Merlinescas
Ad portas de conmemorar los 100 años del natalicio de Paulo Freire un ejercicio de estudio y reflexión de su pensamiento acerca de la política, de la ciudadanía-comunidad y de la educación es muy pertinente, máxime en este tiempo de crisis planetaria, que nos obliga a mirar los supuestos en los que sosteníamos la vida en común, la convivencia humana, la relación pedagógica entre generaciones y el cuidado del planeta al momento de ser impactados por el Covid-19.
En el capítulo segundo de su libro Pedagogía de la Esperanza Freire habla de la negación que sostenían ciertos sectores de izquierda, en los años en que escribía la Pedagogía del Oprimido, de las pluri-posibilidades que toda acción política abre de cara al futuro (imposible de predecir, pero sí de crearlo por la acción humana). Los cuestiona porque sostenían una idea ultra optimista, de extremo historicismo y de voluntarismo liberador, creyendo que la liberación vendría sí o sí, creencia refrendada por una certeza casi metafísica de que la "nueva sociedad" estaba al alcance de la mano por la irrefrenable acción de las vanguardias revolucionarias. Freire cuestionaba el "fondo epocal" de estos grupos y veía, en este modo de pensar, un extremo dogmatismo y la negación de su posición a que las transformaciones sociales sólo serían posibles a través de procesos creativos, disputados, plurales, no bancarios políticamente, sin vanguardismo e "inéditamente" abiertos a la historia.
Este es el tema que quisiera desarrollar en este artículo, escrito aún en un contexto de alta incertidumbre y tensión existencial. ¿Qué tipo de educación queremos: una que esté definida por las actuales vanguardias tecnocráticas que disciplina y ajusta violentamente los límites de las posibilidades inéditas de la historia o una educación “abierta a la historia”?
En la misma Pedagogía de la Esperanza considera como clave para avanzar en este segundo sentido es el reconocimiento de los “saberes de experiencia vivida”, y de este modo ratifica su definición de pedagogía como un diálogo de saberes y experiencias, situadas en culturas, territorios, lenguas, comunidades de vida y estéticas diversas y plurales, que habitan el mundo del pueblo. Dar la voz y protagonismo a los saberes del pueblo es el sustento y horizonte de una didáctica culturalmente situada. Por ello, la educación -la educación que siempre deberá ser popular, pues sólo así será efectivamente educación de y para todes- es primeramente una creación cultural, el resultado de procesos de creatividad cultural en que participen los que se convoquen a vivir en con-ciudadanía, es decir, los dispuestos a ser partícipes activos de una comunidad política (micro y macro) que no excluyendo o discriminando asume el proyecto de crear saberes comunes.
A esta ciudadanía podemos llamarla ciudadanía de aprendizajes o ciudadanía (comunidad) de saberes. En el lenguaje de Freire se trata de una educación en que el mundo propio puede llegar a ser también el mundo de todos. Un universo vocabular común es el sustento de una ciudadanía de aprendizaje.
Siendo este un proyecto que habita una historicidad no es posible desarrollarlo sin considerar la conflictividad social y las lógicas asimétricas del poder. El futuro no puede asumirse como una categoría abstracta sino como construcción política y cultural disputada y un búsqueda anticipatoria de formas que configuren nuevos modos de vivir y educar.
Para Freire condición para tal experiencia es la “toma de distancia de sí mismo”, una distancia creativa de sí mismo para saber cómo vivimos como educamos. Escribe Freire: “No podemos existir sin interrogarnos sobre el mañana, sobre lo que vendrá, a favor de qué, en contra de qué, a favor de quién, en contra de quien vendrá; sin interrogarnos sobre cómo hacer concreto “lo inédito viable” que nos exige que luchemos por él”.
Condición de la buena educación, de la educación libre y liberadora, exige una “intervención de lo intelectual” de quienes educan para hacer de la clave de la educación , esto es “leer el mundo”, un proceso continuo de ampliación de los límites, de ampliación de las posibilidades, a través de la lectura de las palabras y la lectura del mismo, confirmará el propio Freire. Hermosa dialéctica plantea Freire: tomando distancia nos aproximamos.
El mensaje para les educadores es “no somos técnicos” sino hermeneutas, hábiles para crear condiciones de diálogos generativos es verdad, pero esas condiciones son “existenciales” y no meramente tecnológica”. El recurso de quienes educan siempre será el círculo de conversación, lo que nos remite de alguna forma a la condición ancestral del círculo como arquetipo del aprendizaje. No en vano podemos reivindicar el adjetivo de “circular” para la ciudadanía. Ciudadanía circular.
La educación liberadora será siempre experimentada con intensidad, con una tensión en doble dirección: hacia el (mundo) interior y hacia el (mundo) exterior.
En la década de los años 60 del pasado siglo movimientos sociales, culturales, terapéuticos, estéticos y epistemológicos hicieron del volar, del liberarse, de congregarse metáforas movilizadoras de una nueva educación. Rogers en la cultura californiana y Freire en América Latina son emblemas de tales movimientos. Entre nos comenzamos a llamarla “popular” pues era para todos, en especial los que se sentían pueblo, desprovistos, vulnerados, explotados, invisibilizados y que pugnaban por presencia, por reconocimiento, por pertenencia, por un Ciudadanía circular.
De este contexto explosivo de creatividad, de protagonismo comunitario en la resignificación de la Ciudadanía como reconocimiento y poder auto-constituyentes se nutre el ciclo que llamamos moderno de la educación popular. La lectura del mundo como condición de la educación liberadora suscitó un giro epistemológico crucial con la investigación acción participativa que experimentó y sistematizó Orlando Fals Borda, con los movimientos de recuperación de las memorias populares y de los saberes ancestrales y campesinos, con la recuperación de la comunidad como escenario educativo, con la emergencia de redes y comunidades de aprendizaje.
Se configuró un campo –una ciudadanía circular– de educadores y educadoras que abrió rutas pedagógicas críticas, dotó al pensamiento feminista de relevancia educativa, hizo de la educación un ver-juzgar-actuar de incidencia planetaria y ecológica, nutrió el tejido social que resistió las dictaduras, movilizó estudiantes en grandes campañas alfabetizadoras y resignificó el sentido de la trascendencia en la educación con una ética samaritana y hospitalaria que llevó al martirio a muchos educadores y educadoras.
El tejido de las campesinas y el testimonio de las Domitila de toda América hizo del enseñar–aprender un arte, una ética pedagógica y una estética artesanal, desterrada por los reformismos tecnocráticos que han intentado urbanizar la educación campesina, blanquear la educación negra e indígena, hacer de los y las maestros/as técnicos efectivos, paramentando las didácticas y negando la territorialidad (y su valor humano de la proximidad), las lenguas diversas (y su valor identitario), los saberes vernáculos (y su valor sapiencial) y con ello desterrando una ciudadanía circular.
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