procura intensificar la actividad autónoma de los grupos subalternos y ofrecerles una mejor comprensión de sí mismos, lo que presupone que consiga hacerse “popular”, es decir, difundirse ampliamente entre las masas. Es cuando constituye de manera indisociable actividad consciente y concepción activa —es decir, en cuanto praxis— que logra una verdadera unidad entre la teoría y la práctica.

La singularidad de su concepción del marxismo debe aprehenderse a la luz de la trayectoria personal, intelectual y militante de Gramsci. Nacido en 1891 en Cerdeña, Gramsci creció en una región pobre, donde la miseria cotidiana y la ausencia de desarrollo económico desalentaban toda visión de la historia como triunfo del progreso. Su padre, quien trabajaba como controlador en la oficina del registro civil, sufrió cárcel durante cinco años por contratiempos judiciales, por lo que durante ese período la familia de Gramsci, aunque proveniente de la pequeña burguesía, se vio sumida en una gran pobreza. En 1911, Gramsci se trasladó a Turín para emprender estudios superiores, habiendo contemplado durante algún tiempo la posibilidad de consagrarse a las investigaciones lingüísticas, que sin embargo abandonará por la lucha política.

La tradición neohegeliana italiana, en particular el historicismo de Benedetto Croce (1866-1952) y el actualismo de Giovanni Gentile (1875-1944), quienes hacían hincapié en la libre actividad humana, tanto contra el oscurantismo católico como contra el determinismo materialista, fue una fuente de profunda inspiración para Gramsci. Este propondría más tarde una crítica radical de esos filósofos neo-idealistas, tanto por razones teóricas como políticas —Gentile se había convertido en el filósofo oficial del fascismo, mientras que Croce fue hasta su muerte el filósofo liberal más influyente de Italia—, sin que su pensamiento dejara de construirse en diálogo con ellos.

Desde sus primeros escritos, Gramsci rechazó cualquier actitud pasiva y fatalista ante el curso de la historia. Más concretamente, se enfrentó a las versiones positivistas y cientificistas del marxismo, dominantes en el seno de la II Internacional en su conjunto, pero todavía más en el Partido Socialista Italiano (PSI), en que militaba desde 1913. El reformismo, el gradualismo y, básicamente, la actitud de espera del fundador y dirigente del PSI, Filippo Turati (1857-1932), se basaban en la idea de que el triunfo del socialismo estaba científicamente determinado.

En el advenimiento de la revolución en Rusia, que iba en contra de las predicciones del llamado socialismo “científico”, Gramsci vio una refutación de este último, idea que expuso en el artículo “La revolución contra El capital” (24 de diciembre de 1917), al que se hace referencia varias veces en la presente obra. Pero, como muestra otro artículo de esa época, titulado “Nuestro Marx”, esa refutación es también el punto de partida de una nueva concepción del marxismo, que no reduce la historia a esquemas mecánicos y determinismos económicos y que deja a la actividad humana todo el lugar que le corresponde.

En los años siguientes, Gramsci, entonces jefe del periódico L’Ordine Nuovo —fundado el 1 de mayo de 1919— junto con sus camaradas Angelo Tasca, Umberto Terracini y Palmiro Togliatti, ejerció una profunda influencia en el movimiento de los consejos obreros de Turín durante el biennio rosso de 1919-1920. En conflicto con la dirección burocratizada y tácitamente reformista del PSI en el curso de ese movimiento, participó en la fundación, en el congreso de Livorno de enero de 1921, del Partido Comunista de Italia, cuya dirección asumió en 1924, tras desplazar a Amadeo Bordiga, cuya línea le parecía sectaria y cuyos análisis juzgaba dogmáticos y economicistas.

