Sebastián Etchemendy
Página 12
El modelo económico-político chileno, ese que hoy explota entre marchas multitudinarias, bombas de gas lacrimógeno y un muerto a manos de la policía del Estado nacional, fue hasta no hace mucho el mimado de los intelectuales neoliberales, pero también de cierto progresismo apologista de la moderación y el respeto del statu quo. Para los neoliberales era el caso exitoso y de manual: reformas de mercado que habían ido más lejos que en el resto de América latina bajo la dictadura de Pinochet, privatizando la salud, desregulando completamente el mercado laboral y municipalizando la educación, habían resultado, en esta visión, en un crecimiento económico sostenido. Para el progresismo de corte tecnocrático y liberal, Chile era el ejemplo de una coalición de centroizquierda prolija y efectiva, que en el marco del respeto por las instituciones heredadas del pinochetismo desarrolló políticas consistentes para bajar los niveles de pobreza.
Los sucesos de estos días, y los resultados concretos del modelo chileno, muestran que estos enfoques tienen bases de arena. Como Argentina, Chile vivió una etapa de crecimiento con alto desempleo bajo el neoliberalismo, una crisis social enorme a la salida del tipo de cambio fijo en 1982 y una recuperación sostenida posterior. La consecuencia en Chile hoy, sin embargo, es una economía sin industria pesada, que no genera valor agregado, con un mercado de trabajo de condiciones paupérrimas (donde sólo el 5,6 por ciento de los empleados está cubierto por la negociación colectiva) y niveles de desigualdad africanos. La Concertación de centroizquierda en los años ’90, por su parte, apostó a un enfoque tecnocrático que ampliaba las políticas de transferencias sociales heredadas de la dictadura. Así, Chile se convirtió en el paraíso de las ONG despolitizadas, mientras su “progresismo” y sistema político eludían cualquier relación organizativa fuerte con actores sociopolíticos juveniles-estudiantiles, sindicales o movimientos sociales.
La reacción en Chile hoy, entonces, evidencia, no sólo a los sofismas neoliberales que se caen como un castillo de naipes, sino los límites de un centroizquierda que tuvo una mirada casi exclusivamente tecnocrática de lucha contra la pobreza extrema, y desechó las alianzas con actores sociales. Esos mismos actores en Chile, juveniles, sindicales, movimientos sociales, cuando encuentran su ventana de oportunidad, se enfrentan a las herencias desreguladoras del neoliberalismo por fuera del sistema político, en las calles y en la lucha directa. Las declaraciones del presidente del Partido Socialista chileno, humilde, participando de las marchas en cuyo origen nada tuvo que ver, y diciendo “tenemos que aprender de este movimiento” son elocuentes.
El contraste con la Argentina desde 2003 no puede ser mayor. Aquí, el giro en la izquierda que abarcó a toda América latina significó, con el kirchnerismo, alianzas centrales con los actores socioeconómicos, con el sindicalismo del sector privado de la CGT, con el sindicato nacional mayoritario de la CTA, la Ctera, y con variados movimientos sociales y juveniles-estudiantiles. A diferencia del centroizquierda chileno, el kirchnerismo fue, es, un movimiento nacional popular y progresista de actores y no sólo de política social. Una construcción así de un movimiento transformador trae, como se ocupan de destacar los medios hegemónicos, momentos de mayor polarización política. Pero la alianza con los actores sociales no sólo permite disputar más y mejor a los sectores dominantes para correr el límite de los derechos, sino que canaliza demandas y aspiraciones que se procesan mediante el sistema político y no terminan en un mar de represión y gas lacrimógeno.
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