Revista de Libros
Por diversas razones, la Ilustración del siglo XVIII ha terminado por asociarse entre la mayor parte de la gente con la gran revolución intelectual que condujo al mundo que tenemos hoy. Nuestra mayor relación cultural con Francia, la coincidencia de los philosophes y los revolucionarios en el mismo tiempo y espacio galo, el conocimiento más generalizado de autores como Kant o Rousseau, así como el gran éxito divulgador de la cultura en que consistió el movimiento ilustrado –con L’Encyclopédie a la cabeza–, explican el hecho de que cada vez que acudimos a los orígenes de la Modernidad nos cueste franquear la frontera del Setecientos. Y, sin embargo, la gran convulsión que dio paso a la contemporaneidad, aquella gran «crisis de la conciencia europea» de que hablara Paul Hazard, se produjo en el siglo XVII, tanto en términos intelectuales como científicos, en el terreno del cambio político y en el de la formación de los grandes factores protagonistas del presente largo: los Estados-nación modernos y el desarrollismo capitalista. Como reza el subtítulo del último libro de A. C. Grayling, en esa centuria tenemos que buscar «el nacimiento de la mente moderna».
Evidentemente, era sólo el principio, y sus logros intelectuales y políticos no rebasaron las fronteras de algunos países o el ámbito de influencia de unos pocos pensadores brillantes y del puñado de corresponsales literarios que difundían sus escritos y cartas. Pero ahí estaban ya los Descartes y Mersenne, Galileo y Newton, Spinoza, Hugo Grocio, Hobbes y Locke, para dar lugar no a un pensamiento revolucionario, sino a una revolución en la manera de pensar. Y ahí estaban las bases de la nueva y moderna filosofía, ciencia, derecho y teoría política. Se empezaron a quebrar entonces al menos dos paradigmas: la necesidad de una ortodoxia de los conocimientos y el respeto reverencial al saber transmitido por la tradición (protegido por sus correspondientes guardianes religiosos). Galileo remachó el clavo de Copérnico y Kepler enfrentándose hasta lo posible a una Iglesia católica resentida y expectante, dispuesta a preservar violentamente la ortodoxia después de la rebelión de Lutero. Su enfrentamiento con Galileo y el logro de la retractación de este fue una victoria pírrica para ella, la última batalla para preservar el monopolio de la verdad y frenar la emergencia de la revolución científica. Por su parte, Descartes estableció un nuevo método de conocimiento, inspirado en la sospecha epistémica frente a todo lo heredado. Precisó un sistema de conocimiento secuenciado en sus conocidos cuatro pasos y desterró la tentación nihilista al establecer que de algo sí podíamos estar seguros: de que al pensar estamos existiendo. A partir de ese punto de apoyo podía promoverse un mundo de nuevos saberes. La escolástica, Aristóteles y Tomás de Aquino aparecían como sus primeras víctimas.
El escenario de semejante transformación no podía ser más tumultuoso: un siglo de contiendas que apenas toleró en Europa una tregua de tres años (de 1669 a 1671), y donde destacan por sus efectos y repercusiones la Guerra de los Treinta Años, la guerra civil y revolución inglesas, y las guerras navales anglo-neerlandesas. De allí salió Westfalia (1648), sentando dos bases del futuro: el final de la religión como argumento de confrontación, sustituyendo la lucha entre países de distintas creencias por el criterio de que la fe del príncipe era la de su pueblo (lo que no hizo sino trasladar al interior esas tensiones), y el principio de los modernos Estados-nación, al convertir en dogma de las relaciones internacionales el respeto a las fronteras propias y a los asuntos internos de cada país. Westfalia creó una sociedad de Estados basada en los principios de soberanía territorial. A la vez, dejó para el muy largo futuro un mapa fragmentado que hacía imposible la emergencia de una única potencia europea y que impedía que el continente se expresara a través de una voz de grandes proporciones y poderes, como podía ser la China del momento. Las consecuencias de ese hecho se dejaron ver en el surgimiento de nuevas potencias nacionales –Gran Bretaña, sobre todo– y en la capacidad de estas para disponerse a la competición internacional frente a contrarios de más volumen, pero, a la postre, menos poderosos.
De la gloriosa revolución inglesa surgió la monarquía parlamentaria que permitió a los mc gobernar la política, disponerla a favor de sus intereses mercantiles y manufactureros, y derivarla complementariamente hacia la gestión capitalista y global de su creciente espacio colonial. Su prolongada contienda civil también suscitó reflexiones acerca de cómo racionalizar las relaciones políticas entre los individuos para terminar con ese estado de guerra permanente que habían vivido personajes como Hobbes o Locke. Finalmente, los conflictos de ese país con los holandeses propiciaron a medio plazo el dominio británico de los mares y su acceso a nuevas áreas coloniales (del Caribe a Bengala, pasando por Nueva York). También dieron lugar al casamiento de la hija del monarca inglés con Guillermo de Orange, futuro rey tras la gloriosa revolución. Con todo, no dejaba de ser tiempo de arranque y tiempo también de convivencia de lo nuevo y lo de siempre: el mejor ejemplo de absolutismo monárquico –la antítesis ideal de la monarquía parlamentaria–, la Francia de Luis XIV, se instituyó en ese momento como una de las principales potencias europeas.
