sexta-feira, 30 de abril de 2010

El olvido y la sociología de lo cotidiano



Armando B. Ginés
Sin permiso

El ser humano podría definirse grosso modo como un equilibro inestable entre olvido y memoria. La acumulación de experiencias construye culturas, mientras el desagüe del olvido deja lugar a lo nuevo, al futuro, a la capacidad de reinventarse cada día sin estrellarse en el cortocircuito de la repetición constante y racionalista de la memoria. Sentir sin causa y emocionarse sin motivo nos reconcilia con la naturaleza animal de la cual procedemos. Lo irracional también forma parte de nuestra esencia constitutiva. El placer de olvidar con naturalidad tiene su contrapartida en el dolor identitario de la memoria reflexiva. Ambos estados se complementan.

Ese equilibrio en movimiento está puesto en tela de juicio por una cierta posmodernidad de lectura simplista instalada en la sociología de lo cotidiano. Tal lectura aplaude el individualismo a ultranza del relato personal e intransferible del presenteísmo de los humores corporales espontáneos y la vuelta al arcaísmo dionisiaco del vínculo social de la fiesta infinita del consumo en masa: lo mismo celebra un concierto techno que la avalancha desmadrada del primer día de rebajas que las riadas sabatinas o domingueras a un partido de fútbol. El acontecimiento descontextualizado y líquido es la medida de todas las cosas. Cualquier fenómeno de contacto directo de sudor, sangre, lágrimas, vocerío desenfrenado o efluvio espermático es elevado a la categoría de máxima expresión de libertad. El ser se actualiza sin análisis previos, incluso sin dialéctica posible entre la teoría y la práctica. Carpe diem es su lema de cabecera, el fin de la historia y el pensamiento único de la emoción particular se configuran así como su coartada favorita para vivir la libertad del instante eterno.

Se trata de una visión que rompe cualquier nexo con la realidad de lo que es: lo que es ha de ser lo que fluye invisible en el sentir inmediato. En este presente tautológico la memoria retuerce el yo hasta disiparse en un nosotros ahistórico sin solución de continuidad. El olvido, su contrapartida necesaria, languidece exangüe entre la masa espectáculo. Las emociones y los sentimientos de quita y pon, al no pasar por el tamiz de la memoria, no pueden jamás disolverse en el olvido saludable. Lo que queda tras la fiesta no es más que la soledad y el objeto inanimado del disfrute, esto es, las inmundicias de la realidad descarnada: la sociedad del riesgo, el trabajo precario, el pasado sin historia y la historia vacía de un futuro intrascendente.

Realidad mediática

A pesar de lo expuesto acerca de esa posmodernidad salvaje, la realidad occidental más que actuar sobre la memoria lo hace en torno al olvido. La desinformación teledirigida, la tergiversación buenista y la interpretación "eticista" de la realidad son sus armas predilectas. La batalla mediática y multidimensional se libra cada día en diferentes frentes: ideológico, político y social.

La trinchera ideológica se mueve en el terreno de la moral, lo bueno y lo malo, a través de sus símbolos predilectos, la santa democracia representativa y los viles totalitarismos. El binomio maniqueísta incluye otras contradicciones fuertes siguiendo la lógica bueno-malo, privado-público, cristiano blanco-árabe musulmán, autóctono-inmigrante, UE/EEUU-periferia, y dualidades de idéntico contenido excluyente. Totalitaria o rechazable es toda aquella vía que ponga en solfa el modelo capitalista vigente.

En la arena estrictamente política la funcionalidad es lo que prima. La adorada tecnología es correcta si rinde beneficios a las grandes empresas globales e incorrecta si va dirigida al bienestar común por encima de copyrights restrictivos e ilegítimos. Si hay beneficio financiero, industrial o comercial, todo es válido. Habrá empleo, habrá consumo, habrá desarrollo económico. En este terreno, toda idea que plantee preguntas en alto y presente alternativas al producto interior bruto es tachada de la lista de lo políticamente correcto por radical o comunista o utópica. La defensa de los espacios colectivos autogestionados deja un tufo inequívoco de terrorismo latente. Terrorista es la etiqueta reservada para cualquier tercero que pretenda desbaratar con argumentos la estructura bipolar de socialdemocracia-liberalpopulismo (reformismo superficial versus miedo escénico). El gran consenso entre ambas tendencias es el sustrato político en el que se ahoga cualquier intento de transformación de las sociedades capitalistas. El esquema, con variantes regionales meramente nominalistas, se repite por todo Occidente y sus países acólitos y quiere exportarse al resto del mundo por medio de la globalización del fin de la historia.

Por lo que se refiere al entramado social lo que mola es la estética, lo bello (cool) y lo feo (friki) disputan una guerra feroz mediante la competencia a vida o muerte. La publicidad es el espejo para captar adeptos en esta lucha agónica. Aquí la ciudadanía es reducida a su mínima expresión, a su ítem cuántico indivisible, es el reino del consumidor compulsivo, consumidor de fetiches para vivir momentos únicos e irrepetibles que se desvanecen en el mismísimo instante de su adquisición. Nada más comprar, la propaganda vuelve a la carga para alentar la siguiente necesidad. Estar insatisfechos permanentemente es la energía inagotable, por el momento, del capitalismo depredador. Cada relato personal es una sucesión interminable de actos de consumo sin voluntad propia consciente. Compramos para compararnos, para elevar el estatus, para contar lo que hemos adquirido, para llenar el tiempo con sucesos banales: un viaje, un producto light, una operación de cirugía estética…

Durante esta compra global ininterrumpida, con un yo pletórico de fetiches sin historia, nadie se pregunta qué ha tenido que vender a cambio. Y no es dinero en metálico ni tarjeta brillante de plástico. Ha enajenado (alienado) sus más preciadas máscaras: la de sujeto histórico, la de ciudadano responsable y la de trabajador con sentido de la realidad. Cada vez será más difícil y costoso rescatar del olvido esas máscaras imprescindibles. En ausencia de memoria crítica, el olvido se convertirá en una cloaca donde se irán acumulando humores humanos en forma de emociones evanescentes y sentimientos mercancía. La globalidad capitalista huele mal, un chapapote que puede inundarnos más pronto de lo que parece si seguimos haciendo del relato personal hedonista nuestra santo y seña vital. Con historietas individuales no se edifican historias globales.

quarta-feira, 28 de abril de 2010

O Rio e as favelas: futuro e cidadania após o dilúvio


Mario Sergio Brum
Ibase

“O bloco de pedra ameaça triturar o presépio de barracos e biroscas. Se deslizar, estamos conversados. Toda gente lá em cima sabe disso e espera o milagre, ou, se não houver milagre, o aniquilamento instantâneo, enquanto a Geotécnica vai tecendo o aranhol de defesas. Quem vence a partida? A erosão caminha nos pés dos favelados e nas águas. Engenheiros calculam. Fotógrafos esperam a catástrofe. Deus medita qual o melhor desfecho, senão essa eterna expectativa de desfecho.”

(Carlos Drummond de Andrade, Favelário Nacional)

O dilúvio que nos atingiu no início de abril nos faz refletir. Terá sido levada pela água ou pela terra toda a iniquidade ou, estranhamente, ela parece se reforçar na cidade que ainda nem terminou de contar seus mortos?

Há mais de 25 anos, ainda relembrando as fortes chuvas, Carlos Drummond de Andrade fez poesia do debate sobre o que fazer com as favelas do Rio de Janeiro: “Urbaniza-se? Remove-se?”, indagava o poeta.

O mesmo debate retorna com força tal que permitiu o revigoramento do tema da remoção, fantasma renascido de períodos sombrios de nossa história. Dessa forma, aqui vai uma simples opinião, em que me afasto tanto das posições extremas que vêem as favelas como um estorvo à cidade quanto daquelas que defendem o direito de se viver sob permanente risco.

Pode causar estranheza a um observador menos atento que, com a volta da democracia ao Brasil, a ideia da remoção de favelas seja defendida com tanta veemência hoje em dia. Foi justamente no período mais sombrio da ditadura militar que esta pode ser executada com tamanha força, a ponto de alterar a vida das mais de 175 mil pessoas que foram removidas (compulsoriamente, na maioria dos casos) e refizeram sua vida em um novo local determinado pelas ‘autoridades’ da época, sem que nenhuma consulta fosse feita a elas, baseada no estigma dos favelados como invasores, marginais, despreparados para a vida urbana...

Estigma que foi construído desde o surgimento da favela, ainda no fim do século XIX. ‘Os favelados são negros, são migrantes, são preguiçosos, são ignorantes, são perigosos...’ Generalizações que revelam a dificuldade de uma cidade que tenta se apresentar com os braços abertos. Que sofre para oferecer cidadania a todos os seus moradores. É mais fácil negá-los, culpá-los, os pobres, por sua situação; afastá-los para onde, supostamente, não poderiam incomodar.

Desse modo, instrumentalizam-se a violência, a Olimpíada ou as chuvas para defender a remoção. Constrói-se um pensamento hegemônico da inviabilidade das favelas e do risco destas para si e para terceiros (sobre as casas de classe média alta na Gávea, no Joá, na Estrada Fróes, em Niterói, que sofreram deslizamentos, nada ouvimos das autoridades). As remoções são, então, a única alternativa possível. Pessoas que estabeleceram seus laços naquela localidade, que têm seus empregos perto, avistam no horizonte nuvens ainda mais ameaçadoras do que as que atingiram o Rio nos dias 5 e 6 de abril de 2010.

A urbanização de favelas é tratada como permissividade por parte do Estado, ao invés de direito dos moradores e dever das prefeituras previsto na Constituição. O duplipensar transforma o que era um avanço na democracia em retrocesso. Para quem? Quais interesses atuam nisso? É preciso se perguntar por que das cerca de 11 mil famílias moradoras de favelas que iriam ser ‘realocadas’, conforme anunciado pela Prefeitura do Rio nos primeiros dias do ano, 2.500 moram na área da Barra da Tijuca, principalmente nas Várzeas, local que têm recebido inúmeros empreendimentos imobiliários que, diga-se de passagem, são grandes anunciantes nos jornais que têm pregado a remoção como proposta. Há algo além de coincidência nesses fatos?

No outro extremo, por generosos sentimentos ou talvez imaturidade política, defender a permanência da favela in totum, é não apenas querer condenar parte da população ao risco, mas desconhecer o que ocorre dentro das favelas e na vida das pessoas que nelas moram. Uma das principais razões da existência das favelas é a mobilidade social que ela permite ao oferecer uma alternativa de moradia ‘barata’ num mercado imobiliário caro e inviável para a maior parte da população como tem sido o carioca, que permite o acúmulo de capital a ser investido na compra de uma moradia própria.

Não é difícil vermos em alguma cobertura de confronto entre policiais e bandidos numa favela, aqueles que, diferente dos repórteres e policiais que se abrigam, andam calmamente pelas ruas em meio ao intenso tiroteio. Aquele que nunca viu respeitado seu direito de cidadão, que só contou até hoje consigo mesmo e com a sorte, desenvolve um fatalismo que não podemos corroborar. E, da mesma forma, não vê legitimidade em qualquer autoridade que lhe alertar sobre o risco que corre. Na década de 1960, os moradores da extinta Praia do Pinto, no Leblon, ouviram que o terreno da favela era ‘inurbanizável’, daí a remoção da favela, que acabou dando lugar a vários prédios. E não há muito tempo, o secretário de Segurança do Rio hierarquizava em entrevista os efeitos de um tiro em Copacabana e numa favela.

