El País
“Es la primera vez que mis libros se convierten en best-sellers”, dice Edgar Morin (París, 1921) en el jardín de la Embajada de Francia, donde ha querido aprovechar una tarde primaveral en Madrid. Junto a Stéphane Hessel, Morin se ha convertido en uno de los autores de referencia para los movimientos que han protestado en diversas partes del mundo contra la corrupción y la degradación de los sistemas democráticos.
Se volvía a hablar de la ausencia, incluso de la traición de los intelectuales, y, sin embargo, Hessel y usted…
La palabra indignación que empleó Hessel ha servido de catalizador. En un clima general de resignación y de impotencia como el que existía, ha provocado una reacción, un despertar. El de los indignados es un movimiento interesante. No son revolucionarios, son rebeldes que representan una contestación, una protesta.
¿Cuánto tiempo podrá mantenerse?
El sentimiento de indignación entre los jóvenes está en su primera etapa. En algunos países árabes han abatido el principal obstáculo, que eran los tiranos. El problema es que carecen de un pensamiento, de una vía para el momento inmediatamente posterior. Es lo mismo que ha sucedido en España y otros lugares. Los indignados hacen críticas justas, denuncian pero no pueden enunciar.
Los jóvenes árabes se levantaron contra una tiranía real; en el caso de los indignados parece más bien metafórica.
El contexto es diferente. En el caso de la primavera árabe los tiranos eran individuales, pero no hay que olvidar que detrás de ellos estaba la corrupción. Y es contra la corrupción y contra la tiranía del dinero contra lo que se han levantado los indignados occidentales. Es un rasgo en común que no impide advertir las diferencias.
En algunos países donde han tenido lugar protestas de los indignados han triunfado electoralmente partidos conservadores.
Con indignados o sin ellos, la crisis habría acabado con el Gobierno de Zapatero. El movimiento de los jóvenes debe considerarse como un síntoma, y se están acumulando múltiples síntomas de la crisis que atraviesa Europa. En Grecia, una política económica impuesta ha desencadenado una cólera que va más allá de la simple indignación. En Hungría, por contemplar otro ejemplo, está fraguando un neoautoritarismo nacionalista.
La crisis, entonces, no es solo económica.
La crisis económica se introdujo en una crisis general debida a la globalización, a la occidentalización. Es una crisis general de la humanidad. Ese era el contexto donde se desencadenó, además, una crisis económica. La gravedad de esta última no debería enmascarar la profundidad de la otra.
Su último libro, escrito con Stéphane Hessel, El camino de la esperanza, propone entre otras cosas la refundación del capitalismo.
El capitalismo no es eterno pero tampoco está muerto. Se ha transformado, consagrando la hegemonía del capitalismo financiero. Se trata de poner fin a esa hegemonía, que es la del dinero, la del beneficio, la de lo cuantitativo. En su último libro, Rocard confiesa haber disfrutado de varios momentos de felicidad en su vida; ninguno de ellos tiene relación con el dinero. Es verdad que la política no puede producir la felicidad ni el amor, pero puede establecer que merece la pena perseguir esos objetivos. El presidente de Ecuador, Correa, lo ha expresado mediante la idea del bien vivir.
También ha intentado cerrar el diario El Universo.
Tanto como he apreciado su idea del bien vivir o su intento de crear un turismo de conciencia y de responsabilidad, alejado de la banalidad, cuestiono su actitud hacia un periódico que le critica.
¿Qué valor concede a las instituciones democráticas?
Es preciso revitalizar la democracia, recuperar la confianza de los ciudadanos en el sistema y en los cargos electos. La sensación es que se marcha en el sentido contrario. En cuanto a las instituciones, y aunque se diga que la fórmula del bienestar está agotada, el Estado tendría aún un papel que desempeñar. Podría apoyar a las empresas que persiguen un interés público, un interés socializado, cultural…
Pero esas políticas necesitan recursos.
Hay formas de ahorrar que no tienen que ver con el despido de funcionarios o medidas similares, sino que combaten la burocratización generalizada del Estado y las empresas. Es necesaria una política que contemple el conjunto de los sectores e identifique aquellos que pueden ser productores de futuro. Claro que existe el problema de la deuda, pero no podemos quedar prisioneros de él.
Sin embargo, una cosa es el diagnóstico y otra la solución.
Lo que yo escrito en La vía es un diagnóstico: si continuamos así, vamos hacia la catástrofe. La degradación de la atmósfera, el desarrollo de las armas nucleares, el fanatismo, todo esto nos conduce hacia la catástrofe. Es lo probable. Pero hay ocasiones en las que se ha producido lo improbable. No pretendo ser un mesías que anuncia la salvación, digo sencillamente que lo improbable es posible. Lo digo porque lo he vivido: en 1941, la victoria alemana parecía inevitable.
¿Cómo ve usted la catástrofe?
No la veo, no sé decir ni cuándo ni cómo tendrá lugar, ni si serán catástrofes en cadena o un apocalipsis. Pero si un sistema no es capaz de resolver sus problemas fundamentales, o bien se precipita en la barbarie, o bien se transforma para encontrar respuestas nuevas.
Esa es la esperanza de la que ha venido a hablar en Madrid.
Una esperanza que está ligada a la desesperanza.
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