Víctor Toledo
La Jornada
No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que Venini, el conocido fabricante de cristal italiano, ha creado una edición limitada de su jarrón Veronese; que Prada ha lanzado su muy esperada nueva fragancia para mujeres que destila toques de flor de naranja y mandarina; que ya está a la venta el navegador GPS de mano, por si el cliente desea esquiar o escalar; y que se ha creado el USB más potente y rápido, cuya parte trasera semeja las nalgas de una vedette famosa. También sabemos de la gran sofisticación relojera, el Blancpain 1735, con un costo por debajo de su precio de lista de un millón de dólares; del Annaliese, el gran surcador de mares, el yate que cuenta con cine, spa y helipuerto y que cuesta 103 millones de dólares; del whisky con sabor a frutas oscuras y especias con toques de madera, cuya botella se consigue por tan sólo 38 mil dólares; del caviar extraído de un esturión de 80 años proveniente del mar Caspio y envasado en oro de 24 kilates, con un costo de 24 mil dólares el kilogramo; y, especialmente, de la taza de café más exquisita del mundo: aquella que se obtiene de los excrementos de los civetos de Indonesia, la criatura arborícola que se alimenta de las cerezas de café y cuyos intestinos le dan un toque único al sabor del aromático. Su precio: mil 200 dólares el kilo.
No se asuste. Estos y otros muchos productos y servicios forman parte del consumo normal de quienes se señalan como los principales causantes de la “burbuja financiera” (oh, burbujeante realidad), la misma que arrastró a la crisis, en un “efecto dominó”, a buena parte de los países del mundo. La lista de sus productos exclusivos es extensa e incluye jets, autos deportivos, palos de golf, joyas, obras de arte, rubíes, instrumentos musicales, zafiros, damas y caballeros de compañía, excusados de oro, diamantes, masturbadores autorregulables, pieles de animales en peligro de extinción, pipas platinadas, sombreros, vajillas, tinas llenas de vino y helados, muchos helados. Las boutiques para las elites se multiplicaron en los últimos años y alcanzaron ciudades nunca soñadas como Pekín, Shanghai, Estambul, Río de Janeiro, Moscú, Yakarta, Bombay, Panamá, entre otras. En los últimos años los multimillonarios crecieron a un ritmo de 8.5 por ciento anual.
¿Quiénes son los acusados? No son pocos, pero ya puesta la lente sobre ellos tampoco son tantos: los 10 millones de miembros de la especie con patrimonios de un millón o más de dólares, dueños, gerentes y dirigentes de alto rango de corporaciones, bancos, tiendas, fábricas; además de especuladores, terratenientes y sátrapas provenientes de las mafias, todos los cuales forman parte de la lista del Reporte mundial de la riqueza 2007, editado por las consultoras Merryll Lynch y Grupo Capgemini. La lista incluye a los casi 100 mil individuos que disponen de al menos 30 millones de dólares, y por supuesto a los 100 hombres (¿por qué no hay mujeres?) más ricos del mundo. Representan, en conjunto, 0.15 por ciento de la población del planeta. Los de la punta de la pirámide. Un puñado de respetables parásitos.
¿Tiemblan estos capitalistas? Es probable que sí, sobre todo cuando se percatan de que han sido víctimas de sus propios excesos, de una suerte de “efecto bumerán”. Sin embargo, tendrán opciones para salir de su “pobreza” y algunos hasta quizás se hagan preguntas o enfrenten las incómodas dudas. ¿Por qué si como la suerte, la esperanza o el amor, el poder y la riqueza son parte esencial de los deseos humanos, tenemos que ser acusados, estigmatizados, señalados? ¿Cuál es nuestro pecado? ¿Por qué no hay deidad, dios o santidad que detenga este deseo insaciable de lujurioso lujo? No hubo correa, ley, límite, restricción o discurso que lograra detener la especulación, el maldito deseo por el cual el abandonado, el simple, el terrible ser humano, desde su propia soledad, prefiere seguir apostándole a la mayor ganancia, antes que ponerle freno a su lujo-lujuria, a su obscena ambición.
Si el capitalismo es una bola de nieve que crece y crece acicateada por los múltiples mecanismos de la acumulación, quienes han quedado anestesiados por su “natural embrujo”, por su afán de poder, por su vértigo y violencia, se vuelven también seres incapaces de detener(se). El capital domina al mercado y la cosa domina al ser humano. En el casino planetario en el que se ha convertido la economía capitalista todos ganan, pero también todos pierden cuando las fuerzas incontrolables fulminan e incendian, es decir, se hacen incandescentes.
Los que sí tiemblan, y mucho, pobrecillos, son los economistas llamados neoclásicos, los mismos que se empeñaron durante décadas en demostrarnos “científicamente” que el mercado dominado por el capital era una fuerza progresista, un surtidor de abundancias, un motor de progreso y bienaventurada modernidad, ignorando sus efectos sobre el trabajo humano y sobre la naturaleza. Los acontecimientos financieros recientes han resquebrajado la teoría económica dominante y han puesto a tiritar a miles de investigadores de la economía de mercado (los del CIDE incluidos).
El economista, como el brujo, el chamán o el sacerdote, perdió el control, rebasado por las circunstancias. Los eventos sorpresivos de las últimas semanas han hecho trizas la “magia del capital”, y hoy de nuevo, los seres modernos se comportan frente a los fenómenos económicos y financieros como nuestros ancestros lo hicieron frente al rayo, el trueno o los temblores. ¡Dios nos proteja!, dijo el secretario de la Reserva Federal frente a la posibilidad de que fallaran las acciones de rescate. Y las declaraciones y los encabezados hablaron del “vendaval”, el tsunami, el “huracán”, la “tormenta” y el “temporal” financieros. Tuvo que intervenir el presidente del Banco Mundial para recordarles a todos que esos eran “fenómenos provocados por el hombre”. Ya un investigador, hoy pasado de moda, había dicho premonitoriamente en el siglo XIX que “las leyes de la economía en toda producción no planificada ni articulada se contraponen a los hombres como leyes objetivas sobre las cuales éstos no tienen ningún dominio, es decir, en forma de leyes naturales”.
Seguimos, pues, en la prehistoria, asustados frente a fenómenos inesperados, sorpresivos y caóticos, como lo señaló en estas páginas Alejandro Nadal, y si bien lo que estamos viendo no es ciertamente el derrumbe del capitalismo, pues éste vendrá una vez que surja una fuerza política capaz de proponer y llevar a la práctica un modelo alternativo de sociedad, sí somos testigos del derrumbamiento de la ilusión inventada por los investigadores de la economía neoclásica (incluyendo quienes fueron distinguidos con el Nobel). Tiemblan, pues, los capitalistas, tiembla el mercado y sus economistas, tiemblan los funcionarios y los políticos, hasta las moscas tiemblan, temblamos nosotros. En el casino-mundo, “todo lo sólido se desvanece en el aire”.
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