Fica a pergunta: é possível numa sociedade que se quer moderna, receptiva, vitrine e símbolo de uma maneira mais solidária de se viver, mais calorosa, mais humana, tratar com tamanho desrespeito parte de sua população? A noção mais básica de cidadania pressupõe a vida em comum na cidade, herança dos gregos antigos, que com seus escravos, promoviam-na a todo homem livre. Nós, que vivemos após a Revolução Francesa, a Abolição dos escravos e a ‘Libertação’ das mulheres, devemos ser menos que isso? Queremos apenas ser um cartão-postal, com áreas muito bonitas e clean, mas um caldeirão prestes a explodir, como temos vivido?

O Rio de Janeiro se vê numa encruzilhada sobre que tipo de cidade quer ser. Os desafios que se colocam à nossa frente não são as favelas. É como podemos usar todos os eventos que atrairão investimentos para nos tornarmos uma cidade melhor em todos os sentidos, e não apenas num cartão-postal. E isso passa em oferecer alternativas dignas de moradia a todos os seus cidadãos. E se concentrar milhares de pessoas num espaço limitado não pode nem deve ser a única alternativa, os custos sociais das remoções impostas e para locais distantes até hoje reverberam na cidade, que não se tornou nem um pouco menos violenta por isso.

É preciso pensar num sistema de transporte que diminua efetivamente as distâncias na cidade. Qualquer governante que queira de fato enfrentar o problema habitacional no Rio deve romper com as máfias que dominam o caótico e ineficiente sistema de transportes públicos da cidade. Neste caso, sim, não há como fazer diferente. É pensar num planejamento urbano que destine moradias baratas tanto nas margens da avenida Brasil quanto nos terrenos de propriedade da prefeitura e do estado que ficam na Barra da Tijuca, por que não?

Esse é o desafio. Podemos agora projetar o Rio que queremos para nosso futuro, filhos e netos. Caloroso, afável e de braços abertos como lembrávamos ou ouvíamos dizer; ou triste, rancoroso e de punho cerrado, como temos vivido, e que os únicos (ah, eles existem...) que lucram com isso querem aprofundar...

terça-feira, 27 de abril de 2010

Bolivia: Un nuevo movimiento contra el cambio climático

Naomi Klein
La Jornada

Cochabamba, Bolivia. Eran las 11 de la mañana y Evo Morales había transformado el estadio de futbol en un gigantesco salón de clases, y había reunido una variedad de objetos de utilería: platos de cartón, vasos de plástico, impermeables desechables, jícaras hechas a mano, platos de madera y coloridos ponchos. Todos jugaron un papel para demostrar un punto principal: para luchar contra el cambio climático necesitamos recuperar los valores de los indígenas.

Sin embargo, los países ricos tienen poco interés en aprender estas lecciones y, al contrario, promueven un plan que, en el mejor de los casos, incrementaría la temperatura global promedio en dos centígrados. Eso implicaría que se derritieran los glaciares de los Andes y los Himalaya, le dijo Morales a las miles de personas reunidas en el estadio, como parte de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra. Lo que no necesitaba decir es que no importa cuán sustentablemente elija vivir el pueblo boliviano, pues no tiene el poder para salvar sus glaciares. La cumbre climática en Bolivia ha tenido sus momentos de alegría, levedad y absurdos. Sin embargo, en el fondo, se siente la emoción que provocó este encuentro: rabia contra la impotencia.

No hay por qué sorprenderse. Bolivia está en medio de una dramática transformación política, una que nacionalizó las industrias clave y elevó como nunca antes las voces de los indígenas. Pero en lo que se refiere a su crisis existencial más apremiante –el hecho de que sus glaciares se derriten a un ritmo alarmante, lo cual amenaza el suministro de agua en dos de las principales ciudades–, los bolivianos no pueden cambiar su destino por sí solos.

Eso se debe a que las acciones que provocan el derretimiento no se realizan en Bolivia, sino en las autopistas y las zonas industriales de los países fuertemente industrializados. En Copenhague, los dirigentes de las naciones en peligro, como Bolivia y Tuvalu, argumentaron apasionadamente en favor del tipo de reducciones a las emisiones de gases que podrían evitar una catástrofe. Amablemente les dijeron que la voluntad política en el Norte simplemente no existía. Y más: Estados Unidos dejó claro que no necesitaba que países pequeños como Bolivia fueran parte de una solución climática. Negociaría un acuerdo con otros emisores pesados a puerta cerrada y el resto del mundo sería informado de los resultados e invitado a firmar, lo cual es precisamente lo que ocurrió con el Acuerdo de Copenhague. Cuando Bolivia y Ecuador rehusaron aprobarlo en automático, el gobierno estadunidense recortó su ayuda climática en 3 millones y 2.5 millones de dólares, respectivamente. No es un proceso de a gratis, explicó Jonathan Pershing, negociador climático estadunidense. (Aquí está la respuesta para cualquiera que se pregunte por qué los activistas del Sur rechazan la idea del apoyo climático y, en cambio, demandan el pago de deudas climáticas.) El mensaje de Pershing era escalofriante: si eres pobre, no tienes derecho a priorizar tu propio supervivencia.

Cuando Morales invitó a los movimientos sociales y los defensores de la madre tierra, científicos, académicos, abogados y gobiernos, a venir a Cochabamba a un nuevo tipo de cumbre climática, fue una revuelta contra esta sensación de impotencia, fue un intento por construir una base de poder en torno al derecho a sobrevivir.

El gobierno boliviano arrancó las discusiones proponiendo cuatro grandes ideas: que se debería otorgar derechos a la naturaleza, que protejan de la aniquilación a los ecosistemas (una declaración universal de los derechos de la madre tierra); que aquellos que violen esos derechos y otros acuerdos ambientales internacionales deberían enfrentar consecuencias legales (un tribunal de justicia climática); que los países pobres deberían recibir varios tipos de compensación por una crisis que ellos enfrentan pero tuvieron poco que ver en crear (deuda climática), y que debería haber un mecanismo para que la gente en el mundo exprese sus puntos de vista sobre estos temas (un referéndum mundial de los pueblos sobre cambio climático).

La siguiente etapa fue invitar a la sociedad civil global a ir discutiendo los detalles. Se instalaron 17 grupos de trabajo y después de semanas de discusión en línea se reunieron durante una semana en Cochabamba, con el fin de presentar sus recomendaciones finales al término de la cumbre. El proceso es fascinante pero lejos de ser perfecto (por ejemplo, como señaló Jim Shultz de Democracy Center, al parecer, el grupo de trabajo sobre el referendo invirtió más tiempo discutiendo si añadir una pregunta sobre abolir el capitalismo que discutiendo cómo se le hace para llevar a cabo una consulta global). Sin embargo, el entusiasta compromiso de Bolivia con la democracia participativa podría ser la contribución más importante de la cumbre.

Esto porque luego de la debacle de Copenhague un tema de discusión tremendamente peligroso se volvió viral: la verdadera culpable del fracaso era la democracia en sí. El proceso de la Organización de Naciones Unidas (ONU), que da votos con el mismo peso a 192 países, simplemente era demasiado difícil de manejar. Era mejor encontrar soluciones en grupos pequeños. Hasta las voces ambientales de confianza, como James Lovelock, cayeron en la trampa: Tengo la sensación de que el cambio climático puede ser un tema tan severo como la guerra, le dijo a The Guardian recientemente. Quizá sea necesario poner a la democracia en pausa durante un tiempo. Pero en realidad son estos pequeños grupos, como el club privado que forzó el Acuerdo de Copenhague, los que han ocasionado que perdamos terreno y debilitado los acuerdos existentes, que de por sí son inadecuados. En cambio, la política de cambio climático llevada a Copenhague por Bolivia fue redactada por los movimientos sociales mediante un proceso participativo y el resultado final fue, hasta el momento, la visión más transformadora y radical.

Con la cumbre de Cochabamba, Bolivia intenta globalizar lo que logró a escala nacional e invitar al mundo a participar en redactar una agenda climática conjunta, antes del próximo encuentro sobre cambio climático de la ONU, en Cancún. En palabras del embajador de Bolivia ante Naciones Unidas, Pablo Solón, la única cosa que puede salvar a la humanidad de una tragedia es el ejercicio de la democracia global. Si está en lo correcto, el proceso boliviano podría no sólo salvar a nuestro planeta que está calentándose, sino también a nuestras democracias en vías del fracaso. No está mal el trato.

segunda-feira, 26 de abril de 2010

Gramsci y el genocidio armenio

Osvaldo Bayer
Página 12

Otro nuevo aniversario de uno de los mayores crímenes de la humanidad: el genocidio armenio cometido por Turquía. La muerte de miles y miles de niños, mujeres y hombres en manos de esbirros y de aquellos que se creían dueños de la vida y la muerte. Para recordar esto –como lo hacemos siempre para mantener la memoria de las injusticias y el terrorismo de Estado– reproduciremos hoy un hallazgo, un documento sobre ese genocidio, hasta hoy nunca publicado. Es un artículo sobre este tema del gran teórico político Antonio Gramsci, muerto en las cárceles de Mussolini. Uno de los pensadores más lúcidos del siglo pasado. Y más todavía, el artículo va con una presentación del escritor y periodista Emilio Corbière, quien nos dejó para siempre no hace mucho y quien fue el que hizo este verdadero hallazgo. Leamos primero a su presentador, Emilio Corbière, y luego la fundamental opinión de Antonio Gramsci: “Antonio Gramsci y la cuestión Armenia”, por Emilio Corbière:

“Gramsci tenía 25 años cuando escribió su condena del genocidio armenio en el marco de una Europa conmovida por la guerra, pero ignorante de la terrible tragedia que vivían los armenios masacrados sin piedad por los turcos. Quien sería la mentalidad más esclarecida del marxismo occidental, político, pensador, periodista, organizador, demostró con su actitud franca ante el genocidio sus firmes convicciones humanistas.

“Bien pudo afirmar Benedetto Croce, en 1947, sobre el mártir antifascista Gramsci: ‘Recomendaba años atrás a los jóvenes comunistas napolitanos, armados de un catecismo filosófico escrito por Stalin, levantar los ojos a las estatuas que hay en Nápoles de Tomás de Aquino, Giordano Bruno, Tommaso Campanella, Giambattista Vico y otros grandes pensadores nuestros y dedicarse a llevar la teoría comunista, si podían, a aquella altura y empalmarla a aquella tradición. Pero ahora les señalo no una estatua de mármol sino un hombre conocido en persona por muchos de ellos y cuyo recuerdo deberían mantener vivo por algo mejor que el vacuo sonido de su nombre: Gramsci’.

“De esa altura moral fue Gramsci, a quien, con acierto, Croce comparó con el Aquinante, con Bruno –también mártir– y con Vico. Es importante recordar esta página inédita del político y filósofo de izquierda, por dos razones. La primera, para destacar su ferviente humanismo; la segunda, porque el genocidio armenio todavía es una llaga lacerante en la historia de la civilización de nuestro tiempo.

“Cuando la mayoría callaba, o era indiferente, el joven Gramsci condenó el genocidio y llamó la atención desde una modesta hoja socialista regional, llamando la atención sobre el drama que culminaría con más de un millón y medio de armenios asesinados.

“Pocas voces se habían levantado contra la agresión desde fines del siglo XIX. Los franceses Anatole France y Jean Jaurès habían hecho escuchar sus demandas aisladas. También en el campo socialdemócrata alemán lo hicieron el judeoalemán Eduard Bernstein y la revolucionaria polaca Rosa Luxemburgo. Sin embargo, se trató de testimonios personales, aislados, sin ninguna fuerza como para llegar a la conciencia de los gobiernos y las monarquías europeas. El Papa romano, los líderes religiosos, los príncipes, los gobiernos republicanos, todos callaron.