De la gloriosa revolución inglesa surgió la monarquía parlamentaria que permitió a los mc gobernar la política, disponerla a favor de sus intereses mercantiles y manufactureros, y derivarla complementariamente hacia la gestión capitalista y global de su creciente espacio colonial. Su prolongada contienda civil también suscitó reflexiones acerca de cómo racionalizar las relaciones políticas entre los individuos para terminar con ese estado de guerra permanente que habían vivido personajes como Hobbes o Locke. Finalmente, los conflictos de ese país con los holandeses propiciaron a medio plazo el dominio británico de los mares y su acceso a nuevas áreas coloniales (del Caribe a Bengala, pasando por Nueva York). También dieron lugar al casamiento de la hija del monarca inglés con Guillermo de Orange, futuro rey tras la gloriosa revolución. Con todo, no dejaba de ser tiempo de arranque y tiempo también de convivencia de lo nuevo y lo de siempre: el mejor ejemplo de absolutismo monárquico –la antítesis ideal de la monarquía parlamentaria–, la Francia de Luis XIV, se instituyó en ese momento como una de las principales potencias europeas.
¿Fue condición tal escenario de violencias mundiales para que emergiera una revolución en la manera de construir el pensamiento o de concebir la organización social y política de los individuos? Grayling sostiene que así fue, que precisamente la atención constante prestada a la guerra y la generación de espacios vacíos –sin olvidar la propia experiencia bélica y la necesidad de racionalizar la organización social– es lo que explica y da sentido a la oportunidad aprovechada por aquellas mentes y por los difusores de sus ideas. Quizá sea esta una de las partes donde el relato de Grayling es más problemático. Me explico: dedica un centenar de páginas a describir los avatares de la guerra de los Treinta Años, pero sin justificar por qué tanto detalle explicaría lo ocurrido en el campo del pensamiento. Está clara la conexión argumental del autor, pero no la exagerada atención dedicada a la sucesión de contiendas dentro de la general e interminable guerra de entonces, lo que acaba dando lugar a una especie de capítulo autónomo (toda la Parte II) bastante prescindible y de escaso interés para el lector más preocupado por los aspectos intelectuales que por los bélicos de ese siglo.
Semejante duda generan también las Partes III y IV, que vuelven a tratar un tema de gran interés: la convivencia del pensamiento mágico con el científico y el resultado de esa pugna, pero que lo hacen a veces de manera demasiado prolija y confusa. Ambos capítulos destacan aspectos muy diversos y de una extraordinaria importancia. Así, las figuras de Francis Bacon, Marin Mersenne y René Descartes, padres los tres de una diferente manera de organizar el hecho de pensar. Bacon sobresale por su empirismo metódico, la diferenciación entre teoría y práctica científica, o entre pensamiento práctico y pensamiento especulativo. A la condición sanamente hedonista del objetivo científico, que es mejorar la vida de las personas mediante un mejor control de la naturaleza (anticipando ya la intención de la organización política moderna), se añade la convicción de que la ciencia miraba hacia adelante (que no era presa de los hallazgos anteriores; en todo caso, dueña de los mejores de ellos) y de que debía manejarse con amplia libertad de experimentación. Se propugna el esfuerzo cooperativo y el destierro del ocultismo en beneficio de la colaboración entre diversos investigadores, la crítica recíproca y la comunicación constante de los descubrimientos científicos. La Royal Society de Londres sería su más acabada expresión, pero no la única ni la primera. Descartes abrumó con su método para llegar al conocimiento y con su duda no menos metódica, con su «escepticismo metodológico». Mersenne, por su parte, además de con sus avances matemáticos, destacó como «un servidor de Internet» –se lo conocía como «el buzón de Europa»– aplicado a distribuir y conectar conocimientos a través de una tupida y febril red de comunicaciones epistolares. Proyectos como el de la Universidad de Stanford («Mapping the Republic of Letters») están aportando mucho al conocimiento de las redes de difusión de las nuevas ideas en los siglos XVII y posteriores.
