Rebelión
En lo que va del corriente año se ha transformado en un lugar común afirmar que Brasil se encuentra en una profunda crisis económica, política y social. Es como si el concepto crisis se hubiese instalado en el imaginario de todos los brasileños. Y en efecto, al observar un conjunto de indicadores parece que el país ha entrado concluyentemente en un proceso acelerado de recesión económica, ausencia de conducción política y agudización de la violencia social. En pocas palabras, existe una sensación en el aire -diseminada y exacerbada especialmente por la prensa y la oposición- de que Brasil se encuentra sumido en una crisis sistémica.
Claro que la realidad tampoco ayuda a amenizar esta percepción. La estagnación de la economía es un proceso que tiene su origen hace ya algunos años, en donde los diversos indicadores económicos vienen advirtiendo problemas de crecimiento y desaceleración, hasta llegar a un estancamiento el 2014. Para este año las previsiones son cada vez más pesimistas y según los últimos informes del Banco Central la economía brasileña puede presentar un cuadro recesivo y una caída de su Producto Interno Bruto (PIB) de aproximadamente un 2 por ciento. Expresivos de la crisis, los datos duros elaborados por esta entidad y otros organismos como el Instituto Brasileño de Geografía y Estadísticas (IBGE) señalan que en el presente año se ha profundizado el desempleo, con una consecuente caída de los ingresos y las condiciones de vida de la mayoría de la población trabajadora. La tasa de desempleo que se encontraba estabilizada en torno al 5 por ciento superó en junio la marca del 9 por ciento con más de 8 millones de desocupados. Comparado con años anteriores, el desempleo se presenta actualmente con una preocupante tendencia al alza, considerando la situación de paralización por la que atraviesa la economía.
A ello se suma un aumento sostenido de la inflación, afectando el poder de compra de los ciudadanos, provocando una caída vertiginosa de la actividad industrial y, en muchos casos, la quiebra definitiva de empresas que concomitantemente empujan a nuevos contingentes de trabajadores hacia el desempleo, agudizando los problemas de desaceleración de la economía. Un reciente informe de la CEPAL sintetiza certeramente la actual coyuntura. Según los investigadores de este organismo, dicho estancamiento se encuentra relacionado principalmente con el persistente descenso de la inversión en los últimos años, que ha menguado el aumento de los ingresos y del empleo y ha dado lugar a un menor nivel de consumo y de producción, lo que afectaría significativamente la recaudación de impuestos, incrementando el déficit y la deuda pública.
Es decir, con la economía en franca retracción, la recaudación fiscal viene siendo muy inferior a la prevista, como lo han reconocido las autoridades económicas, entre ellas el actual Ministro de Hacienda, Joaquim Levy. Recolectando menos de lo previsto y con un conjunto de compromisos que impelen al gobierno a gastar más de lo recomendable o de lo posible, la meta del superávit primario que se había anunciado en un 1,1 por ciento del PIB ahora se ha tenido que reducir para un modesto 0,15 por ciento. La disminución de la meta refleja la dificultad del gobierno para equilibrar las cuentas públicas, en un momento en que los ingresos por vía tributaria son inferiores al nivel de gastos realizados por el sector público. En efecto, con los problemas de recaudación y la imposibilidad de realizar recortes drásticos en la gigantesca máquina del Estado, el gobierno no tiene casi ninguna capacidad para ahorrar divisas destinadas a amortizar los servicios de la deuda.
El Congreso Nacional que debería apoyar en la aplicación de las medidas de ajustes propuestas por el ejecutivo, se ha mostrado reticente o derechamente contrario a apoyar cualquier iniciativa que contemple el corte de gastos anunciado por el equipo económico. Lo anterior quedó claramente demostrado en la última derrota contundente que sufrió el ejecutivo, cuando la Cámara de Diputados aprobó de forma categórica una Propuesta de Enmienda de la Constitución (PEC) que aumenta los salarios de varias categorías de servidores públicos (defensores, promotores, jueces, delegados de la Policía Federal y Civil, etc.), provocando un impacto en los cofres de la Unión de aproximadamente unos 2,45 billones de reales por año, poco más de setecientos millones de dólares.
