La Jornada
La economía mexicana viene arrastrando la cobija desde la crisis de 1982. Si juzgamos su desempeño por el crecimiento del producto interno bruto (PIB), el veredicto es terrible: el crecimiento promedio anual es de 2.2 por ciento. O sea que si trazamos una gráfica para la evolución del PIB, observamos que después de la caída de 1982 la economía mexicana nunca se recuperó.
Desde esa perspectiva, este país posee el récord de la recesión en forma de L más larga del mundo. Y cuando una economía languidece por tanto tiempo, suceden dos cosas. Primero, se acaba por deshilachar completamente el tejido económico que se supone debe ser su basamento: primero se desmanteló la agricultura, luego vino la destrucción de la industria. México retrocedió al nivel de economía primario-exportadora (mano de obra barata y recursos naturales). Hoy cualquier cosa que se parezca a una recuperación debe pasar, primero, por la reconstrucción económica.
En segundo lugar viene la degradación del entramado institucional. En una economía capitalista, en la que la religión de Estado es la producción para el mercado, un proceso tan largo de estancamiento culmina necesariamente en el desgaste de las instituciones y, peor aún, en la desintegración de la moral pública. Eso se traduce en el desmantelamiento del Estado.
Claro que el estancamiento de la economía mexicana no es un accidente, ni una calamidad dictada por la mala suerte. Es resultado lógico de una estrategia económica basada en la idea de que el mercado debe ser el rector del desarrollo económico. En México esa idea se acompaña de una política macroeconómica que desde hace 15 años se preocupa exclusivamente por el tipo de cambio. De esa variable depende todo: la lucha contra la inflación, la entrada de capitales y el financiamiento artificial del déficit en las cuentas externas, etc.
Pero la política macroeconómica neoliberal a la mexicana lleva la cicatriz de grandes contradicciones. Por un lado, para mantener estable el tipo de cambio se impone una tasa de interés elevada: ese es el incentivo para la entrada de capitales, pero al mismo tiempo frena la inversión y el crecimiento. Por otro lado, se supone que en el modelo de economía abierta el tipo de cambio es el instrumento para realizar el ajuste en la balanza comercial. En los hechos, la liberalización financiera impone una fuerte rigidez al ajuste cambiario: la estabilidad (y apreciación) de la paridad es indispensable para la permanencia de los flujos de capital en el espacio económico mexicano. Poco importa que eso contribuya al deterioro de la balanza comercial y de la cuenta corriente. El saldo de todo esto es lento crecimiento y deterioro de las cuentas externas. Es el mismo modelo que generó la crisis de diciembre 1994.
Para el gobierno mexicano en turno, lo anterior no importa. La política fiscal sigue basada en la contracción del gasto programable y seguramente en unos meses la Secretaría de Hacienda buscará aumentar los impuestos (sobre todo el IVA). Mientras tanto, la política monetaria sigue subordinada a la estabilidad cambiaria. Las minúsculas reducciones en la tasa de interés operadas en las últimas semanas no permiten hacer una diferencia, el crédito no puede fluir en esas condiciones. Tenemos años de estar sufriendo lo mismo. En resumen, la política macroeconómica hace todo lo posible por prolongar y profundizar la recesión. En el contexto de la crisis mundial, el modelo neoliberal mexicano se hunde bajo su propio peso.
No hay que engañarse, en este país nadie tiene confianza en el Poder Legislativo o en el Judicial, mucho menos en el Ejecutivo, y ya no se diga nada sobre los cuerpos de seguridad. Los partidos políticos, entelequias que la ideología neoliberal consagró como único vehículo para la vida democrática, son ejemplo de corrupción y desaseo. ¿Qué es lo que queda para hablar de un tejido social en México? Caray, es una buena pregunta, sobre todo ahora que arrancan los festejos del bicentenario.
¿Qué se va a festejar el año entrante? Llevamos casi 30 años sin poder generar los empleos que se requieren, y la pobreza alcanza niveles que sólo una sociedad cínica puede tolerar. La corrupción y la violencia ahora están por todos lados. Aún así, las comisiones oficiales de organización de festejos de todos los niveles anuncian sus programas de ferias y romerías. Pero todo huele a rancio. Sus premios y festivales son los rituales arcaicos de una época que ya murió.
Lo único que hay que conmemorar es la fortaleza y paciencia del pueblo mexicano, sobre todo frente a una economía salvaje que no puede garantizar la salud, la alimentación y la vivienda de la población. También habría que festejar la lucidez y el coraje de movimientos políticos y sociales que en su lucha por la justicia han aguantado la represión, el castigo y la violencia. El genuino festival comenzará con un vasto movimiento civil capaz de reconstruir al país sobre bases distintas de responsabilidad civil, solidaridad económica e integridad ambiental.
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