“Bernstein, en su escrito, denunció que la mano criminal había sido turca pero que había complicidades de grandes potencias, entre ellas, Gran Bretaña. El renacimiento cultural y sociopolítico de los armenios a finales y principios de siglo estaba acompañado por un fuerte contenido nacional y revolucionario. Aseguraba que muchas cancillerías y políticos imperialistas creyeron ver el fantasma de la revolución socialista que venían anunciando los intelectuales y militantes de esa concepción en el centro de Europa y en el Este eslavo, y que la misma se podría producir en Armenia. En 1915 el drama culminó con el genocidio, sobre el cual los armenios reclaman ahora justicia y verdad.

“El 11 de marzo de 1916, en el semanario socialista El Grito del Pueblo, Antonio Gramsci, descendiente de italianos y albaneses, hace un llamamiento a favor de los armenios. El periódico había aparecido dos años antes y en la misma época que escribió su nota sobre los armenios, publicó, muy joven, su célebre trabajo ‘Socialismo y cultura’. Gramsci había nacido el 22 de enero de 1891, en el seno de una humilde familia de Ales, Cagliari, isla de Cerdeña. Se afilió muy joven al Partido Socialista Italiano y sus primeros trabajos políticos los editó El Grito del Pueblo. Posteriormente dio vida al órgano de las Juventudes Socialistas, La Ciudad Futura, y pasó a encabezar la posición de izquierda del PSI. En 1919, desde las páginas de L’Ordine Nuovo defendió los consejos de fábrica durante el proceso revolucionario vivido en el Turín rojo. Al año siguiente, convertido en líder e ideólogo del movimiento consejista, publicó su tesis ‘Por una renovación del Partido Socialista’.

“En 1921 encabezó con Bordiga y Togliatti, después del Congreso de Livorno, el Partido Comunista Italiano, cuya secretaría pasó a ocupar. “Político, diputado, publicista, permaneció preso en las cárceles de Mussolini desde 1926, cuando fue detenido a pesar de su inmunidad parlamentaria, hasta su muerte, ocurrida el 27 de abril de 1937. El fiscal fascista, en su alegato, había afirmado: ‘Tenemos que impedir durante veinte años que este cerebro funcione’.

“Pero, a pesar de su martirologio, el líder comunista logró trascender su encierro con su firme conciencia de intelectual y político revolucionario. De esa época datan sus Cuadernos de la cárcel, que desglosados en seis volúmenes reúnen sus estudios sobre: El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce, Los intelectuales y la organización de la cultura, El resorgimento, Notas sobre Maquiavelo, la política y el Estado moderno, Literatura y vida nacional y Pasado y presente.

“La importancia de Gramsci en el siglo XXI, especialmente para el socialismo en los países del Tercer Mundo, y, en general, para el mundo occidental, cada día se reafirma más.”

Una página inédita

A continuación, en forma íntegra, el artículo juvenil de Gramsci sobre la cuestión armenia, publicado en El Grito del Pueblo, el 11 de marzo de 1916:

“Es siempre la misma historia. Para que un hecho nos interese, nos toque, es necesario que se torne parte de nuestra vida interior, es necesario que no se origine lejos de nosotros, que sea de personas que conocemos, de personas que pertenezcan al círculo de nuestro espacio humano.

“En Padre Goriot, Balzac hace formular a Rastignac la siguiente pregunta: ‘Si cada vez que comiese una naranja, muriera un chino, ¿desistiría usted de comer naranjas?’. Y Rastignac responde más o menos lo siguiente: ‘Las naranjas están cerca de mí, yo las conozco, los chinos están tan distantes que no sé si realmente existen’.

“Tal vez nunca llegaremos a dar la respuesta cínica de Rastignac. Entre tanto, cuando vimos que los turcos masacraban a millones de armenios, ¿sentimos el mismo dolor agudo que experimentamos cuando somos testigos del sufrimiento y la agonía, o cuando los alemanes invadieron Bélgica? Es una gran injusticia no ser reconocido. Eso significa quedar aislado, cerrarse en el propio dolor, sin posibilidad de contar con el apoyo de afuera o de la comparación. Para una nación significa la desintegración lenta, la anulación progresiva de los lazos internacionales. Significa ser abandonado, quedar indefenso frente a los que no tienen razón, pero sí tienen espada y dicen cumplir un deber religioso a través de la destrucción del infiel. Así, en sus momentos más dramáticos, Armenia solamente recibió unas pocas expresiones verbales de conmiseración y de repudio a sus ejecutores. ‘Las masacres armenias’ se tornaron proverbiales, pero fueron apenas palabras que sonaron huecas y fallaron en configurar las imágenes de hombres de carne y hueso. Hubiera sido posible obligar a Turquía –dependiente como era de todas las naciones europeas– a no atormentar a quienes tenían como único deseo ser dejados en paz.

“Nada fue hecho, o por lo menos nada que produjese resultados concretos. Apenas Vico Mantegazzo citó, ocasionalmente, a Armenia, en sus prolijas divulgaciones sobre política oriental. La Primera Guerra Mundial levantó, una vez más, la Cuestión Armenia, más sin mucha convicción. Cuando Erzerum cayó en poder de los rusos la retirada de los turcos de los territorios armenios recibió en nuestra prensa menor espacio que el dedicado al aterrizaje del Zeppelin en Francia.

“Los armenios que están desplegados por Europa debían habernos hablado sobre su país, su historia, su literatura. Lo mismo que aconteció en Persia, ocurrió con Armenia. ¿Quién sabe que los grandes árabes (Avicena, Averroes y otros) son en verdad persas? ¿Quién sabe que casi todas las cosas que pertenecen a la civilización árabe son en realidad persas? O aún más, ¿cuántos de vosotros tenéis conciencia de que todos los esfuerzos recientes para modernizar Turquía se deben a los judíos y a los armenios?

“Los armenios deberían haber hecho conocer Armenia. Deberían haberla traído a la vida y a las mentes de los que la ignoran, que nada saben a su respecto y que por eso no le tienen simpatía. “Alguna cosa está siendo hecha en Turín. Una revista llamada Armenia está siendo publicada, y a través de diferentes colaboradores se habla sobre el pueblo armenio: quiénes son, qué quieren, en qué se pretenden transformar.

“En ese proyecto, debe ser incluida la publicación de varios libros que introduzcan más persuasivamente y con mayor fuerza a la historia, la cultura, la poesía y la lengua del pueblo armenio.”

Hasta allí Gramsci. Siempre un adelantado. Siempre con los que sufren. Los argentinos, en los organismos internacionales, debemos luchar para que Turquía reconozca su genocidio en todos sus detalles. Nosotros, que en nuestro territorio ocurrió el nefasto método de la “desaparición de personas”, uno de los peores crímenes masivos de la historia de la humanidad, la llamada “muerte argentina”, tenemos ese deber de conciencia.

domingo, 25 de abril de 2010

Usos y abusos de la sociedad civil


José Natanson
Página 12

Las transformaciones experimentadas por la democracia en tiempos de globalización, auge de los medios de comunicación e individuación de la vida social se reflejan también en la sociedad civil. Desaparecida por obsoleta la idea de pueblo (en el sentido de una entidad única, unánime en sus convicciones y protagonista de una relación bilateral con el líder), las investigaciones y estudios tienden a hablar, cada vez más, de “ciudadanía”: capaz de asociarse y actuar en un marco de democracia liberal, la ciudadanía carece de la supuesta homogeneidad del pueblo.

Como sostiene Isidoro Cheresky (Ciudadanía, sociedad civil y participación política, Miño y Dávila), la ciudadanía hoy parece manifestarse, básicamente, en dos formas polares: la audiencia y el estallido. La primera es conocida: su protagonista, la opinión pública, se expresa a través de los medios masivos de comunicación y, aunque a primera vista parece asumir una posición meramente pasiva, una especie de grado cero de ciudadanía, deja entrever sus preferencias políticas por vía de las encuestas, que marcan su pulso (y a menudo el de los políticos).

La segunda forma, el estallido, es episódica, aunque muchas veces produzca efectos deletéreos, y a veces revela, dramáticamente, la anomia social encubierta. Es la ciudadanía como multitud, muy presente en la transición pos-neoliberal latinoamericana, desde el Caracazo venezolano de 1989 hasta, más cerca en el tiempo, las protestas indígenas que desembocaron en el golpe de Estado contra Jamil Mahuad en el 2000, o las guerras bolivianas del gas y del agua, y por supuesto en el cacerolazo de diciembre del 2001 en la Argentina.

Entre estos dos polos, la audiencia y el estallido, existe también una trama de “militancia social” –comedores, cooperativas, empresas recuperadas, microempredimientos– que le otorga densidad a la sociedad civil local. Sin embargo, pese al entusiasmo de algunos académicos fascinados con la creatividad de sectores sociales a los que en general no pertenecen, se trata de experiencias interesantes como laboratorio social, pero ciertamente irrelevantes en una mirada general de la economía y la política: ninguna de ellas, ni todas ellas sumadas, han logrado incidir en el curso de las grandes políticas nacionales (cosa que sí hace la sociedad civil como audiencia y la sociedad civil como estallido).

Y existe también una sociedad civil compuesta por organizaciones de “representatividad virtual”, que acumulan un largo trabajo y varias conquistas, cuyo paradigma son los organismos de derechos humanos. Con su movilización siempre pacífica, su apelación a los mecanismos legales (juicios, cambios en la legislación, etc.) y su capacidad para aprovechar los avances tecnológicos (presencia en los medios de comunicación, genética) han sido los grandes fundadores de la sociedad civil argentina contemporánea. Como señala Enrique Peruzotti (“La democratización de la democracia. Cultura política, esfera pública y aprendizaje colectivo”), el discurso de los derechos humanos permitió reunir dos cuestiones que la tradición populista había separado, democracia y constitucionalismo, y ubicarlas como un todo indivisible. Los organismos de derechos humanos no sólo definieron los contornos de la sociedad civil, sino que también incidieron en la forma de nuestra democracia, marcando una ruptura político-cultural que ha sido más fuerte en sociedades como la nuestra, con un fuerte pasado populista, que en aquellas de tradición más liberal, como la chilena o la uruguaya.

En este contexto, la asamblea de vecinos de Gualeguaychú es una excepción. No es la ciudadanía como audiencia, ni un estallido que se apagó como los fuegos de octubre, no es un organismo de derechos humanos y su perfil socioeconómico se encuentra varios deciles por arriba del promedio de las organizaciones sociales de base. Aunque de raíz obviamente local, ha adquirido peso nacional.

¿Cómo se explica esta excepcionalidad? En primer lugar, por las características particulares de Gualeguaychú, que pese a sus escasos 76 mil habitantes no es una ciudad más. Con una larga historia y un fuerte protagonismo en las guerras federales (fue en la isla Libertad, frente a sus costas, donde Urquiza reunió al Ejército Grande), Gualeguaychú ha desarrollado una identidad propia, relacionada con el río, el paisaje y, por supuesto, el carnaval (el hecho de que la primera gran marcha contra las pasteras, el 30 de abril del 2005, haya partido del Corsódromo es sintomático). Cuenta con un sector de servicios hiperdesarrollado (1200 plazas hoteleras, 2500 camas en cabañas de alquiler y 17 campings) que, junto a la pequeña y mediana actividad agropecuaria, sostiene a la pequeña-burguesía que hegemoniza la sociedad local.

