sexta-feira, 17 de abril de 2020

Un psicópata genocida de presidente

Fernando de la Cuadra
Socialismo y Democracia

En su estudio clásico Las reglas del método sociológico, publicado en 1895, el sociólogo francés Emile Durkheim desliza una importante recomendación a los gobernantes preocupados con las condiciones de vida de sus conciudadanos y por mantener a sus sociedades integradas, que las alejen de los males que puedan acechar y comprometer de esta forma la supervivencia del cuerpo social. En efecto, al final del tercer capítulo denominado “Reglas relativas a la distinción entre lo normal y lo patológico” se puede leer:

  • “El deber del hombre de Estado ya no es empujar violentamente a las sociedades hacia un ideal que se le aparece como algo seductor, sino que su misión es la del médico: previene la aparición de las enfermedades apoyándose en una buena higiene y, cuando se declaran, trata de curarlas”.


La marca de ponderación y comedimiento proferida por el pensador francés era un sello propio de su pensamiento considerado conservador por sus detractores, aunque posteriormente Anthony Giddens lo calificó como siendo representante de un cierto “republicanismo liberal”. Sin embargo, Durkheim, estaba sinceramente preocupado por los problemas que aquejaban a su país, que vivía -como el resto de Europa – un periodo de profundas transformaciones y desajustes sociales que colocaban en riesgo la vida y el bienestar de las personas. Estamos hablando de una época que anticipa la crisis del liberalismo y la democracia, que como bien sabemos, después entrará en una espiral de autodestrucción, guerra y regímenes totalitarios.

Pero volviendo a la recomendación realizada por Durkheim, podemos apreciar claramente que un presidente como Bolsonaro más que un médico se ha transformado en un verdugo genocida de su propio pueblo. La reciente destitución de su Ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta – que ya era esperada- solo viene a confirmar que el gobernante no está ni un poco interesado en el destino de los brasileños, en momentos en que el Covid-19 se encuentra en franca expansión, sumando a los miles de infectados -más de 300 mil según cálculos de especialistas-, las decenas de víctimas que ya suman más de dos mil decesos y que seguirán llenando las estadísticas de ese país.

En todo caso, hay que resaltar que Mandetta no es el héroe incomprendido que cierta prensa intenta construir. No era un Ministro que estaba dispuesto a sacrificarse por la salud de la población, ni personificaba las virtudes del juramento Hipocrático de la categoría. En primer lugar, porque quienes han estado dispuestos a ser parte de un gabinete dirigido por un presidente que hace apología de la tortura y la desaparición de los opositores políticos, comparte por aproximación un determinado ethos que no respeta los Derechos Humanos ni la dignidad de las personas. Además, el ex Ministro nunca fue partidario del Sistema Único de Salud (SUS), que permite – a pesar de sus insuficiencias – resolver las carencias sanitarias de la mayoría de la población que no tiene recursos para acceder a un Plan Privado de Salud.

Además, Mandetta aceptó el cargo desde una postura oportunista pensando en proyectarse como una figura política de carácter nacional. Cercano a Ronaldo Caiado (Gobernador de Mato Grosso) entró en conflicto con el presidente a partir del propio distanciamiento de Caiado de la base aliada. La popularidad de ex Ministro se debió básicamente por seguir las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) que en estos tiempos de oscurantismo gubernamental le había otorgado un aura de iluminado. Al final Mandetta sale del ministerio como un defensor de la razón, la medicina y la ciencia.

Con la destitución de Mandetta, el gobierno pierde igual un gestor que hacia esfuerzos por atenuar el impacto de la diseminación del Coronavirus y que intentaba articular con el Congreso, gobernadores y alcaldes algunas fórmulas para evitar el colapso de los sistemas sanitarios y centros hospitalarios de Estados y municipios del país.

Por otro lado, queda cada vez más patente el carácter psicopático de Bolsonaro, en la medida que posee una enfermedad moral que le lleva a tomar decisiones graves, de una enorme irresponsabilidad por la cual no siente ningún tipo de remordimiento. En otra columna reciente (¿Hasta cuándo Brasil podrá soportar a Bolsonaro?) hemos señalado que Bolsonaro construye una realidad paralela que desestima todas las informaciones y datos duros producidos por organizaciones internacionales, como la OMS, por centros de investigación y por especialistas en la materia.

Por ejemplo, se ha empeñado en insistir que la solución para el Covid-19 es un medicamento llamado Cloroquina, lo cual ha sido desmentido por muchos farmacéuticos, médicos e investigadores, tras evidencia de que este remedio puede causar graves secuelas en caso de personas con cardiopatías, problemas renales o hepáticos. Despreciando el “principio de precaución” propio del quehacer científico, el ex capitán se ha transformado en el principal propagandista del uso de este fármaco que hasta el momento se ha utilizado casi exclusivamente para el tratamiento y la prevención de la malaria.

Quizás el título de esta nota pueda parecer un tanto sensacionalista, pero lo cierto es que muchos psicólogos, psicoanalistas y psiquiatras han diagnosticado que el actual presidente de Brasil no es simplemente un loco o un alucinado, sino algo mucho más peligroso: un psicópata que no posee ninguna capacidad de sentir empatía por los otros, frio, calculista, completamente auto-centrado y que solo responde a sus deseos y pulsiones. La psicopatía es característica de los asesinos en serie que se muestran indiferentes al sufrimiento de sus congéneres. El comportamiento de Bolsonaro frente a la pandemia que asola a su país parece el de un genocida que disfruta con la desgracia del resto, declarando de manera impúdica como si fuera algo normal que inevitablemente “algunos van a tener que morir”.

A juzgar por la tendencia que los contagios están adquiriendo en Brasil, esos “algunos” podrán transformarse en miles en las próximas semanas. El dilema que ahora enfrentan las instituciones de ese país – léase Congreso y Supremo Tribunal Federal- es si inician un proceso de destitución del mandatario en plena crisis pandémica o esperan hasta que la cantidad de muertos acumulados se transforme en una situación insustentable y decidan finalmente despojar del poder a este ser desquiciado y peligroso para la salud de la nación.

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