El País
¿Preservar vidas o relanzar la economía? Las reflexiones del filósofo alemán, de cuya muerte se cumplen mañana 100 años, siguen muy vivas
Mañana 14 de junio hace exactamente cien años de la muerte de Max Weber, provocada por una neumonía tras contagiarse de la gripe española. Poco podría imaginar el ilustre profesor que celebraríamos su centenario en medio de una pandemia similar. Porque Weber, el clásico entre los clásicos de las ciencias sociales, el inquieto diseñador de teorías y forjador de conceptos, nunca pudo dejar de creer en los avances de las ciencias y el progreso. Aunque lo hizo a su manera, sacando a la luz sus muchas ambigüedades y ambivalencias.
Su tesis central sobre el desarrollo del mundo moderno se aprende ya desde el primer curso de sociología. Modernidad equivale a la racionalización de todos los procesos sociales con el fin de resolver de la manera más eficiente posible cuestiones de naturaleza práctica. Y racionalización se conjuga con industrialización, burocratización, especialización, secularización, avance del capitalismo. Pero también con cosificación y deshumanización, porque este proceso conduce a la destrucción del “jardín encantado” de las religiones y concepciones del mundo premodernas. Aparecen nuevas esferas de valor —ciencia, derecho, ética, estética, religión...—, cada una con sus propias reglas, que ya no pueden integrarse en una unidad y nos provocan una especie de extrañamiento existencial.
El efecto de todos estos procesos es, pues, el “desencantamiento” (Entzauberung, en alemán) del mundo —la “desmagificación”, como prefiere traducirlo nuestro especialista Joaquín Abellán—. Lo que antes se veía como el resultado de poderes o fuerzas misteriosas y ocultas es suplido ahora por un saber científico-técnico sistemático. Gracias a la ciencia y la tecnología sabemos cada vez más sobre el mundo que nos rodea, este se llena de formas de organización e ingenios técnicos de los que hacemos un uso cotidiano, pero que, salvo el caso de cada experto, no comprendemos. Usamos el tranvía o el ordenador pero en realidad ignoramos cómo funciona; ocupamos un alveolo en una inmensa organización burocrática, pero su racionalidad interna se escapa a nuestro entendimiento. Es decir, nos sentimos incorporados a un orden —a un dispositivo, que diría Foucault—, que marca sus leyes por doquier, pero al que no le encontramos el “sentido”. Los avances producidos por la racionalización del mundo van acompañados así también de una pérdida.
Detengámonos un momento en esto, porque aquí es donde se encuentra uno de los aspectos más interesantes de su diagnóstico. En un momento dado nos dice: “La imagen de la ciencia es la de un reino transmundano de abstracciones artificiales que tratan de apresar con sus secas manos la sangre y la savia de la vida real sin llegar a apresarla”. O cuando afirma que la ciencia no puede dar respuestas a “la única pregunta importante para nosotros, qué debemos hacer y cómo debemos vivir”. Todos los aspectos de la vida social aparecen formateados por ese proceso de racionalización que reproduce el modelo de un aparato burocrático, jerárquico, organizado por expertos. Y un mundo construido a partir de una racionalidad instrumental abstracta y distante podrá garantizarnos la eficiencia, no así el sentido de la vida. El resultado es la alienación del mundo, y esta nos conduce al conformismo. Dentro de esta “jaula de hierro” la libertad pierde su dimensión de autonomía y se convierte en rutina.
A esta descripción le une Weber una importante consecuencia política, que acabaría resultando profética. El peligro de sujetos aislados y alienados en una sociedad de masas burocratizada es su posible salto hacia el irracionalismo: “los viejos dioses se levantan de sus tumbas” y comienza de nuevo la vieja lucha entre ellos. Según la postura básica de cada cual, unos serán dioses y otros demonios. “Y uno tiene que decidir cuál será para él Dios y cuál el demonio”, ya no hay una instancia racional con capacidad para orientarnos en este inconmensurable pluralismo de valores. O que se busque compensar la pérdida del sentido siguiendo ciegamente a un líder. No olvidemos que nuestro autor vive en el período anterior a la República de Weimar en un ensordecedor ambiente político.
Resulta casi inevitable trasladar algunas de estas reflexiones a la sociedad tecnocrática e hipertecnológica de nuestros días. A la luz de su diagnóstico, el actual resquemor hacia la ciencia, el escepticismo hacia la verdad y la objetividad de los hechos, la proliferación de teorías conspiratorias, serían nuestra forma de reacción frente a esta nueva sociedad digital. Su mejor encarnación puede que sea el populismo, con su vuelta al maniqueísmo —yo soy Dios, tú el diablo— y la priorización de la emoción sobre la cognición. Por eso nos resulta tan estimulante releer desde hoy sus textos de carácter más marcadamente político, tan pendientes por abrir un camino racional, “científico”, a ese mundo tan proclive a la irracionalidad ideológica, e introducir un orden conceptual en el todavía precario ámbito de los partidos, líderes y procesos parlamentarios, el escenario del poder. Y aquí puede que resida lo más importante, sus reflexiones sobre los atributos que deberían acompañar al liderazgo y la ética en la que este debe apoyarse. En definitiva, lo que nos encontramos en esa joya que es su conferencia sobre la política como profesión/vocación.
La distinción que ahí introduce entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad ya es de sobra conocida, pero es difícil imaginar otra que capte mejor la naturaleza dilemática de la acción política, cómo el decisor político se ve siempre atrapado entre los mandatos de la moral y las demandas de una realidad siempre sujeta a contingencias. Su opción por la ética de la responsabilidad, la de tener siempre en cuenta las consecuencias de nuestras acciones —la otra, la de la convicción, sería una ética “extramundana”, no soporta la “irracionalidad ética del mundo”— se ha convertido ya en el paradigma en el que, en teoría al menos, se inspiran los grandes políticos. Pero hay veces, nos recuerda el profesor, en que no podemos ignorar los mandatos morales absolutos, el “aquí estoy yo, no puedo hacer otra cosa” de Lutero. Ambas éticas no están en oposición absoluta, deben intentar conjugarse, y “solo juntas hacen al auténtico hombre, a ese hombre que puede tener ‘vocación para la política’”.
En eso Weber no iba desencaminado. Lo hemos podido experimentar a la hora de tener que tomar decisiones difíciles durante la pandemia, preservar vidas y restringir derechos a cambio de reducir nuestro bienestar económico. A veces lo que son consecuencias “deseables” chocan con la aplicación de medios inaceptables. Por eso le preocupaba tanto a Weber el “tipo especial de ser humano” al que le encomendamos el ejercicio del poder, el tipo de hombre “que hay que ser para poner sus manos en los radios de la rueda de la historia”. Me temo que esto último ya lo hemos olvidado.
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