El País
El avance democrático y las buenas relaciones regionales desatan el debate sobre si los ejércitos deben ser usados para combatir el narcotráfico y el crimen organizado ante el aumento de la violencia y la incapacidad de la policía
América Latina vive uno de los debates más importantes de su historia: el del futuro de sus ejércitos. El asunto ha cobrado especial relevancia por dos motivos, porque se considera improbable una guerra o un golpe de Estado, y por la creciente amenaza del narcotráfico y el crimen organizado. México, Honduras y Guatemala han lanzado a sus fuerzas armadas en la lucha contra los narcos, en línea con lo que Colombia y Perú llevan haciendo desde hace años. Brasil utiliza a los militares para desalojar las favelas y reventar huelgas de policías y Argentina hace tiempo que encargó a un cuerpo paramilitar tareas de seguridad en la provincia de Buenos Aires ante la creciente corrupción de la policía local. Ese mismo cuerpo, la Gendarmería, se ha visto ahora implicado en un caso de espionaje a políticos y dirigentes sociales.
La discusión sobre el papel de las Fuerzas Armadas no concierne solo a América Latina, sino también a los países desarrollados. En la cumbre sobre terrorismo celebrada en Madrid en marzo de 2005 se acordaron una serie de supuestos en los que emplear a militares contra amenazas criminales: cuando las fuerzas de seguridad se vieran desbordadas por una amenaza, para impermeabilizar las fronteras, en cooperación con fuerzas extranjeras, y cuando la amenaza se halle amparada en territorios de otros países que sean incapaces de actuar por sí mismos. El apoyo al primero de estos supuestos ha crecido considerablemente en los países latinoamericanos, aunque con las reservas propias de una región donde la imagen de las fuerzas armadas aún se asocia a la represión de los años setenta y ochenta, y donde la última amenaza de guerra (Venezuela-Colombia) y el último golpe de Estado (Honduras) se produjeron hace menos de cuatro años.
“Los ejércitos son para la guerra. El combate del crimen y en especial la lucha contra el narcotráfico requieren una preparación y tecnología que las fuerzas militares no tienen. Involucrar al ejército en la lucha contra la droga requiere cambios doctrinales, filosóficos y de la misión militar”, explica Hernán Castillo, catedrático y experto en defensa de la Universidad Simón Bolívar de Venezuela. “Dicho esto, creo que cuando el crimen organizado se combina con grupos irregulares armados, sí deben involucrarse los ejércitos. Hay que ser flexible en el empleo de los recursos a disposición de cada Estado para derrotar, minimizar y reducir el daño que pueda ocasionarle el narco a la sociedad”, añade.
La diferencia entre la lucha contra el crimen urbano y rural es algo en lo que la mayoría de los expertos hace especial hincapié. Todos justifican la intervención militar en las áreas rurales y muy pocos en la urbana. “Colombia ha sufrido la mayor acción combinada de operaciones ilegales fruto del narcotráfico y tras 47 años de lucha contra grupos terroristas nos ha quedado claro que el negocio del narco supera la capacidad de contención de la policía. La actividad criminal en áreas alejadas de los centros urbanos y a lo largo de unas fronteras altamente permeables, donde la presencia del Estado siempre ha sido escasa, ha permitido el crecimiento acelerado del negocio del narcotráfico. En países como Colombia y Perú es imposible combatir el crimen sin involucrar a las fuerzas armadas”, sostiene el coronel retirado del espionaje militar colombiano Michel Martínez.
“La participación del Ejército mexicano, a pesar de los éxitos que han tenido en la lucha contra el narcotráfico, se presenta como improvisada. Los mexicanos no parecen tener una estrategia clara y un plan a largo plazo. Hasta ahora, por una parte las operaciones han estado centradas en la utilización de la inteligencia militar, la infiltración y el espionaje. Y, por otra parte, el objetivo principal parece ser el de golpear al más alto nivel a los jefes, a la cabeza de las organizaciones, mucho más que la desarticulación de las estructuras, conexiones y procedimientos” del narco, añade Martínez. “Toda esa lucha en sus fases iniciales le corresponde a las fuerzas policiales, pero el Estado mexicano decidió comenzar el combate con los recursos militares, a pesar de que la guerra es sobre todo urbana”.