El sentido de identidad de Gualeguaychú, su relación con el paisaje y el río, quizás ayuden a explicar la sensación de desastre inminente que se instaló cuando comenzó a construirse la pastera, lo que, a su vez, llevó a la elección del eje programático de la protesta. Como sostienen Vicente Palermo y Carlos Reboratti (Del otro lado de río. Ambientalismo y política entre argentinos y uruguayos, Edhasa), la consigna elegida no fue “no a la contaminación”, posición que podría ser defendida mediante, por ejemplo, la elaboración de estudios de monitoreo ambiental conjuntos entre ambos gobiernos, con participación de los vecinos. El slogan fue “no a las papeleras”, lo que implicaba que la única forma de evitar la contaminación era que las plantas no existieran, con un giro dramático expresado en frases como “No a las papeleras, sí a la vida” o “Si Botnia nace, Gualeguaychú muere”, que hacían imposible cualquier camino intermedio y bloqueaban cualquier solución diferente al desmantelamiento de la pastera.

Pero ni las características particulares de Gualeguaychú ni la elección de la consigna alcanzan para explicar la excepcionalidad de la protesta y el alcance que adquirió. Los vecinos consiguieron: incidir en la designación de la máxima autoridad nacional en materia de medio ambiente, impulsar al Estado argentino a presentar la primer demanda internacional ante La Haya, nada menos que contra Uruguay, y condicionar la política exterior del país durante varios años.

Fue, claro, la herramienta elegida, el corte de ruta, lo que les permitió hacer todas estas cosas. Un instrumento de acción directa que otras organizaciones utilizaron y utilizan, aunque siempre de manera transitoria (ni al grupo de piqueteros más rebelde se le ocurriría mantener cortada una ruta durante años) y que puede ser calificado como un recurso extremo en la medida en que implica un daño a terceros (es decir, lo que cualquier manual de táctica y estrategia recomendaría dejar para el final).

Y esto, a su vez, se explica por el método elegido para tomar las decisiones. Como se señalé en otra oportunidad (18/1/2009), los habitantes de Gualeguaychú podrían haber optado por otro sistema: una comisión de vecinos encargada de negociar, la votación de un mandato para el gobernador o el intendente o la designación de un comité de especialistas en medio ambiente. Pero se inclinaron por la asamblea, en la que cualquier decisión es sometida a la consideración general en reuniones totalmente abiertas y horizontales, donde todos tienen la posibilidad de participar.

Pero la asamblea tiene problemas. En tanto método de decisión política, puede ser útil y democrática en ambientes pequeños, como la asamblea de trabajadores de una fábrica o una reunión de consorcistas, es decir, para ámbitos bien delimitados (la asamblea de Ford puede decidir sobre los trabajadores de Ford, pero no sobre los de Peugeot). También puede ser un mecanismo eficaz para destrabar algún tema puntual consultando a la población a través de un plebiscito, aunque eso requiere ciertas reglas institucionales (curiosamente, los vecinos de Gualeguaychú descartaron indignados la propuesta de realizar un plebiscito formulada por Jorge Busti, lo que revela que el amor por los métodos de democracia directa decae cuando existe el riesgo de que se modifiquen las decisiones).

En todo caso, el problema de la asamblea –que es el problema de la democracia directa en las sociedades de masas– es que se distorsiona cuando se trata de desarrollar estrategias sostenidas en el tiempo. Y es que en toda asamblea tiende a imponerse una dinámica gravitatoria que impulsa la radicalización de las posiciones y que se agudiza cuando, como en Gualeguaychú, se actúa con una lógica de ciudad sitiada. En estos casos, los halcones se comen a las palomas y la posibilidad de revertir una decisión ya tomada se hace prácticamente imposible. Y es que debe haber pocos métodos menos adecuados que una asamblea para llevar adelante negociaciones complejas, que exigen astucia táctica para, recurriendo a la jerga castrense, obtener resultados estratégicos. Sucede que en una asamblea no existen los mecanismos de representación que permiten elegir una conducción que se autonomice de las bases y adquiera márgenes de libertad. Como cualquier decisión debe ser sometida a la consideración de todos los vecinos, los atributos básicos de un buen negociador –prudencia, astucia, secreto– se hacen imposibles.

Retomando las ideas señaladas al comienzo, la excepcionalidad de Gualeguaychú, en el marco de la sociedad civil argentina, se explica por varios factores –la fuerte identidad local, la consigna elegida y el método de protesta adoptado– relacionados entre sí. Y también, por supuesto, por los derrapes de ambos gobiernos y por el aval conseguido en un sector de la sociedad y los medios de comunicación, al menos al comienzo. Y en este sentido resulta interesante llamar la atención sobre una tendencia, curiosamente presente en círculos ilustrados, a confundir el método con la meta. El razonamiento es el siguiente: como la asamblea es un mecanismo democrático, igualitario y transparente, entonces todas sus decisiones son necesariamente buenas. Es una falacia, por supuesto, y si no a las pruebas me remito. Para no caer en los miles de ejemplos históricos de asambleas que adoptaron decisiones atroces, sugiero uno más suave y más cercano. En pleno conflicto Gobierno-campo, la protesta de los productores rurales adquirió un formato asombrosamente parecido al de Gualeguaychú: el mismo método de decisión (la asamblea), para una misma herramienta (el corte de rutas), adoptada por personas de similar extracción social (al menos clase media) y hasta algunos liderazgos coincidentes (el incombustible Alfredo de Angeli, a quien en estos días hemos visto revivir al calor de la protesta ambientalista).

sábado, 24 de abril de 2010

Cochabamba, la guerra del agua y el cambio climático



Amy Goodman
Democracy Now

En esta pequeña nación andina de diez millones de habitantes, los glaciares están sufriendo el deshielo, amenazando el suministro de agua de la mayor zona urbana del país, El Alto y La Paz, con tres millones y medio de personas que viven a más de tres mil metros de altura. Viajé desde el Aeropuerto Internacional El Alto, el aeropuerto comercial más alto del mundo, a la ciudad de Cochabamba.

El Presidente boliviano Evo Morales llama a Cochabamba el corazón de Bolivia. Fue aquí donde hace diez años, como dijo un observador, tuvo lugar “la primera rebelión del siglo XXI”. En lo que fue denominada la Guerra del Agua, la gente de todo Bolivia se congregó en Cochabamba para exigir que se pusiera fin a la privatización del sistema público de agua. Como me dijo Jim Shultz, fundador de la organización Centro para la Democracia, con sede en Cochabamba, “A la gente le gusta una buena historia del estilo de David y Goliat, y la revuelta del agua es David no sólo golpeando a un Goliat, sino a tres. Los denominamos las tres B: Bechtel, Banzer y el Banco”. Shultz explicó que el Banco Mundial coercionó al gobierno boliviano del entonces Presidente Hugo Banzer, que había sido dictador en la década del 70, para que privatizara el sistema de agua de Cochabamba. La empresa multinacional Bechtel, la única licitante, asumió el control de la gestión pública del agua.

El domingo caminé por la Plaza Principal, en el centro de Cochabamba, con Marcela Olivera, que participó en las protestas callejeras hace diez años. Le pregunté acerca de la pancarta original del movimiento, que fue colocada para el aniversario y dice “¡El agua es nuestra, carajo!”. Bechtel estaba aumentando las tarifas del agua. Los primeros en sentirlo fueron los campesinos, que dependen del riego. Solicitaron el apoyo de los trabajadores fabriles de la ciudad. Oscar Olivera, el hermano de Marcela, era su líder. Proclamó en una de las manifestaciones: “Si el gobierno no quiere que la empresa de agua se vaya del país, la gente los echará”.

Marcela recordó: “El 4 de febrero convocamos a la gente a una movilización aquí. La llamamos ‘la toma de la plaza’. Iba a ser el encuentro de la gente del campo, el campo viniendo aquí para reunirse con la gente de la ciudad, porque era una demanda de la gente del campo y una demanda de la gente de la ciudad. Todos reunidos aquí al mismo tiempo. […] El gobierno dijo que no iba a permitir que eso sucediera. Varios días antes de que esto fuera a suceder, enviaron policías en patrullas y motocicletas que rodearon la ciudad, tratando de sembrar el miedo en la gente. Y el mismo día de la movilización no permitieron que la gente caminara siquiera diez metros y comenzaron a lanzarles gases. Muchos de nosotros, estoy segura, regresamos a nuestras casas y vimos en la televisión lo que estaba sucediendo en la mañana y lo que aún estaba sucediendo. Dijimos que esto no puede suceder. Estaban golpeando a las mujeres, estaban golpeando a los niños, les lanzaban gases a la gente, entonces nos alzamos y salimos a las calles”.

Cochabamba fue sitiada por la coalición de campesinos, trabajadores fabriles y cultivadores de coca, conocidos como “cocaleros”. Los disturbios y las huelgas se expandieron a otras ciudades. Durante la represión militar y el estado de emergencia declarado por Banzer, Víctor Hugo Daza, de diecisiete años, murió de un disparo en el rostro. En medio del escándalo público, Bechtel huyó de la ciudad, y su contrato con el gobierno boliviano fue cancelado. Los “cocaleros” jugaron un papel fundamental en la victoria. Su líder era Evo Morales. La Guerra del Agua de Cochabamba lo terminaría lanzando a la presidencia de Bolivia. En la cumbre de cambio climático de las Naciones Unidas en Copenhague pidió que se tomaran las medidas más estrictas para combatir el cambio climático.

Luego de la cumbre, Bolivia se negó a apoyar el Acuerdo de Copenhague no vinculante, promovido por Estados Unidos. El embajador de Bolivia ante la ONU, Pablo Solón, me dijo que como consecuencia de esto “fuimos notificados por los medios de que Estados Unidos eliminaría alrededor de tres a 3,5 millones de dólares para proyectos relacionados con el cambio climático. Y la explicación que dieron fue que nosotros no apoyábamos el Acuerdo de Copenhague”.

En lugar de aceptar el dinero de ayuda de Estados Unidos para el cambio climático, Bolivia está asumiendo un papel de liderazgo al ayudar a organizar a la sociedad civil y los gobiernos a nivel mundial con una meta común: cambiar el curso de la próxima cumbre de clima de la ONU que tendrá lugar en diciembre en Cancún, México. Por este motivo 15.000 personas de más de 120 países se han reunido aquí esta semana del Día de la Tierra, en la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra. Morales convocó la conferencia para darle a los pobres y al Sur Global la oportunidad de responder a las frustradas negociaciones de clima en Copenhague.

El embajador Solón explicó el motivo de la cumbre de los pueblos. Me dijo: “La gente me pregunta cómo esta iniciativa proviene de un país pequeño como Bolivia. Soy el embajador ante la ONU. Conozco esta institución. Si no hay presión de la sociedad civil, no habrá un cambio desde la ONU. La otra presión a los gobiernos proviene de las empresas trasnacionales. Para poder contrarrestar eso, necesitamos desarrollar una voz desde las bases”.

Esas fueron las palabras de Pablo Solón, cuyo hermano fue desaparecido por el régimen de Banzer. Ahora, como embajador de la ONU, es el único representante diplomático de Bolivia en Estados Unidos, porque este país expulsó al embajador boliviano en su territorio.

sexta-feira, 23 de abril de 2010

La brecha chiapaneca

Carlos Fazio
La Jornada

En el contexto de la estrategia de ocupación de espectro completo (full spectrum) que lleva a cabo Estados Unidos en México, por sus características particulares Chiapas ocupa un lugar central en el mapa del Pentágono. La geografía chiapaneca forma parte de la "brecha" (the gap) en la que se ubican las zonas de peligro sobre las que el hegemón del sistema capitalista mundial debe tener una política agresiva de prevención, disuasión, control e imposición de normas de funcionamiento afines a los intereses corporativos con casa matriz en la nación imperial, pero también de persecución, desarticulación y eliminación de disidentes o insurrectos, considerados enemigos.