Diputado desde abril de 1924, fue sin embargo encarcelado por el régimen fascista el 8 de noviembre de 1926 y, a partir del 8 de febrero de 1929, comenzó a escribir sus Cuadernos de la cárcel. Su proyecto de juventud de un marxismo vivo, abierto y activo, aunque ampliamente elaborado y profundamente refundido, siguió siendo el hilo conductor de sus reflexiones hasta que sus problemas de salud le impidieron escribir entre 1935 y el momento de su muerte, ocurrida el 27 de abril de 1937.

Filosofía de la praxis y materialismo histórico

La “nueva concepción del mundo” elaborada en Cuadernos de la cárcel se opone en más de un respecto a una comprensión esquemática y economicista del marxismo: abandona la dicotomía entre estructura económica, por un lado, y superestructuras políticas e ideológicas, por otro; rechaza toda visión determinista del curso de la historia; rechaza toda concepción de los sujetos históricos — en este caso, las clases— como dotados de una identidad fija predeterminada por una esencia económica. Es bien sabido que Gramsci hace hincapié en la cuestión de la lucha por la hegemonía y, en particular, en el papel decisivo que en ella desempeñan los intelectuales.

Del mismo modo, habida cuenta de la masificación y la complejidad de las sociedades del siglo XX y de la importancia de la sociedad civil, plantea la necesidad de favorecer una estrategia política de “guerra de posiciones” más que de “guerra de movimientos”, que trate de obtener el consentimiento de las masas, en particular mediante la construcción de una cultura popular autónoma opuesta a la cultura de las clases dominantes. Lejos de hacer de la política o de la cultura la expresión pasiva de la economía, Gramsci considera que entre esos diferentes elementos de la realidad socio-histórica pueden establecerse relaciones de “traducibilidad [traducibilità] recíproca” -al igual que entre la teoría y la práctica y entre el pensamiento y la acción.

Por esas diferentes razones, la “filosofía de la praxis” elaborada por Gramsci parece alejarse progresivamente del “materialismo histórico” entendido de forma mecanicista. Es lo que sostienen, valiéndose del método diacrónico al que ya hemos hecho referencia, investigadores como Fabio Frosini y Giuseppe Vacca. Este último encuentra en el núcleo de la “filosofía de la praxis” la noción de traducibilidad y una teoría de la “constitución” política de los sujetos colectivos.

Tal como lo ve Gramsci, no se debe concebir a los sujetos colectivos como si estuviesen determinados sin más por su situación económica, sino en cambio como algo siempre por construir y por organizar, es decir, inmerso en un proceso de formación histórica. Ese proceso jamás llega a consumarse, pues debe reanudarse y llevarse adelante continuamente, y es de carácter relacional, en el sentido de que pone en juego relaciones sociales, y en particular relaciones de fuerza y luchas, con otros sujetos colectivos.

Sin embargo, a pesar de su anti-economicismo, Gramsci no llega al punto de promover ningún “politicismo”, ni a sostener la primacía de la política en detrimento de la economía. Pierre Musso y Domenico Losurdo ponen por tanto de relieve la importancia que tiene para Gramsci la reflexión sobre el americanismo y el fordismo y, en sentido más general, sobre la dinámica y las transformaciones del sistema económico capitalista. El reconocimiento del terreno económico es, en ese sentido, indispensable para cualquier concepción adecuada de las luchas sociales y de los actores políticos. Si la identidad de un actor sociopolítico colectivo (como en el caso de una clase) se forma históricamente y emerge en particular de sus relaciones con otros actores, depende no obstante de su anclaje en la situación socioeconómica.

Por otro lado, aunque junto con las clases pueden tomarse en consideración otras relaciones y grupos sociales, estos últimos son, a ojos de Gramsci, los actores colectivos que desempeñan el papel más importante dentro del proceso histórico. Por lo demás, la continua referencia de Gramsci (que Domenico Losurdo subraya) a la Revolución rusa — para él una verdadera ruptura existencial y política— y al bolchevismo, sugiere que, lejos de distanciarse de ella, buscaba profundizar en la política revolucionaria de clase de la que es indisociable el marxismo.

