La línea de fuego
Están los encantados (y las encantadas) con la bicicleta. No se trata de la bicicleta como medio alternativo de transporte, como descontaminador de las ciudades, como deporte o como esparcimiento. No, esta es una bicicleta como símbolo político. Dizque la bicicleta refleja y condensa las virtudes humanistas de Correa. Creo que los entusiastas ya no pueden ver más que las visiones que ellos mismos se inventan. Pero el spot de la bicicleta merece analizarse un poco más. Porque muestra mucho del alma del correísmo, y no es precisamente lo que sus admiradores (y admiradoras) dicen ver.
Al principio, aparece Correa en el despacho presidencial, cambia su atuendo posmoderno de terno con camisa bordada por un traje de ciclista. Y comienza el recorrido por postales escogidas: el centro de Quito, el malecón de Guayaquil, montañas, lagunas, el mar, las gaviotas y botes de pesca, un edificio del 911, el ferrocarril, las aspas para la energía eólica, una casa indígena.
Sin embargo, es Correa solo, todo lo demás es únicamente comparsa. Los militares de la guardia a la salida del despacho, inmóviles, a quienes no se digna dirigir ni una mirada. Las calles del centro por donde avanza la bicicleta de Correa, pero calles que son sólo calzada y adoquines, nadie, excepto la virgen del Panecillo al fondo (que sigue dando la espalda al sur). Nadie tampoco en los puentes que atraviesa, nadie de a pie en su arribo triunfal a la noche de la 9 de Octubre, con el monumento de Bolívar y San Martín iluminado al fondo. Nadie, excepto una figura difusa de buses, mientras pedalea de nuevo en la carretera. Uno, dos espectadores viéndolo avanzar, y nuevamente sólo en camino. Correa pasa y un grupo de niños se acerca, lo acompaña un trecho y desaparece. Luego, nuevamente solo en la playa, con el mar al fondo. Correa solo, con el sol y el horizonte. Dos figuras más, apenas parte del paisaje, igual que los árboles y las barcas, mientras Correa toma su bicicleta al hombro y camina. Tres jinetes que lo siguen un segundo. Un cultivador de arroz, que desaparece con rapidez de la escena. Correa solo en la costa, en la sierra. Niños que lo saludan desde la ventana de una escuela. El tren que pasa al fondo y Correa pedalea solo. Solo de nuevo, pedaleando con el fondo de una montaña, con el fondo de bosques. Otra vez pedaleando solo. Y siempre sólo, siempre único, otra vez con el lago al fondo. “Es la hora de sumar fuerzas”, dice, llegando a una casa de familia indígena, y ofrece que “será la victoria definitiva de todo un pueblo”; saluda con estrechón de manos y beso y dice un par de frases en quichua. “Yo sólo estoy de paso”, les dice Correa, “el poder es de ustedes”. Da su mensaje electoral de voto en plancha, sale de la oscuridad de la vivienda hacia el paisaje soleado. La luminosidad del paisaje que lo espera contrasta con la penumbra de la vivienda que abandona. Correa bajo un árbol, con una cuesta a sus pies; atrás los montes y el lago. La toma se aleja, la imagen se difumina. Fin. Han pasado tres minutos y algo más de la versión extendida.
Y entonces, ¿de qué es símbolo la bicicleta? Del líder que reemplaza al pueblo, del líder que avanza sólo, ceñudo, esperando que “su” pueblo lo siga. Pero “su” pueblo no se diferencia en nada del paisaje de fondo. Es un elemento más de las postales, como las montañas y los lagos, como las calles, las playas y el mar. Es un pueblo que se diluye y desaparece mientras el líder avanza adelante, siempre sólo. La historia es la historia del caudillo, del pueblo no queda nada, apenas una imagen borrosa. Si acaso lo acompaña, mayormente no hace más que observar su paso. Ha desaparecido su historia propia, la historia de luchas y resistencias que frenaron la implementación del neoliberalismo y recuperaron la dignidad de todos.
El pueblo del correísmo es el sujeto ausente, porque su papel ha sido expropiado por el líder y por el Estado. El pueblo del correísmo no tiene voluntad propia, no tiene voz propia: la única voz que se escucha es la voz de Correa. De hecho, ese pueblo no tiene existencia propia, sólo existe en la medida en que lo convierten en telón de fondo de la historia del caudillo, la única historia que existe. El pueblo del correísmo no es más que comparsa. Comparsa, dice el diccionario, “conjunto de personas que en las representaciones teatrales o en los filmes figuran y no hablan”. Masas incapaces de representarse por sí mismas, sujetos anulados, sacrificados en el altar del culto al caudillo.
De esto se trata, finalmente. Para el correísmo, el pueblo no puede existir como sujeto autónomo. Y si tiene la osadía de reclamar él mismo por su dignidad, si tiene la pretensión de construir él mismo su libertad y su destino, si comete la grave ofensa de retomar por sí mismo sus palabras y su voz, entonces la difuminación no será solamente metafórica ni poética. Pero eso es lo que queda “fuera de cuadro”, lo que está más allá del marketing y de la propaganda, la contracara de los “valores humanistas”: la persecución, la división de las organizaciones, la cooptación de dirigentes, las amenazas, los juicios por terrorismo y sabotaje.
Sin embargo, los caudillos “sólo están de paso”. Su tránsito victorioso, así dure seis años, o diez, no asegura el cambio ni la permanencia de las conquistas sociales. La liberación, si habrá de ser, sólo será obra del pueblo mismo. Y eso es lo que está en juego ahora: hay una parte del pueblo que se rehúsa a ser “el pueblo de Correa”, ese pueblo pasivo, observador y comparsa; hay una parte del pueblo que no renuncia a su derecho a ser soberano, a construir el presente y el futuro con sus propias manos, y no a través de terceras personas. La lucha es dura y desigual, pero ¿cuándo ha sido distinto?
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