Cabe reiterar que no se puede entender y explicar el sistema capitalista sin el concepto de guerra. La guerra es la forma esencial de reproducción del actual sistema de dominación; la guerra es consustancial a la actual fase de conquista y reconquista neocolonial de territorios y espacios sociales. Pero es también un negocio, una forma de imponer la producción de nuevas mercancías y abrir mercados con la finalidad de obtener ganancias. En ese contexto, la brecha chiapaneca se ubica en un área intensiva en biodiversidad, donde existen grandes recursos acuíferos, petróleo y minerales de uso estratégico, todo lo que da sentido práctico rentable a su apropiación territorial y espacial.

Con un agregado: lejos del ruido mediático de la hora, Chiapas, y en particular el área bajo control de las autonomías zapatistas, es una zona creativa y de resistencia civil pacífica al proyecto neoliberal. Un área donde se procesan nuevas formas de emancipación, de construcción de libertad en colectivo por diversos sujetos sociales y movimientos antisistémicos que enarbolan un pensamiento crítico, ético, anticapitalista, contrahegemónico. Fuerzas que operan al margen de las reglas de juego y los usos y costumbres del sistema, y le dan batalla en el campo cultural, donde radican la memoria histórica, las cosmovisiones y utopías. Se trata de un nuevo sujeto histórico que ya no cree en parches ni reformas dentro del sistema y, ajeno a las viejas y nuevas formas de asimilación y cooptación, ensaya otra manera de "hacer política" y de construir un poder alternativo desde abajo. Un verdadero poder popular, autogestivo, plural, de auténtica democracia participativa con sus juntas de buen gobierno, sus municipios autónomos y sus autoridades comunitarias.

Por todo eso, el EZLN, sus bases de apoyo y aliados significan un peligro real, un desafío estratégico para Washington y las grandes corporaciones de los sectores militar, petrolero, minero, biotecnológico, agroalimentario, farmacéutico, hotelero, refresquero y del falso ecoturismo, que hoy libran una sórdida guerra por la tierra y el territorio chiapaneco. Quienes se encuentran en los espacios y territorios donde existen agua, bosques, conocimientos ancestrales, códigos genéticos y otras "mercancías" son, quiéranlo o no, enemigos del capital. Por eso asistimos a una ofensiva conservadora que, bajo la forma de una guerra integral encubierta, asimétrica, irregular, prolongada y de desgaste, busca disciplinar, doblegar y/o eliminar la resistencia del campesinado indígena rebelde para llevar a cabo una restructuración del territorio de acuerdo con los intereses y requerimientos monopólicos clasistas. Se trata de una guerra privatizadora, de despeje territorial y despojo social, que echa mano de la militarización y paramilitarización del conflicto, de la contención de los movimientos sociales y la criminalización de la protesta para facilitar la libre acumulación capitalista de las trasnacionales y sus aliados vernáculos, mediante un agresivo modelo dominante de agricultura y del espacio rural; un modelo de muerte en beneficio del gran capital.

En la que fue tal vez su última aparición pública, en diciembre de 2007, el subcomandante Marcos advirtió sobre la reactivación de las agresiones militares, policiales y paramilitares en la zona de influencia zapatista. Dijo: "Quienes hemos hecho la guerra sabemos reconocer los caminos por los que se prepara y acerca. Las señales de guerra en el horizonte son claras. La guerra, como el miedo, también tiene olor. Y ahora se empieza ya a respirar su fétido olor en nuestras tierras". Anunció entonces que el EZLN entraría a una nueva fase de silencio y que se preparaba para resistir solo –abandonado por la intelectualidad progresista y de izquierda ante el supuesto “bajo rating mediático y teórico” del zapatismo– la defensa de la tierra y del territorio recuperado desde 1994 y bajo control de las autonomías, ante la nueva ofensiva que preparaba el émulo de Victoriano Huerta, Felipe Calderón, con su capitalismo de cuartel.

Desde entonces, como parte de la misma estrategia de ocupación de espectro completo diseñada por el Pentágono, la geografía chiapaneca se llenó de retenes y vehículos militares artillados; reaparecieron los operativos de disuasión e inteligencia, los patrullajes y sobrevuelos en zonas consideradas focos rojos, y se reposicionó al Ejército en comunidades con antecedentes de resistencia civil, al tiempo que autoridades locales y federales llevaron a cabo desalojos violentos y reubicaciones forzosas de comunidades indígenas en la Reserva de Biosfera de Montes Azules y otras áreas, como parte de una estrategia de despeje y control territorial que, disfrazada de un "espíritu conservacionista", busca desplazar a la población para facilitar la apropiación y mercantilización de la tierra y los recursos naturales por el gran capital. Eso explica, también, que articulados desde la sede de la 31 Zona Militar de Rancho Nuevo, grupos paramilitares como la OPDDIC (Organización para la Defensa de los Derechos Indígenas y Campesinos) y el llamado Ejército de Dios (bajo disfraz evangélico) estén hostigando y destruyendo comunidades zapatistas.

quinta-feira, 22 de abril de 2010

América Latina: 200 años de fatalidad


Bolívar Echeverría
Sin permiso


No falta ironía en el hecho de que las repúblicas nacionales que se erigieron en el siglo XIX en América latina terminaran por comportarse muy a pesar suyo precisamente de acuerdo a un modelo que declaraban detestar, el de su propia modernidad –la modernidad barroca, configurada en el continente americano durante los siglos XVII y XVIII-. Pretendiendo “modernizarse”, es decir, obedeciendo a un claro afán de abandonar el modelo propio y adoptar uno más exitoso en términos mercantiles –si no el anglosajón al menos el de la modernidad proveniente de Francia e impuesto en la península ibérica por el Despotismo Ilustrado-, las capas poderosas de las sociedades latinoamericanas se vieron compelidas a construir repúblicas o estados nacionales que no eran, que no podían ser, como ellas lo querían, copias o imitaciones de los estados capitalistas europeos; que debieron ser otra cosa: representaciones, versiones teatrales, repeticiones miméticas de los mismos; edificios en los que, de manera inconfundiblemente barroca, lo imaginario tiende a ponerse en el lugar de lo real.

Y es que sus intentos de seguir, copiar o imitar el productivismo capitalista se topaban una y otra vez con el gesto de rechazo de la “mano invisible del mercado”, que parecía tener el encargo de encontrar para esas empresas estatales de la América latina una ubicación especial dentro de la reproducción capitalista global, una función ancilar. En la conformación conflictiva de la tasa de ganancia capitalista, ellas vinieron a rebajar sistemáticamente la participación que le corresponde forzosamente a la renta de la tierra, recobrando así para el capital productivo, mediante un bypass, una parte del plusvalor generado bajo este capital y aparentemente “desviado” para pagar por el uso de la naturaleza que los señores (sean ellos privados, como los hacendados, o públicos, como la república) ocupan con violencia. Gracias a esas empresas estatales, a la acción de sus “fuerzas vivas”, las fuentes de materia prima y de energía -cuya presencia en el mercado, junto a la de la fuerza de trabajo barata de que disponen, constituye el fundamento de su riqueza- vieron especialmente reducido su precio en el mercado mundial. En estados como los latinoamericanos, los dueños de la tierra, públicos o privados, fueron llevados “por las circunstancias” a cercenar su renta, y con ello indirectamente la renta de la tierra en toda la “economía-mundo” occidental, en beneficio de la ganancia del capital productivo concentrado en los estados de Europa y Norteamérica.

Al hacerlo, condenaron a la masa de dinero-renta de sus propias repúblicas a permanecer siempre en calidad de capital en mercancías, sin alcanzar la medida crítica de dinero-capital que iba siendo necesaria para dar el salto hacia la categoría de capital productivo, quedando ellos también –pese a los contados ejemplos de “prohombres de la industria y el progreso”- en calidad de simples rentistas disfrazados de comerciantes y usureros, y condenando a sus repúblicas a la existencia subordinada que siempre han tenido. Sin embargo, disminuida y todo, reducida a una discreta “mordida” en esa renta devaluada de la tierra, la masa de dinero que el mercado ponía a disposición de las empresas latinoamericanas y sus estados resultó suficiente para financiar la vitalidad de esas fuerzas vivas y el despilfarro “discretamente pecaminoso” de los happy few que se reunían en torno a ellas. La sobrevivencia de los otros, los cuasi “naturales”, los socios no plenos del estado o los semi-ciudadanos de la república, siguió a cargo de la naturaleza salvaje y de la magnanimidad de “los de arriba”, es decir, de la avara voluntad divina. Pero, sobre todo, las ganancias de estas empresas y sus estados resultaron suficientes para otorgar verosimilitud al remedo o representación mimética que permitía a éstos últimos jugar a ser lo que no eran, a hacer “como si” fueran estados instaurados por el capital productivo, y no simples asambleas de terratenientes y comerciantes al servicio del mismo.

Privadas de esa fase o momento clave en el que la reproducción capitalista de la riqueza nacional pasa por la reproducción de la estructura técnica de sus medios de producción –por su ampliación, fortalecimiento y renovación-, las repúblicas que se asentaron sobre las poblaciones y los territorios de la América latina han mantenido una relación con el capital -con el “sujeto real” de la historia moderna, salido de la enajenación de la subjetividad humana- que ha debido ser siempre demasiado mediata o indirecta. Desde las “revoluciones de independencia” han sido repúblicas dependientes de otros estados mayores, más cercanos a ese sujeto determinante; situación que ha implicado una disminución substancial de su poder real y, consecuentemente, de su soberanía. La vida política que se ha escenificado en ellas ha sido así más simbólica que efectiva; casi nada de lo que se disputa en su escenario tiene consecuencias verdaderamente decisivas o que vayan más allá de lo cosmético. Dada su condición de dependencia económica, a las repúblicas nacionales latinoamericanas sólo les está permitido traer al foro de su política las disposiciones emanadas del capital una vez que éstas han sido ya filtradas e interpretadas convenientemente en los estados donde él tiene su residencia preferida. Han sido estados capitalistas adoptados sólo de lejos por el capital, entidades ficticias, separadas de “la realidad”. [1]

De todos modos, la pregunta está ahí: los resultados de la fundación hace dos siglos de los estados nacionales en los que viven actualmente los latinoamericanos y que los definen en lo que son, ¿no justifican de manera suficiente los festejos que tienen lugar este año? ¿Los argentinos, brasileños, mexicanos, ecuatorianos, etcétera, no deben estar orgullosos de ser lo que son, o de ser simplemente “latinos”?

No cabe duda de que, incluso en medio de la pérdida de autoestima más abrumadora es imposible vivir sin un cierto grado de autoafirmación, de satisfacción consigo mismo y por tanto de “orgullo” de ser lo que se es, aunque esa satisfacción y ese “orgullo” deban esconderse tanto que resulten imperceptibles. Y decir autoafirmación es lo mismo que decir reafirmación de identidad. Resulta por ello pertinente preguntarse si esa identidad de la que los latinoamericanos pudieran estar orgullosos y que tal vez quisieran festejar feliz e ingenuamente en este año no sigue siendo tal vez precisamente la misma identidad embaucadora, aparentemente armonizadora de contradicciones insalvables entre opresores y oprimidos, ideada ad hoc por los impulsores de las repúblicas “poscoloniales” después del colapso del Imperio Español y de las “revoluciones” o “guerras de independencia” que lo acompañaron. Una identidad que, por lo demás, a juzgar por la retórica ostentosamente bolivariana de los mass media que en estos días convocan a exaltarla, parece fundirse en otra, de igual esencia que la anterior pero de alcances continentales: la de una nación omniabarcante, la “nación latina”, que un espantoso mega-estado capitalista latinoamericano, aún en ciernes, estaría por poner en pie. Y es que, juzgado con más calma, el orgullo por esta identidad tendría que ser un orgullo bastante quebrado; en efecto, se trata de una identidad afectada por dolencias que la convierten también, y convincentemente, en un motivo de vergüenza, que despiertan el deseo de apartarse de ella.