Es desde esa perspectiva que se puede comprender la noción de hegemonía. Así pues, la hegemonía de una clase dominante, es decir, su capacidad para suscitar y organizar un determinado nivel de consentimiento entre otros grupos sociales, no se puede reducir a la cultura. Por un lado, es siempre también, e indisociablemente, política. El terreno primordial para el ejercicio de la hegemonía es, sin duda, la “sociedad civil”, es decir, “el conjunto de los organismos vulgarmente llamados ‘privados'”, en la medida en que la mayoría de esas organizaciones (iglesias, escuelas, universidades, medios de comunicación, editoriales, asociaciones, grupos de interés, partidos, etc.) producen, de forma más o menos directa, la hegemonía de la clase dirigente.

Pero en ese terreno, también las clases subalternas disponen de suficiente margen de maniobra para organizarse (tienen sus sindicatos, asociaciones, partidos, etc.) y desafiar la hegemonía establecida: en la sociedad civil tiene lugar, por tanto, una lucha de clases y esa lucha es tanto política como cultural. Además, si bien a la hora de definir la sociedad civil Gramsci la distingue de la “sociedad política”, es decir, del Estado en sentido estricto —el Estado tal como comúnmente se entiende en la tradición marxista, como instancia coercitiva al servicio de la clase dominante—, la sociedad civil y la sociedad política están unidas dialécticamente en la realidad concreta y forman lo que Gramsci denomina el “Estado integral”.

De ese modo, puede definir el Estado, en esa acepción más amplia, como “el conjunto de actividades prácticas y teóricas mediante las cuales la clase dirigente no sólo justifica y mantiene su dominación, sino que logra obtener el consenso activo de los gobernados”. Por otra parte, la hegemonía político-cultural de una clase también necesariamente posee una dimensión económica. Es lo que demuestra una vez más la concepción gramsciana del americanismo, analizada por Pierre Musso, quien a ese respecto destaca, de manera original, cierto número de similitudes con el productivismo de Saint-Simon.

En la situación sociohistórica de Estados Unidos a principios del siglo XX, “la hegemonía nace de la fábrica y, para ejercerse, necesita sólo el concurso de un número limitado de intermediarios políticos e ideológicos profesionales”. Se basa menos en la mediación del Estado o de las organizaciones de la sociedad civil, o en ideologías y visiones del mundo construidas y difundidas por diferentes estratos de intelectuales, que en la eficiencia y el dinamismo de la producción (en particular la velocidad con que se introducen innovaciones técnicas) y el nivel relativamente alto de los salarios. Antes aún, Musso sostiene de manera convincente, en relación con el neoliberalismo pero basándose en los señalamientos de Gramsci, que los métodos utilizados en el proceso de producción y en la gestión de la mano de obra (en primer lugar, la gerencia) pueden secretar sus propios intelectuales e ideologías orgánicas, capaces de extenderse al resto de la sociedad y producir en ella efectos de hegemonía.

Estructura, acontecimiento e historicismo realista en Gramsci

La atención prestada por Gramsci al surgimiento de una nueva lógica capitalista (es decir, el fordismo en Estados Unidos) capaz de superar —hasta cierto punto y temporalmente— la crisis de la época anterior, no lo lleva, sin embargo, a pasar por alto las contradicciones sociales y los conflictos políticos. En términos más generales, Gramsci jamás abstrae los sistemas socioeconómicos de las actividades humanas de las que aquellos derivan su eficacia.

Del mismo modo, si bien pone de relieve fenómenos históricos masivos (el surgimiento de una nueva lógica económica, la instauración o el mantenimiento de una determinada hegemonía, etc.), los discierne en el marco de situaciones históricas singulares y los concibe como resultado de luchas sociopolíticas. El “historicismo realista” de Gramsci —es decir, el reconocimiento de la realidad histórica concreta— busca de esa manera superar dos escollos.