Paralelamente, los casos de corrupción que surgen todos días, como una interminable caja de Pandora, las sospechas que recaen sobre políticos de todo el espectro partidario y la colusión manifiesta entre funcionarios públicos y altos ejecutivos de las principales empresas contratistas (Odebrecht, Mendes Junior, Camargo Correa, OAS, Andrade Gutiérrez, entre otras) no solo han creado un clima de desconfianza generalizada en la población, sino que además pone en peligro la credibilidad del país como destino para realizar inversiones. De acuerdo a los últimos informes de las agencias que miden la confiabilidad de un país, Brasil corre el riesgo de continuar en una tendencia declinante de su grado de inversión, lo cual provocaría una fuga de capitales que agravaría aún más el actual déficit de cuenta corriente.
Por su parte, la figura del “Presidencialismo de coalición” se ha trasformado en una trampa para la gobernabilidad, pues los partidos de la alianza constituyen en el presente un importante obstáculo para la gestión de la presidenta Dilma. Especialmente grave es el papel desempeñado por el principal partido de la base gobiernista -el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB)- en que dos de sus miembros que ocupan la presidencia de las respectivas casas del Congreso Nacional se sitúan en un plano de confrontación y un tanto díscolos. Después de su ruptura con el gobierno, el presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha, se convirtió en un enemigo declarado de la actual administración, denunciando permanentemente a diversas autoridades de iniciar una campaña en su contra. Desde que fue acusado de recibir soborno de un lobista, Cunha viene patrocinando la llamada “pauta-bomba”, un conjunto de medidas destinadas a bloquear y/o boicotear el ajuste fiscal y provocar una profundización de la crisis económica que enfrenta el país. Sumado a ello, otros partidos de la base aliada (PDT y PTB) descontentos con la forma como el gobierno administra la crisis, anunciaron su salida o independencia de la coalición, sumándose al grupo del PMDB que acompañó el rompimiento de Eduardo Cunha.
Con todos estos problemas, la popularidad de la presidenta se encuentra en caída libre. Según los datos de la última encuesta realizada por la empresa Datafolha el nivel de reprobación de Dilma Rousseff alcanzó un 71 por ciento, el peor índice registrado desde los tiempos de Collor de Melo, presidente que sufrió un impeachment en septiembre de 1992. Además los críticos de la actual gestión están convocando a una nueva protesta programada para el domingo 16 de este mes, renovando los argumentos para que la presidenta renuncie y se convoque a nuevas elecciones. En el otro escenario, se postula que ella sea impedida legalmente para seguir ejerciendo sus funciones. La primera salida es bastante improbable, a pesar de la falta de apoyo que el gobierno posee, inclusive entre los partidos que le dan sustentación. Esa exhortación para convocar a elecciones anticipadas puede movilizar a algunos opositores convencidos, pero es totalmente inviable si se considera que el mandato presidencial de acuerdo a la Constitución brasileña dura un periodo determinado (4 años), el que solamente puede ser revocado por causa de muerte, renuncia o por la instauración de un proceso de impedimento.
En este último contexto, el argumento jurídico que ahora surge para solicitar el impeachment tiene que ver con el posible rechazo de las cuentas del gobierno por parte del Tribunal de Cuentas de la Unión (TCU). En la eventualidad de obtener un parecer negativo, el Congreso podría entrar con una solicitud de impedimento de la presidenta, que en caso de ser aprobado, daría paso para que asuma automáticamente el actual vice-Presidente, Michel Temer, del PMDB. Este futuro escenario es peligroso, especialmente por el conjunto de incertezas que representa y por las dudas que levanta el propio Michel Temer para conducir al país hacia una situación que supere la actual crisis.
Desde que asumió su segundo mandato, la presidenta Dilma ha sido objeto de una campaña destemplada de acusaciones de incompetencia y autismo político. Su política comunicacional ha sido un desastre y su vocación de articuladora se ha mostrado un fracaso, pero no existen -en ninguna hipótesis, ni administrativa ni jurídicamente-, argumentos y motivos suficientes para solicitar la inhabilitación de la mandataria, so pena de llevar a Brasil a un camino más escabroso e incierto. A las manifestaciones en contra del gobierno, se han sumado las convocatorias para apoyar a este, creando un clima de confrontación y beligerancia que no se observaba desde la redemocratización. Esto lleva a algunos sectores a recordar el periodo anterior al golpe cívico-militar que depuso en 1964 al gobierno de João Goulart. En este momento, parece que el gran desafío que está colocado en el campo político es la defensa vehemente e incondicional de la democracia como la mejor forma de dirimir los conflictos y las diferencias existentes entre los diversos actores y grupos sociales.