La “Revolución” de Independencia, acontecimiento fundante de las repúblicas latinoamericanas que se auto-festejan este año, vino a reeditar, “corregido y aumentado” el abandono que el Despotismo Ilustrado trajo consigo de una práctica de convivencia pese a todo incluyente que había prevalecido en la sociedades americanas durante todo el largo “siglo barroco”, la práctica del mestizaje; una práctica que –pese a sufrir el marcado efecto jerarquizador de las instituciones monárquicas a las que se sometía- tendía hacia un modo bastante abierto de integración de todo el cuerpo social de los habitantes del continente americano. Bienvenido por la mitad hispanizante de los criollos y rechazado por la otra, la de los criollos aindiados, el Despotismo Ilustrado llegó, importado de la Francia borbónica. Con él se implantó en América la distinción entre “metrópolis” y “colonia” y se consagró al modo de vida de la primera, con sus sucursales ultramarinas, como el único “portador de civilización”; un modo de vida que, si quería ser consecuente, debía primero distinguirse y apartarse de los modos de vida de la población natural colonizada, para proceder luego a someterlos y aniquilarlos. Este abandono del mestizaje en la práctica social, la introducción de un “apartheid latino” que, más allá de jerarquizar el cuerpo social, lo escinde en una parte convocada y otra rechazada, están en la base de la creación y la permanencia de las repúblicas latinoamericanas. Se trata de repúblicas cuyo carácter excluyente u “oligárquico” -en el sentido etimológico de “concerniente a unos pocos”-, propio de todo estado capitalista, se encuentra exagerado hasta el absurdo, hasta la automutilación. Los “muchos” que han quedado fuera de ellas son nada menos que la gran población de los indios que sobrevivieron al “cosmocidio” de la Conquista, los negros esclavizados y traídos de África y los mestizos y mulatos “de baja ralea”. Casi un siglo después, los mismos criollos franco-iberizados –“neoclásicos”- que desde la primera mitad del siglo XVIII se habían impuesto con su “despotismo ilustrado” sobre los otros, los indianizados –“barrocos”- pasaron a conformar, ya sin el cordón umbilical que los ataba a la “madre patria” y sin el estorbo de los españoles peninsulares, la clase dominante de esas repúblicas que se regocijan hoy orgullosamente por su eterna juventud.

El proyecto implícito en la constitución de estas repúblicas nacionales, que desde el siglo XIX comenzaron a flotar como islotes prepotentes sobre el cuerpo social de la población americana, imbuyéndole sus intenciones y su identidad, tenía entre sus contenidos una tarea esencial: retomar y finiquitar el proceso de conquista del siglo XVI, que se desvirtuó durante el largo siglo barroco. Es esta identidad definida en torno a la exclusión, heredada de los criollos ilustrados ensoberbecidos, la misma que, ligeramente transformada por doscientos años de historia y la conversión de la modernidad europea en modernidad “americana”, se festeja en el 2010 con bombos y platillos pero –curiosamente- “bajo estrictas medidas de seguridad”. Se trata de una identidad que sólo con la ayuda de una fuerte dosis de cinismo podría ser plenamente un motivo de “orgullo”. . . a no ser que, en virtud de un wishful thinking poderoso -acompañado de una desesperada voluntad de obnubilación-, como el que campea en Sudamérica actualmente, se la perciba en calidad de sustituida ya por otra futura, totalmente transformada en sentido democrático.

Sorprende la insistencia con que los movimientos y los líderes que pretenden construir actualmente la nueva república latinoamericana se empeñan en confundir –como pareciera que también López Velarde lo hace en su Suave patria- [2], bajo el nombre de Patria, un continuum que existiría entre aquella nación-de-estado construida hace doscientos años como deformación de la “nación natural” latinoamericana, con su identidad marmórea y “neoclásica”, y esta misma “nación natural”, con su identidad dinámica, variada y evanescente; un continuum que, sarcásticamente, no ha consistido de hecho en otra cosa que en la represión de ésta por la primera. Es como si quisieran ignorar o desconocer, por lo desmovilizador que sería reconocerla, aquella “guerra civil” sorda e inarticulada pero efectiva y sin reposo que ha tenido y tiene lugar entre la nación-de-estado de las repúblicas capitalistas y la comunidad latinoamericana en cuanto tal, en tanto que marginada y oprimida por éstas y por lo tanto contraria y enfrentada a ellas. Se trata de una confusión que lleva a ocultar el sentido revolucionario de ese wishful thinking de los movimientos sociales, a desdeñar la superación del capitalismo como el elemento central de las nuevas repúblicas y a contentarse con quitar lo destructivo que se concentraría en lo “neo-“ del “neo-liberalismo” económico, restaurando el liberalismo económico “sin adjetivos” y remodelándolo como un “capitalismo con rostro humano”. Es un quid pro quo que, bajo el supuesto de una identidad común transhistórica, compartida por opresores y oprimidos, explotadores y explotados, integrados y expulsados, pide que se lo juzgue como un engaño históricamente “productivo”, útil para reproducir la unidad y la permanencia indispensables en toda comunidad dotada de una voluntad de trascendencia. Un quid pro quo cuya eliminación sería un acto “de lesa patria”.

Desde un cierto ángulo, las “Fiestas del bicentenario”, más que de conmemoración, parecen fiestas de auto-protección contra el arrepentimiento. Al fundarse, las nuevas repúblicas estuvieron ante una gran oportunidad, la de romper con el pasado despótico ilustrado y recomponer el cuerpo social que éste había escindido. En lugar de ello, sin embargo, prefirieron exacerbar esa escisión –“último día de despotismo y primero de lo mismo”, se leía en la pinta de un muro en el Quito de entonces- sacrificando la posible integración en calidad de ciudadanos de esos miembros de la comunidad que el productivismo ilustrado había desechado por “disfuncionales”. Y decidieron además acompañar la exclusión con una parcelización de la totalidad orgánica de la población del continente americano, que era una realidad incuestionable pese a las tan invocadas dificultades geográficas.

Enfrentadas ahora a los resultados catastróficos de su historia bicentenaria, lo menos que sería de esperar de ellas es un ánimo de contrición y arrepentimiento. Pero no sucede así, lo que practican es la “denegación”, la “transmutación del pecado en virtud”. Esta cegera autopromovida ante el sufrimiento que no era necesario vivir pero que se vivió por culpa de ellas durante tanto tiempo las aleja de todo comportamiento autocrítico y las lleva por el contrario a levantar arcos triunfales y abrir concursos de apología histórica entre los letrados y los artistas.

Los de este 2010 son festejos que en medio de la autocomplacencia que aparentan no pueden ocultar un cierto rasgo patético; son ceremonias que se delatan y muestran en el fondo algo de conjuro contra una muerte anunciada. En medio de la incertidumbre acerca de su futuro, las repúblicas oligárquicas latinoamericanas buscan ahora la manera de restaurarse y recomponerse aunque sea cínicamente haciendo más de lo mismo, malbaratando la migaja de soberanía que aún queda en sus manos. Festejan su existencia bicentenaria y a un tiempo, sin confesarlo, usan esos festejos como amuletos que les sirvan para ahuyentar la amenaza de desaparición que pende sobre ellas.

El aparato institucional republicano fue diseñado en el siglo XIX para organizar la vida de los relativamente pocos propietarios de patrimonio, los únicos ciudadanos verdaderos o admitidos realmente en las repúblicas. Con la marcha de la historia debió sin embargo ser utilizado políticamente para resolver una doble tarea adicional: debía primero atender asuntos que correspondían a una “base social” que las mismas repúblicas necesitaban ampliar y que lo conseguían abriéndose dosificadamente a la población estructuralmente marginalizada pero sin afectar y menos abandonar su inherente carácter oligárquico. Era un aparato condenado a vivir en crisis permanente. “Anti-gattopardiano”, suicida, el empecinamiento de estas repúblicas en practicar un “colonialismo interno” -ignorando la tendencia histórica general que exigía ampliar el sustento demográfico de la democracia- las llevó a dejar que su vida política se agostara hasta el límite de la ilegitimidad, provocando así el colapso de ese aparato. Ampliado y remendado sin ton ni son, burocratizado y distorsionado al tener que cumplir una tarea tan contradictoria, el aparato institucional vio agudizarse su disfuncionalidad hasta el extremo de que la propia ruling class comenzó a desentenderse de él. Abdicando del encargo bien pagado que le había hecho el capital y que la convirtió en una élite endogámica estructuralmente corrupta; tirando al suelo el tablero del juego político democrático representativo y devolviéndole al capital “en bruto” el mando directo sobre los asuntos públicos, esta ruling class se disminuyó a sí misma hasta no ser más que un conglomerado inorgánico de poderes fácticos, dependientes de otros trans-nacionales, con sus mafias de todo tipo –lo mismo legales que delincuenciales- y sus manipuladores mediáticos.

Prácticamente desmantelada y abandonada por sus dueños “verdaderos”, la “supraestructura política” que estas repúblicas se dieron originalmente y sin la cual decían no poder existir, se encuentra en nuestros días en medio de un extraño fenómeno; está pasando a manos de los movimientos socio-políticos anti-oligárquicos y populistas que antes la repudiaban tanto o más de lo que ella los rechazaba. Son estos movimientos los que ahora, después de haberse “ganado el tigre en la feria”, buscan forzar una salida de su perplejidad y se apresuran a resolver la alternativa entre restaurar y revitalizar esa estructura institucional o desecharla y sustituirla por otra. Se trata de conglomerados sociales dinámicos que han emergido dentro de aquella masa “politizada” de marginales y empobrecidos, generada como subproducto de la llamada “democratización” de las repúblicas oligárquicas latinoamericanas; una masa que, sin dejar de estar excluida de la vida republicana, había sido semi-integrada en ella en calidad de “ejército electoral de reserva”.

Las “fiestas del bicentenario”, convocadas al unísono por todos los gobiernos de las repúblicas latinoamericanas y organizadas por separado en cada una de ellas, parecerían ser eventos completamente ajenos a “los de abajo”, espectáculos republicanos “de alcurnia”, transmitidos en toda su fastuosidad por los monopolios televisivos, a los que esas mayorías sólo asistirían en calidad de simples espectadores boquiabiertos, entusiastas o aburridos. Sin embargo, son fiestas que esas mayorías han hecho suyas, y no sólo para ratificar su “proclividad festiva” mundialmente conocida, sino para hacer evidente, armados muchas veces sólo de la ironía, la realidad de la exclusión soslayada por la ficción de la república bicentenaria.

Las naciones oligárquicas y las respectivas identidades artificialmente únicas y unificadoras, a las que las distintas porciones de esa población pertenecen tangencialmente, no han sido capaces de constituirse en entidades incuestionablemente convincentes y aglutinadoras. Su debilidad es la de la empresa histórica estatal que las sustenta; una debilidad que exacerba la que la origina. Doscientos años de vivir en referencia a un estado o república nacional que las margina sistemáticamente, pero sin soltarlas de su ámbito de gravitación, han llevado a las mayorías de la América latina a apropiarse de esa nacionalidad impuesta, y a hacerlo de una manera singular.

La identidad nacional de las repúblicas oligárquicas se confecciona a partir de las características aparentemente “únicas” del patrimonio humano del estado, asentado con sus peculiares usos y costumbres sobre el patrimonio territorial del mismo. Es el resultado de una funcionalización de las identidades vigentes en ese patrimonio humano, que adapta y populariza convenientemente dichos usos y costumbres de manera que se adecuen a los requerimientos de la empresa estatal en su lucha económica con los otros estados sobre el escenario del mercado mundial.