Por un lado, se rehúsa a adoptar una perspectiva subjetivista e idealista, como atestigua su crítica del “historicismo especulativo” del filósofo neohegeliano Benedetto Croce, quien, a juicio de Gramsci, sustancializa o incluso personaliza la historia bajo la apariencia de un Espíritu perpetuamente en acción y disuelve así lo que el proceso histórico tiene de consistente o estructurado.

Por otra parte, Gramsci se aparta de toda concepción objetivista y mecanicista, encarnada en particular por la presentación del materialismo histórico que hace por Bujarin en su Ensayo popular, cuyo determinismo, según Gramsci, le impide tener en cuenta la dimensión constitutiva de la historia en que consiste la actividad humana.

El marxismo estructuralista, aunque mucho más rico y articulado, no deja de ser igualmente una concepción objetivista del materialismo histórico. Francesca Izzo muestra la importancia de la relación crítica de Althusser con el historicismo y en particular con Gramsci, tanto para su propio pensamiento como para la historia del marxismo en general. Para Althusser, la ciencia de la historia que es el materialismo histórico debe forjar, de manera abstracta, la teoría de las estructuras sociohistóricas objetivas (como el modo de producción capitalista).

También debe protegerse del historicismo y del empirismo al que está vinculado, y ello como mínimo por dos razones. Por un lado, concordar [indexer] la teoría con las fluctuaciones históricas, y hacerla así depender de la coyuntura inmediata, conduciría al revisionismo y al oportunismo. Por otro, creer que se tiene acceso inmediato a la historia concreta —directamente a través de la experiencia y, por tanto, sin necesidad de los rodeos propios de la teoría— implica quedarse atrapado en categorías ideológicas (como la de sujeto) que nos condenan a malinterpretar la realidad social, al aprehenderla en particular a partir de las acciones libres y conscientes de los sujetos humanos y no a partir de estructuras inteligibles y determinantes.

Según Althusser, Gramsci habría estado expuesto a esos dos peligros. Las vías teóricas, y sobre todo epistemológicas, emprendidas por ambos autores divergen radicalmente, y no es posible evaluar aquí sus méritos respectivos. Sin embargo, cabe afirmar que algunas de las críticas hechas por Althusser no son pertinentes: el “historicismo realista” gramsciano está lejos de caer en el empirismo ingenuo que Althusser denuncia, pues Gramsci, por el contrario, se esfuerza por comprender los fenómenos históricos en gran escala y “estructurados”, y ello a partir de nociones generales (hegemonía, Estado integral, bloque histórico, y así sucesivamente); mientras que la “filosofía de la praxis”, sin dejar de hacer justicia a la actividad humana, no nos lleva a abstraer o absolutizar a los sujetos —ya sean individuales o colectivos—, sino, por el contrario, a concebirlos como necesariamente atrapados en relaciones sociales constrictivas y como definidos por esas relaciones.

Para Gramsci, pues, los fenómenos históricos ni están íntegramente determinados ni son completamente contingentes; si bien no son desarrollos perfectamente objetivos, tampoco son acontecimientos puros. Una crisis orgánica, por tanto, es un caso en que se manifiesta por excelencia la unidad dialéctica de continuidad y discontinuidad en la historia: tiene su origen en profundas contradicciones y prolonga —acentuándolas— tendencias fundamentales del proceso histórico, pero constituye un período en que la posibilidad de ruptura con el pasado es particularmente aguda, sin que por ello nada garantice su realización.

Así lo indica la famosa tesis de que “la crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no acaba de nacer”, lo cual abre un “interregno” en que “pueden observarse los fenómenos morbosos más variados”, en la misma medida en que las contradicciones anteriores aún no han sido superadas.