En esas mismas secciones se aborda cómo la versión científica desplazó a la fe y cómo algunos de los autores que colaboraron decisivamente a ello oscilaron entre una u otra convicción. Se recuerda también que, al tiempo que prosperaban nuevas visiones de la ciencia, se quemaban cuerpos en la hoguera de condenados por brujería. La tenebrosa guerra de los Treinta Años, con tantas pasiones religiosas de por medio, fue el escenario propicio para esas prácticas. Una convivencia de lo viejo y de lo nuevo que no sorprende, porque es así como se producen todos los cambios, y que Grayling ilustra con más erudición que elocuencia. Son dos apartados tan estimulantes en muchas de sus páginas como desordenados en su conjunto.
El relato termina, ¡cómo no!, en el orden social. La labor académica e intelectual de Grayling se aplica a una investigación filosófica que ilustre acerca de «cómo se debe vivir» y pone por eso la política práctica en el centro de sus preocupaciones. Sabemos que el tránsito inevitable entre el descubrimiento de las claves de la naturaleza y las de la organización social formó parte de los iniciáticos optimismos de la Modernidad. Hobbes y Locke, cada uno a su modo, dieron respuesta a la pregunta que desde Aristóteles –y con permiso de Grocio y Maquiavelo– parecía oportuno hacerse: ¿por qué nos organizamos los humanos en sociedades políticas? O antes: ¿de dónde procede el derecho a gobernar del príncipe? A partir de ese desentrañamiento resultaba factible formular y aspirar a alternativas diferentes de las conocidas. Y se hizo a partir de antropologías pesimistas como la de Hobbes o, cuando menos, circunspectas, como la que tenía en la cabeza Locke (no optimistas como la de Rousseau). Absolutismo y liberalismo laicos nacieron con sus respectivas reflexiones. Spinoza remató la jugada acercándose más a lo que hoy tenemos por democracia. Dios, eso sí, quedaba alojado «en el asiento trasero», tanto en la ciencia como en la política.
Posiblemente Grayling sea demasiado optimista acerca del alcance y extensión popular, por aquellos tiempos, de esa revolución en la manera de pensar. Se cura un tanto en salud acudiendo a una ilustrativa metáfora: el siglo arranca con la tragedia de Macbeth, estrenada en 1606, en que un rey es asesinado, pero en 1649 algunos de los espectadores de Shakespeare pudieron asistir a la decapitación de Carlos I, principio de las turbulencias que remataron en la Gloriosa. Lo que en la obra teatral se imaginaba como el caos absoluto –los búhos atacaban a los halcones–, en la vida real se producía como una contingencia más de la historia, que daba paso a otra nueva situación y que no acababa con nada. Pero esa actitud menos dramática no sugiere que aquellos espectadores estuvieran intelectualmente afectados por el cambio en la manera de pensar que venía produciéndose en la centuria. Sin duda hay que esperar, ahora sí, al siglo siguiente, a la Ilustración, para que el enfoque científico llegue, no sólo a las grandes revoluciones políticas del siglo XVIII, como dice el autor, sino también a públicos mucho más numerosos, sin los cuales no habría surgido en escena un nuevo sujeto político protagonista: el Pueblo. La alfabetización masiva posterior y la educación generalizada confirmaron esa deriva.
Y aquí aparece, en sus páginas finales, el beligerante y militante Grayling. En lugar de contestar los conocidos cuestionamientos de la Modernidad, tanto el antiiluminismo de primera hora como el más contemporáneo de Fráncfort y la posterior posmodernidad, nuestro autor arrambla con ellos y los remite a una fantasmal nota al pie, contestando con una defensa apasionada de la fe ilustrada en las últimas páginas y haciéndose solidario de los argumentos de Anthony Pagden en su La Ilustración y por qué sigue siendo importante para nosotros. En ese sentido, apunta que son los restos de pensamiento antiguo, premoderno, religioso, característico de las culturas que no han llevado a cabo la separación de lo mágico y lo científico, quienes, a despecho de su naturaleza minoritaria, están poniendo en peligro hoy la continuidad de nuestra feliz mayoría de edad. «El totalitarismo mental del islam –sentencia– es el paradigma». También, el sustrato mágico popular que cobra enteros conforme la cosmovisión científica, con su tecnicismo, se aleja del ciudadano. La brecha se llena con creencias e historias ilusorias, reconocidamente falsas, pero conformadoras de un relato menos turbador y más comprensible que el que proporciona la madurez moderna. Es el regreso a la infancia intelectual del hombre, el camino de retorno cuando no se entiende el mundo en que se vive. Frente a ello, sin pestañear, Grayling receta lo mismo que Rousseau, Kant y todos los modernos desde hace dos siglos: educación. El problema es que no hay que ser un posmoderno para reconocer que ello no es en absoluto suficiente. Grayling explica extraordinariamente el nacimiento de la mente moderna, pero parece no tener demasiada consideración de los problemas que ha generado la elevación de la razón al pedestal de la deidad, su conversión en un valor supremo indiscutible.