La innegable gratuidad o falta de necesidad del artificio nacional es un hecho que en la América latina se pone en evidencia con mucha mayor frecuencia y desnudez que en otras situaciones histórico-geográficas de la modernidad capitalista. Pero es una gratuidad que, aparte de debilitar al estado, tiene también efectos de otro orden. Ella es el instrumento de una propuesta civilizatoria moderna, aunque reprimida en la modernidad establecida, acerca de la autoafirmación identitaria de los seres humanos. La “nación natural” mexicana o brasileña no sólo no pudo ser sustituida por la nación-de-estado de estos países sino que, al revés, es ella la que la ha rebasado e integrado lentamente. En virtud de lo precario de su imposición, la nación-de-estado les ha servido a las naciones latinoamericanas como muestra de la gratuidad o falta de fundamento de toda autoafirmación identidad, lo que es el instrumento idóneo para vencer la tendencia al substancialismo regionalista que es propio de toda nación moderna bien sustentada. Muy pocos son, por ejemplo, los rasgos comunes presentes en la población de la república del Ecuador –república diseñada sobre las rodillas del Libertador-, venidos de la historia o inventados actualmente, que pudieran dar una razón de ser sólida e inquebrantable a la nación-de-estado ecuatoriana. Sin embargo, es innegable la vigencia de una “ecuatorianidad” –levantada en el aire, si se quiere, artificial, evanescente y de múltiples rostros—, que los ecuatorianos reconocen y reivindican como un rasgo identitario importante de lo que hacen y lo que son cada caso, y que les abre al mismo tiempo, sobre todo en la dura escuela de la migración, al mestizaje cosmopolita.

La disposición a la autotransformación, la aceptación dialógica -no simplemente tolerante- de identidades ajenas, viene precisamente de la asunción de lo contingente que hay en toda identidad, de su fundamentación en la pura voluntad política, y no en algún encargo mítico ancestral, que por más terrenal que se presente termina por volverse sobrenatural y metafísico. Esta disposición es la que da a la afirmación identitaria de las mayorías latinoamericanas -concentrada en algo muy sutil, casi sólo una fidelidad arbitraria a una “preferencia de formas”-, el dinamismo y la capacidad de metamorfosis que serían requeridos por una modernidad imaginada más allá de su anquilosamiento capitalista.

NOTAS
[1] Lo ilusorio de la política real en la vida de estas repúblicas se ilustra perfectamente en la facilidad con que ciertos artistas o ciertos políticos han transitado de ida y vuelta del arte a la política; ha habido novelistas que resultaron buenos gobernantes (Rómulo Gallegos), y revolucionarios que fueron magníficos poetas (Pablo Neruda); así como otros que fueron buenos políticos cuando pintores y buenos pintores cuando políticos. Nada ha sido realmente real, sino todo realmente maravilloso.
[2] La “patria suave” de López Velarde -aquella que quienes hoy la devastan se dan el lujo hipócrita de añorar- pese a lo pro-oligáquica que puede tener su apariencia idílica provinciana (con todo y patrones “generosos” como el de Rancho Grande), resulta a fin de cuentas todo lo contrario. Es corrosiva de la exclusión aceptada y consagrada. El erotismo promíscuo de la “nación natural” que se asoma en ella, subrepticio pero omnibarcante, no reconoce ni las castas ni las clases que son indispensables en las repúblicas de la “gente civilizada”, hace burla de su razón de ser.

terça-feira, 20 de abril de 2010

Hacia la Declaración Universal de los Derechos de la Naturaleza


Alberto Acosta
Alai

La compleja construcción de un proyecto de vida en común

En los Derechos de la Naturaleza el centro está puesto en la Naturaleza. Esta vale por sí misma, independientemente de la utilidad o usos del ser humano, que forma parte de la Naturaleza.

Toda Constitución sintetiza un momento histórico. En toda Constitución se cristalizan procesos sociales acumulados. Y en toda Constitución se plasma una determinada forma de entender la vida. Una Constitución, sin embargo, no hace a una sociedad. Es la sociedad la que elabora la Constitución y la adopta casi como una hoja de ruta. Una Constitución, más allá de su indudable trascendencia jurídica, es ante todo un proyecto político de vida en común, que debe ser puesto en vigencia con el concurso activo de la sociedad.

Desde esta perspectiva, la Constitución ecuatoriana -construida colectivamente en los años 2007 y 2008-, fiel a las demandas acumuladas en la sociedad, consecuente con las expectativas creadas, responsable con los retos globales, se proyecta como medio e incluso como un fin para dar paso a cambios estructurales. En su contenido afloran múltiples definiciones para impulsar transformaciones de fondo, a partir de propuestas construidas a lo largo de muchas décadas de resistencias y de luchas sociales. Transformaciones, muchas veces, imposibles de aceptar (e inclusive de entender) por parte de los constitucionalistas tradicionales y de quienes a la postre ven como sus privilegios están en peligro. Una de esas “novedades” se plasma en los Derechos de la Naturaleza.

La Naturaleza en el centro del debate

La acumulación material -mecanicista e interminable de bienes-, apoltronada en “el utilitarismo antropocéntrico sobre la Naturaleza”- al decir del uruguayo Eduardo Gudynas-, no tiene futuro. Los límites de los estilos de vida sustentados en esta visión ideológica del progreso son cada vez más notables y preocupantes. No se puede seguir asumiendo a la Naturaleza como un factor de producción para el crecimiento económico o como un simple objeto de las políticas de desarrollo.

Esto nos conduce a aceptar que la Naturaleza, en tanto término conceptualizado por los seres humanos, debe ser reinterpretada y revisada íntegramente. Para empezar la humanidad no está fuera de la Naturaleza. La visión dominante, incluso al definir la Naturaleza sin considerar a la humanidad como parte integral de la misma, ha abierto la puerta para dominarla y manipularla. Se le ha transformado en recursos o en “capital natural” a ser explotados. Cuando, en realidad, la Naturaleza puede existir sin seres humanos…

En este punto hay que rescatar las dimensiones de la sustentabilidad. Esta exige una nueva ética para organizar la vida misma. Un paso clave, los objetivos económicos deben estar subordinados a las leyes de funcionamiento de los sistemas naturales, sin perder de vista el respeto a la dignidad humana y la mejoría de la calidad de vida de las personas.

Un proceso histórico de ampliación de los derechos

A lo largo de la historia, cada ampliación de los derechos fue anteriormente impensable. La emancipación de los esclavos o la extensión de los derechos civiles a los afroamericanos, a las mujeres y a los niños fueron una vez rechazadas por los grupos dominantes por ser consideradas como un absurdo. Para la abolición de la esclavitud se requería que se reconozca “el derecho de tener derechos”, lo que exigía un esfuerzo político para cambiar aquellas leyes que negaban esos derechos. Para liberar a la Naturaleza de esta condición de sujeto sin derechos o de simple objeto de propiedad, es entonces necesario un esfuerzo político que reconozca que la Naturaleza es sujeto de derechos. Este aspecto es fundamental si aceptamos que todos los seres vivos tienen el mismo derecho ontológico a la vida.

Esta lucha de liberación es, ante todo, un esfuerzo político que empieza por reconocer que el sistema capitalista destruye sus propias condiciones biofísicas de existencia. Dotarle de Derechos a la Naturaleza significa, entonces, alentar políticamente su paso de objeto a sujeto, como parte de un proceso centenario de ampliación de los sujetos del derecho. Si se le aseguran derechos a la Naturaleza se consolida el “derecho a la existencia” de los propios seres humanos, como anotaba en 1988 el jurista suizo Jörg Leimbacher.

Del actual antropocentrismo debemos transitar, al decir de Gudynas, al biocentrismo. Esto implica organizar la economía preservando la integridad de los procesos naturales, garantizando los flujos de energía y de materiales en la biosfera, sin dejar de preservar la biodiversidad.

Estos planteamientos ubican con claridad por donde debería marchar la construcción de una nueva forma de organización de la sociedad. Pero, no será fácil. Sobre todo en la medida que ésta afecta los privilegios de los círculos de poder nacionales y transnacionales, éstos harán lo imposible para tratar de detener este proceso. Esta reacción, lamentablemente, también se nutre de algunas acciones y decisiones del gobierno de Rafael Correa, quien alentó con entusiasmo el proceso constituyente y la aprobación popular de la Constitución de Montecristi, pero que con algunas de las leyes aprobadas posteriormente, por ejemplo la Ley de Minería o la Ley de Soberanía Alimentaria, sin dar paso a la conformación del Estado plurinacional, en una suerte de contrarrevolución legal, atenta contra varios de los principios constitucionales.

Una declaración pionera a nivel mundial

Al reconocer a la Naturaleza como sujeto de derechos, en la búsqueda de ese necesario equilibrio entre la Naturaleza y las necesidades y derechos de los seres humanos, enmarcados en el principio del Buen Vivir, se supera la clásica versión jurídica. Y para conseguirlo nada mejor que diferenciar los Derechos Humanos de los Derechos de la Naturaleza, tal como lo plantea Gudynas.

En los Derechos Humanos el centro está puesto en la persona. Se trata de una visión antropocéntrica. En los derechos políticos y sociales, es decir de primera y segunda generación, el Estado le reconoce a la ciudadanía esos derechos, como parte de una visión individualista e individualizadora. En los derechos económicos, culturales y ambientales, conocidos como derechos de tercera generación, se incluye el derecho a que los seres humanos gocen de condiciones sociales equitativas y de un medioambiente sano y no contaminado. Se procura evitar la pobreza y el deterioro ambiental.

Los derechos de primera generación se enmarcan en la visión clásica de la justicia: imparcialidad ante la ley, garantías ciudadanas, etc. Para cristalizar los derechos económicos y sociales se da paso a la justicia re-distributiva o justicia social, orientada a resolver la pobreza. Los derechos de tercera generación configuran, además, la justicia ambiental, que atiende sobre todo demandas de grupos pobres y marginados en defensa de la calidad de sus condiciones de vida afectada por destrozos ambientales. En estos casos, cuando hay daños ambientales, los seres humanos pueden ser indemnizados, reparados y/o compensados.

En los Derechos de la Naturaleza el centro está puesto en la Naturaleza. Esta vale por sí misma, independientemente de la utilidad o usos del ser humano, que forma parte de la Naturaleza. Esto es lo que representa una visión biocéntrica. Estos derechos no defienden una Naturaleza intocada, que nos lleve, por ejemplo, a dejar de tener cultivos, pesca o ganadería. Estos derechos defienden mantener los sistemas de vida, los conjuntos de vida. Su atención se fija en los ecosistemas, en las colectividades, no en los individuos. Se puede comer carne, pescado y granos, por ejemplo, mientras me asegure que quedan ecosistemas funcionando con sus especies nativas.

A los Derechos de la Naturaleza se los llama derechos ecológicos para diferenciarlos de los derechos ambientales de la opción anterior. En la nueva Constitución ecuatoriana -no así en la boliviana- estos derechos aparecen en forma explícita como Derechos de la Naturaleza, así como derechos para proteger las especies amenazadas y las áreas naturales o restaurar las áreas degradadas. También es trascendente la incorporación del término Pacha Mama, como sinónimo de Naturaleza, en tanto reconocimiento de interculturalidad y plurinacionalidad.

En este campo, la justicia ecológica pretende asegurar la persistencia y sobrevivencia de las especies y sus ecosistemas, como redes de vida. Esta justicia es independiente de la justicia ambiental. No es de su incumbencia la indemnización a los humanos por el daño ambiental. Se expresa en la restauración de los ecosistemas afectados. En realidad se deben aplicar simultáneamente las dos justicias: la ambiental para las personas, y la ecológica para la Naturaleza.

Siguiendo con las reflexiones de Gudynas, los Derechos de la Naturaleza necesitan y a la vez originan otro tipo de definición de ciudadanía, que se construye en lo social pero también en lo ambiental. Estas ciudadanías son plurales, ya que dependen de las historias y de los ambientes, acogen criterios de justicia ecológica que superan la visión tradicional de justicia.