Fabio Frosini muestra que la noción de crisis es decisiva en Cuadernos de la cárcel —donde incluso se moviliza como paradigma para tratar de comprender toda la época burguesa moderna en su conjunto — y sostiene que esa noción nos permite someter a crítica los escollos —y sortearlos— con que se han tropezado aquellos teóricos que, como Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, erigen la noción de acontecimiento como categoría primaria de la comprensión histórica.

Desde su primera obra “posmarxista”, Hegemonía y estrategia socialista, publicada en 1985, estos autores —que se califican a sí mismos de gramscianos—, atacan el esencialismo y el economicismo que consideraban característicos del marxismo. A sus ojos, las subjetividades colectivas no están determinadas por su situación económica, sino que son fruto de una articulación política —perfectamente contingente— entre fuerzas aliadas, bajo la égida de una fuerza hegemónica, contra fuerzas antagónicas.

Por ejemplo, si el movimiento obrero pareció por tanto tiempo ser portador de la emancipación humana en su conjunto, ello no se debió — contrariamente a lo que, según Laclau y Mouffe, creían los teóricos marxistas— al hecho de que el proletariado fuera, por su posición económica en las relaciones de producción capitalistas, una clase universal por esencia, cuya liberación conllevaba el fin de toda dominación, sino a que las organizaciones comunistas y socialistas consiguieran, de manera contingente, amalgamar políticamente un conjunto de reivindicaciones emancipatorias heterogéneas (feministas, antiautoritarias, antiimperialistas, etc.) en torno a un proyecto anticapitalista, hegemónico en la medida en que representaba toda esa serie de reivindicaciones.

Nada garantizaba que esa articulación tuviera éxito, ni que se pudiera sostener; y, a la inversa, habrían sido posibles también otras articulaciones (en las que otras reivindicaciones, feministas o antiimperialistas, por ejemplo, hubieran desempeñado un papel hegemónico). La identidad de un actor colectivo como el movimiento obrero dependería así totalmente de las reivindicaciones que este asuma, de las modalidades según las cuales consiga articularlas y de los enemigos contra los que luche.

Como bien se sabe, sin embargo, Gramsci rechaza esa concepción unilateral de las subjetividades colectivas, que se centra sólo en su dimensión político-ideológica y oscurece su anclaje en determinadas situaciones socioeconómicas. La tarea de la filosofía de la praxis es precisamente pensar la dialéctica entre la acción humana y sus condiciones y —esta segunda pareja no se superpone a la primera— entre política y economía.

Fabio Frosini muestra, por añadidura, que las reflexiones de Cuadernos de la cárcel se oponen a la visión del tiempo histórico propuesta por Laclau. Para este último, en la medida en que cada configuración sociohistórica no se define sino por una articulación política contingente, la realidad social deberá concebirse como susceptible de ser, en cualquier momento, alterada por un acontecimiento puro que no esté determinado por la configuración precedente.

Es cierto, como señala Fabio Frosini, que Gramsci no concibe la historia como el continuo despliegue de un principio dado desde el primer momento, ya sea el despliegue de la Razón tal como es posible concebir desde una perspectiva hegeliana, o la maduración gradual de las contradicciones del capitalismo tal como aparecen en el gran relato de las versiones esencialistas del marxismo. Pero tampoco ve discontinuidades absolutas, ni momentos de pura indeterminación.

Aunque es evidente que, para Gramsci, acontecimientos como la Revolución de Octubre revisten una importancia decisiva, no los discierne de forma aislada y, en cambio, trata siempre de dar cuenta de las tendencias históricas en cuya estela se producen, así como de la situación sociohistórica específica de su advenimiento, que en el caso de una revolución corresponde precisamente a una crisis. A juicio de Gramsci, la historia es el lugar, siempre “saturado”, de conflictos entre fuerzas diferentes: una crisis de hegemonía no es un vacío de hegemonía, sino la vacilación del sistema hegemónico de que se trate ante el empuje que otra clase imprima al advenimiento de una nueva hegemonía.

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