Sin Permiso
El debate sobre la relación que vincula el crecimiento y la cohesión social no es nuevo, pero posiblemente nunca antes como ahora, con la crisis económica internacional, ha alcanzado tanta centralidad.
Un punto de partida obligado para entrar en ese debate es ser consciente de que los mercados no están "vacios", ni están gobernados por leyes o principios invariables. En la economía realmente existente, gobernada por las imperfecciones y los fallos de los mercados, la competencia imperfecta y la información asimétrica, operan actores, tanto privados como públicos, tanto nacionales como transnacionales. Los protagonistas de estos mercados son las grandes corporaciones –productivas, comerciales, financieras-, las coaliciones de firmas y las redes empresariales y los Estados nacionales de las economías ricas.
En torno a estos actores se tejen tramas de intereses y relaciones de poder que constituyen "las manos visibles" de los mercados. Esos intereses y relaciones a veces se expresan abiertamente en el espacio político, y otras veces se configuran de manera opaca, en espacios difusos, muy lejos de los controles democráticos establecidos por los gobiernos o por las sociedades civiles (ello no debe interpretarse necesariamente como que se sitúan en terrenos ilegales).
Así pues, muy lejos de aquellos analistas que imaginan un "campo de juego nivelado", abundan las posiciones jerárquicas y de subordinación que condicionan, en gran medida, los beneficios y los costes de las políticas económicas aplicadas. Desde esta perspectiva, los mercados no se configuran tanto como resultado de la interacción –múltiple y dinámica- de las fuerzas de la oferta y la demanda, sino sobre todo fruto de la interacción de grupos sociales que ocupan posiciones asimétricas.
Desde esta perspectiva, los aspectos concernientes con la distribución del ingreso y la riqueza pasan a ocupar una posición central en un análisis que pretenda dar cuenta de la naturaleza de los procesos económicos. En ningún caso cabe presuponer en ese análisis la presunción de un juego de suma positiva, donde los beneficios superen necesariamente los costes o donde lo recibido por los perdedores les compense de su frágil posición y les mantenga en condiciones de participar activamente en los segmentos dinámicos del tejido productivo.
No se trata sólo ni siquiera fundamentalmente de la existencia de gap temporales, perspectiva habitual de instituciones como el Fondo Monetario Internacional, desfase que se podría reducir, nunca eliminar, si se aplicara el paquete de políticas económicas que podríamos asimilar al conocido (con cierta imprecisión) como consenso de Washington. Se trata, más bien, de la existencia de desequilibrios en las capacidades de negociación y de presión de los diferentes grupos sociales en beneficio de las rentas del capital y de algunos grupos de trabajadores laboral y productivamente bien posicionados; desequilibrios que, antes de la eclosión de la crisis financiera internacional, ya eran claramente visibles en el mundo capitalista desarrollado, también en la Unión Europea, y que parecen ampliarse con el transcurrir del tiempo.
¿Qué papel desempeñan las instituciones o, en términos más generales, el Estado en esta deriva? Buena parte del debate ha permanecido instalado en la existencia de un supuesto antagonismo "Mercado versus Estado". En realidad, se trata de un falso y confuso dilema que apenas ayuda a comprender el capitalismo realmente existente. Los mercados reclaman, de manera insistente, la intervención de las instituciones; la agenda neoliberal exige "Más no menos Estado" (al menos en términos cualitativos). Al mismo tiempo, argumentando una supuesta ineficiencia de los poderes públicos como proveedores de servicios, se desarrollan estrategias y se organizan grupos de presión para convertir en negocio parcelas donde hasta ahora prevalecían criterios sociales (como la salud y la educación). Podría decirse que la globalización, más que expulsar al Estado de la economía, está provocando que los entornos institucionales y las políticas públicas cambien de signo (posiblemente, este efecto sea más importante que el adelgazamiento de los Estados nacionales) y que se contraigan las parcelas sociales ofrecidas por las administraciones públicas.
El corazón del debate no reside tanto en la reducción del peso de los Estados nacionales (aunque en mucho casos también suceda esto) cuanto en las tramas, en la colisión de intereses que orientan sus políticas. Emergerían así nuevos consensos sociales, propiciados por los ganadores de la liberalización y la globalización de los mercados, donde el Estado jugarían un papel subalterno de estos intereses.
Dado el abanico de costes y beneficios, de perdedores y ganadores que sugiere este escenario, cualquier opción de política económica está obligada a proceder a una cuidadosa evaluación de los aspectos distributivos. Dicho cálculo no puede quedar en manos del mercado, dado que, inercialmente o como consecuencia de la actuación de las "manos visibles" que lo dan forma, producirá un reparto desigual de la renta y la riqueza.
Una puntualización final, a modo de conclusión, que va más allá del debate entre crecimiento y cohesión social y que debería ayudar a encuadrar una reflexión -económica, que no economicista- al que estamos emplazados como ciudadanos: Los espacios sociales tienen vida propia, encuentran su justificación y legitimidad más allá de la economía, pues alrededor de la lógica social se generan derechos y capacidades cuyo despliegue hace que la vida de las personas sea digna y creativa.
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