La proyección de los Derechos de la Naturaleza

De los Derechos de la Naturaleza, asumidos en la Constitución ecuatoriana, se derivan decisiones trascendentales. Uno clave tiene que ver con procesos de desmercantilización de la Naturaleza, como han sido la privatización del agua, así como de sus sistemas de distribución y abastecimiento. Igualmente se exige la eliminación de criterios mercantiles para utilizar los servicios ambientales. La restauración integral de los ecosistemas degradados es otro de los pasos revolucionarios adoptados.

La soberanía alimentaria se transforma en eje conductor de las políticas agrarias e incluso de recuperación del verdadero patrimonio nacional: su biodiversidad. Incluso se reclama la necesidad de conseguir la soberanía energética, sin poner en riesgo la soberanía alimentaria o el equilibrio ecológico.

Si aceptamos que es necesaria una nueva ética para reorganizar la vida en el planeta, resulta indispensable agregar a la justicia social y la justicia ambiental, la justicia ecológica. En otras palabras, los Derechos Humanos se complementan con los Derechos de la Naturaleza, y viceversa.

De los Andes al mundo

El mandato de los Derechos de la Naturaleza nos invita a pensar y realizar una integración regional de nuevo cuño. Y desde esta perspectiva, desde Nuestra América habrá que levantar la tesis de una pronta Declaración Universal de los Derechos de la Naturaleza, compromiso que podrá encontrar un espaldarazo en el marco de la Conferencia Mundial de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra, convocada por el presidente Evo Morales.

Nuestra responsabilidad es grande y compleja. Al tiempo que condenamos los sistemas y las prácticas depredadoras forjadas en el capitalismo metropolitano, debemos condenar por igual y superar las diversas formas de extractivismo que consolidan la sumisión de nuestros países en el mercado mundial, en tanto productores y exportadores de materias primas. Este extractivismo, para nada superado en nuestros países, seguirá hundiendo en la miseria a los pueblos y agravando los problemas ambientales.

En suma, está en juego el Buen Vivir (sumak kausay o suma qamaña), relacionado estrechamente con los Derechos de la Naturaleza. Estos derechos, sumados a los Derechos Humanos, nos conminan a construir democráticamente sociedades sustentables. Y esas sociedades se lograrán a partir de ciudadanías plurales pensadas también desde lo ambiental, en las que el ser humano y las diversas colectividades de seres humanos coexistan en armonía con la Naturaleza.

segunda-feira, 19 de abril de 2010

Cómo se conquistó el pacto neocolonial


José Pablo Feinmann
Página 12

Alguien tan inteligente como el marxista peruano José Carlos Mariátegui –un marxista como no hemos tenido ni uno aquí salvo Milcíades Peña, pero mucho después– jamás consideró que humillaba a su patria (Perú) ni a la entera América latina por considerar que: “Enfocada sobre el plano de la historia mundial, la independencia sudamericana se presenta decidida por las necesidades del desarrollo de la civilización occidental o, mejor dicho, capitalista” (José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, Ediciones El Andariego, Buenos Aires, 2005, p. 16). Y añade: “Mr. Canning, traductor y ejecutor fiel del interés de Inglaterra, consagraba (...) el derecho de estos pueblos a separarse de España y, anexamente, a organizarse republicana y democráticamente. A Mr. Canning, de otro lado, se habían adelantado prácticamente los banqueros de Londres que, con sus préstamos –no por usurarios menos oportunos y eficaces–, habían financiado la fundación de las nuevas repúblicas” (Ibid., p. 17).

Pero hay quienes afirman que la Revolución de Mayo (a diferencia de las otras de América) tomó el espíritu de las Juntas populares españoles que luchaban contra la España absolutista, hasta 1810. Luego los ejércitos de Bonaparte las borraron del mapa. Pero la Junta de Buenos Aires sería hija de ese espíritu que encarnaron las Juntas Populares. Incluso se llega a afirmar que Cornelio Saavedra (que es el villano de nuestra revolución) no se proponía, como Moreno y sus compañeros: que eran básicamente dos, Castelli y Belgrano, cambiar el orden social establecido, sino cambiar simplemente de virrey. Corrijamos esto: no se puede comparar a las Juntas Populares de la España rebelde, popular y antibonapartista con la mera, individual, Junta de Mayo, que proponía un Ejecutivo mínimo y quedó descalabrada no bien ese Ejecutivo se amplió.

Por otra parte, la Junta de Mayo nunca fue popular ni tenía cómo serlo. Moreno, que deseaba ser Robespierre, carecía de una burguesía revolucionaria. Tenía a unos tenderos, a unos mercaderes del puerto que deseaban importar mercancías del exterior e introducirlas en el país. Y a unos terratenientes que buscaban mercados externos donde vender su trigo y sus vacas. De aquí que estuvieran en contra de España. Sólo porque no querían esclavizarse a un mercado único, sino vender a otros. Sobre todo al resto de Europa, que era, para ellos, la verdadera Europa. San Martín llega al país en una nave que lleva por nombre George Canning. Los brillantes intelectuales de la generación del ’37 proponen cambiar el español por el francés. Sarmiento en Recuerdos de provincia, escribe que 500 años de dominio “terrorífico” de la Inquisición se teme que hayan achicado el cerebro español. En sus Viajes: “He estado en Europa y España”.

Todo está claro: las revoluciones de América del Sur tuvieron como objeto salir del dominio español (algo que lograron con batallas tan heroicas como las de Maipú y Ayacucho) y tener la libertad de formar parte del desarrollo del occidente capitalista. Cito (para que no se enojen sólo conmigo los que imaginan a un Moreno y a un Castelli prefigurando a un Ernesto Guevara) a Milcíades Peña: “La llamada ‘revolución’ tuvo un carácter esencialmente político. Lo que Mariátegui observó en Perú vale para toda América latina: La revolución no representó el advenimiento de una nueva clase dirigente, no correspondió a una transformación de la estructura económica y social” (Milcíades Peña, Antes de Mayo, Ediciones Fichas, 1970, p. 76). Alberdi, José Luis Busaniche, el entrañable y riguroso Salvador Ferla, el biógrafo de Moreno Boleslao Lewin y muchos otros.

Pero deseo agregar un par de elementos fundamentales. Dejo de lado los pasajes del Plan de Operaciones en que Moreno sugiere entregar la isla de Martín García a Inglaterra para que nos proteja o sus exultaciones sanguinarias (típicamente jacobinas) o sus elogios a la delación. Vamos a otra cosa. Moreno no tenía lo que tuvo Robespierre: una burguesía revolucionaria. Por consiguiente, todas sus brillantes ideas revolucionarias (la expropiación de las grandes fortunas, por citar una) giraban en el vacío. Tampoco era heredero de las Juntas españolas porque su Junta era una y no tenía arraigo popular.

Esta figura que dibuja Moreno (la del ideólogo revolucionario sin clase social en que apoyarse) será también la de Lenin: el revolucionario socialista sin proletariado urbano. Lenin tenía un problema muy simple: si quería hacer la revolución siguiendo las indicaciones de El Capital tenía que esperar 50 años. Que la burguesía se desarrollara y diera origen al proletariado revolucionario. Jamás. Ideó la teoría de la vanguardia. Una élite de intelectuales (que conocían las leyes del desarrollo histórico) formarían un partido de vanguardia y entregarían al proletariado la “ideología revolucionaria” evitando así el pasaje por la etapa capitalista. Esa sería la “dictadura del proletariado”, pero dirigida por una vanguardia que ejercería una tutela ideológica sobre ese proletariado modelando su conciencia revolucionaria y ahorrándole el pasaje por el infierno de la etapa capitalista. Todo esto tenía que terminar mal. El Partido de Vanguardia se convierte en Partido de la Burocracia. La teoría revolucionaria en dogma. El Partido elige a un líder. El líder se transforma en dictador y da inicio a la etapa del culto a la personalidad. Lenin no vio esto porque se había muerto, pero el diagrama le pertenece.

Moreno razonaba de un modo similar. No tenemos una clase social que nos apoye. No importa: la vanguardia hará la revolución. Escribe en el Plan de Operaciones: “Los pueblos nunca saben, ni ven, sino lo que se les enseña y muestra, ni oyen más que lo que se les dice” (La cita está en Filosofía y Nación, difícil de conseguir en estos momentos pero en breve saldrá una edición nueva). Esta frase la ha dicho el numen, la deidad inaugural del periodismo argentino. Hoy, más que nunca, nuestro periodismo cree en ella y trata de ejercerla. (Cada vez, creo, con menos eficacia: las reiteraciones terminan por volverse cruelmente en contra de los reiteradores ante el aburrimiento de los que las reciben pasivamente hasta que advierten que si “mil repeticiones hacen una verdad”, como decía Goebbels, dos mil despiertan la sospecha del engaño.) Pero la ausencia de masas en su proyecto, la ausencia de una clase social poderosa que lo apoye determina su derrota.

Cuando escribí el capítulo sobre La Razón Iluminista y la Revolución de Mayo en Filosofía y Nación corría el año 1975. Día a día, en medio de un reflujo de masas más que evidente, la Orga de los Montoneros se había trenzado en una lucha a muerte con las bandas de la Triple A. Fue escrito contra la práctica vanguardista y fierrera de los montos. Ese fue el disparador. Me apoyé centralmente en Ferla, pero esperaba –si en algún momento retornaba la posibilidad de discutir estos temas– exhibirle al vanguardismo montonero sus similitudes con la soberbia morenista.

Me dediqué entonces a garabatear algunas consignas morenistas inspiradas en las de la Orga de Firmenich y los suyos. Algunas –además de divertidas– son seriamente conceptuales: Que se sepa/ Que se sepa/ Castelli se curó/ pa’ decirle a los gorilas/ la puta que los parió. O también: ¡Guillotina! ¡Guillotina!/ Para los hijos de puta/ que vendieron la Argentina. O si no: Con Moreno en el alma/ Castelli en el corazón/ Haremos de l’Argentina/ La gran patria jacobina. O por qué no: Si Moreno viviera/ Sería conducción/ Sería lucha armada/ Para la liberación. Aunque: ¿le cedería Firmenich la conducción a Moreno? Una más: Mayo argentino/ Mayo morenero/ Mayo argentino/ Mayo montonero. Otra: Liniers, Liniers/ Gallego y franchute/ Te quisiste rebelar/ Moreno y Castelli/ Te hicieron recagar. Y la última: Si Evita viviera/ sería morenera.

En suma, las “revoluciones” de América latina lo fueron –por completo– respecto de España. Había que expulsar a los godos de un continente que deseaba entrar en la modernidad capitalista. Desde esta perspectiva, la lucha fue a muerte y fue triunfal: el poder español se retiró. Fue derrotado –por el glorioso general Sucre en 1824 en la batalla de Ayacucho– el poder colonial al que estábamos sometidos. Se inicia, a partir de ahí, el pacto neocolonial. América latina se transforma en un continente de monocultivo para cubrir a bajos precios las necesidades de las industrias británicas. Inglaterra, taller del mundo, nos dará todas las mercancías que necesitemos. Pero esa es otra historia. Y no disminuye la grandeza de San Martín, que acaso vino al Plata en la corbeta George Canning para llevar a cabo esa y sólo esa tarea: echar a los godos, derrotar el atraso, abrir las puertas de la modernidad occidental. Acaso en Guayaquil –si Bolívar le confío sus sueños sobre la gran nación bolivariana– le dijo no, lo que yo vine a hacer a este continente ya está hecho. Y se fue. El resto es otra historia. La de la Revolución de Mayo es la que acabamos de narrar.