En noviembre de 2010, durante la conferencia de ministros de Defensa de los países americanos —con excepción de Cuba y Honduras— se consagró el principio de transparencia del gasto militar y el uso de las fuerzas armadas en caso de catástrofes humanitarias y naturales; y se impulsó la participación en misiones de paz. La delimitación de los temas de seguridad y defensa se dejó para más adelante. Sin embargo, Brasil sí ha establecido en su plan de defensa para los próximos 20 años la utilización del ejército para atajar las amenazas internas que desborden a la policía. El brasileño Eliézer Rizzo de Oliveira, autor de libros sobre defensa y democracia y profesor de la Universidad de Campinas, cree que las operaciones militares contra el crimen deben estar muy vigiladas por el poder civil y deben contar con observadores de Naciones Unidas o la Organización de Estados Americanos. Además, sostiene que los futuros mandos de las fuerzas armadas deben también tener una formación cívico-militar más equilibrada.
La reforma militar puesta en marcha por Brasil durante el mandato de Lula es seguida con mucho interés por sus vecinos. En primer lugar, por el papel del país como potencia regional y en segundo porque los cambios son de calado. Aparte de reforzar el poder naval y terrestre para proteger los recursos naturales —en especial la explotación petrolera en el mar—, Brasil intensificará el adiestramiento de brigadas destinadas a vigilar la Amazonia y moverá el grueso de sus fuerzas desde el sur industrial del país —piedra fundacional del Estado Novo, el Brasil moderno forjado por Getulio Vargas— hacia el centro del país. Añadido a esta recolocación, está previsto que los cuerpos sean más ligeros y versátiles. Argentina también diseñó un plan de reestructuración llamado Ejército Argentino 2025, que incluye cambios de estrategia, organización y funciones; pero aún no hay información como para siquiera adivinar los objetivos concretos.
Argentina es uno de los pocos países que tiene cuerpos paramilitares como la Gendarmería y la Prefectura (guardacostas) —creados a imagen de la Gendarmería francesa, la Guardia Civil española o los carabineros italianos—, involucrados en tareas de seguridad interior y con mejor imagen que la policía. Sin embargo, la Gendarmería ha sido vinculada recientemente a un caso de espionaje de dirigentes políticos y sociales que refleja la alta exposición a la corrupción de los militares dedicados a combatir el crimen. No pocos expertos latinoamericanos creen que la creación de estos cuerpos paramilitares, con mayor formación en tácticas policiales pero más impermeables a la corrupción, pueden ser el camino del medio. Otros creen que es mejor invertir en fuerzas especiales dentro de las fuerzas de seguridad, como el Batallón de Operaciones Policiales Especiales (BOPE) brasileño, que saltó a la fama por la película Tropa de Élite. En cualquier caso, se trataría de crear cuerpos intermedios capaces de llevar a cabo tareas de investigación, infiltración y espionaje, claves para combatir la estructura ejecutiva y financiera de las bandas.
Un comandante español, veterano de los Balcanes y Afganistán, y actualmente en misión en Sudamérica, explica el papel de los ejércitos en la lucha contra el crimen de una forma sencilla: “En Afganistán, en determinadas áreas, fundamentalmente inteligencia, se nos está pidiendo también capacidades típicamente policiales como parte importante de la campaña contrainsurgente. Por ejemplo, investigar redes de opio, tráfico de armas o corrupción política, y lo cierto es que no avanzamos. El concepto de aprender a comer sopa con un cuchillo se me venía a la mente allá muy a menudo. Las fuerzas armadas somos un tenedor, o un cuchillo, pero por mucho que nos metan en el plato de la sopa no vamos a ser una cuchara”.
La reorganización de las fuerzas armadas supone para América Latina uno de los mayores desafíos en 200 años de historia independiente. Un gran experto en los conflictos latinoamericanos, el estadounidense Robert Scheina, divide la historia militar de la región en dos etapas: la era del caudillo, que va desde la revolución haitiana de 1791 hasta la guerra hispano-americana de 1898; y la era del soldado profesional, que va desde la intervención de EE UU en Panamá hasta la guerra contra el narco de Colombia que aún pervive. Con las primeras pistas en la mesa, todo apunta a que la tercera era estará marcada por la implicación de las fuerzas armadas en la lucha contra el crimen organizado en todo el continente.
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