El Periódico
Bajo el escenario idílico de una época de opulencia, la ciudad del Sena protagonizó una revuelta inédita contra el autoritarismo y la rigidez del poder
Al general De Gaulle, Francia se le escapa de las manos. Ha pasado una década desde que instauró la V República, casi tres desde que hizo en Londres su heroico llamamiento a la Resistencia frente a la ocupación nazi. Ahora tiene 77 años y está al frente de un país en plena mutación social que supera la barrera de los 50 millones de habitantes. Desde 1958, el gaullismo y el comunismo son los pilares de la política francesa.
Aparentemente, todo va bien. Como en muchos países industrializados, los franceses viven el periodo de mayor prosperidad económica desde la segunda guerra mundial, con altas tasas de crecimiento, pleno empleo y un nivel de vida aceptable. Pero Francia se aburre, según el célebre artículo publicado en 'Le Monde' el 15 de marzo de 1968 por Pierre Viansson-Ponté.
No hay solo tedio. La sociedad se ahoga. La generación del 'baby-boom' desconfía de las instituciones, abomina del autoritarismo, las jerarquías, las estrictas normas sociales, la moral conservadora. «Un universo cerrado, un universo bloqueado sin puertas ni ventanas. Un universo que solo entendía la relación de fuerza. Eso era entonces De Gaulle para nosotros», recuerda el escritor y cineasta Hervé Hamon en 'El espíritu de Mayo 68'.
Desigualdades
El poder adquisitivo aumenta, pero menos que las desigualdades. La educación se abre a los hijos de las emergentes clases medias, pero no a los de las capas populares. La Francia rural se hunde y empuja a los agricultores a emigrar a las ciudades, que nutren junto a inmigrantes argelinos, italianos, portugueses y españoles una nueva generación de obreros que trabaja en precario y a destajo.
La patronal rechaza cualquier tipo de negociación con los agentes sociales. Militar en un sindicato es una afrenta a la ley. El Gobierno reprime huelgas enviando al Ejército. El paro empieza a asomar la nariz y la inflación a comerse los sueldos. El esplendor de la industria del automóvil apenas oculta el declive del sector minero, textil o naval.
Un paisaje de chabolas se dibuja en torno a París. Cinco millones de franceses viven bajo el umbral de la pobreza. La prosperidad no llega a todo el mundo. «Solo unos cientos de miles de franceses no se aburren: parados, jóvenes sin empleo, pequeños agricultores aplastados por el progreso, víctimas de una competencia cada vez más dura, viejos abandonados más o menos por todos. Están tan absorbidos por sus problemas que no tienen tiempo de aburrirse, ni ánimo para manifestarse y revolverse», prosigue Viansson-Ponté. Dos meses después de este análisis, Francia estalla. Los estudiantes levantan barricadas y los obreros protagonizan la mayor huelga general de la historia del país.
La chispa de Nanterre
En realidad todo empieza antes. En los albores de los sesenta la efervescencia contra el autoritarismo es general. A partir de 1965 cristaliza en las protestas contra la guerra de Vietnam –librada en nombre de los peligros del comunismo– que nutren la agitación de los campus más allá de Estados Unidos. Estudiantes de todo el mundo cuestionan el imperialismo y la política de bloques surgida tras la segunda guerra mundial.
En Nanterre, en la periferia parisina, 142 estudiantes liderados por un joven libertario alemán llamado Daniel Cohn-Bendit ocupan la facultad para denunciar la existencia de listas negras de alumnos revolucionarios y reclamar la liberación de dos militantes del Comité Vietnam Nacional (CVN) acusados de haber roto los cristales de la American Express en una manifestación contra la guerra. Ocurrió el 22 de marzo de 1968.
Esa fecha da nombre al movimiento que, en opinión de la historiadora Michelle Zancarini-Fournel, puede considerarse «como la mecha que enciende el fuego» de los acontecimientos. Nanterre también reclama residencias universitarias mixtas y nuevos métodos pedagógicos.
Cerrada por la sucesión de incidentes, el 3 de mayo la contestación de Nanterre se traslada a la Sorbona y su rector recurre a la policía para desalojar a los ocupantes, que son reprimidos con fuerza. El balance, 600 detenidos y el inicio de una espiral de inusitada violencia.
Los enfrentamientos con las fuerzas del orden inflaman el barrio Latino de París que, en la noche del 11 al 12 de mayo, se convierte en el escenario de una batalla campal. A los gases lacrimógenos de los antidisturbios, los manifestantes responden con cócteles molotov. Se cuentan hasta sesenta barricadas, los ladrillos de piedra del pavimento se usan como arma arrojadiza. 'Bajo los adoquines, la playa' surge como uno de los eslóganes que destilan la utopía de un mundo mejor. Otro lema que cala está tomado de Herbert Marcuse: 'Seamos realistas, pidamos lo imposible'.
La cólera se extiende
Según los archivos policiales de la época, tras las barricadas hubo de todo: camareros, panaderos, trabajadores de banco, enfermeras. «No fue cosa solo de estudiantes, ni una veleidad de ‘niños de papá’ que querían ser burgueses. Había una diversidad sociológica que sustenta el proyecto político de 1968», analiza la historiadora Ludivine Bantigny en '1968. De grands soirs en petit matin'. «Son de generaciones diferentes, algunos habían empezado a militar en los años 50 contra la guerra de Argelia», apostilla el sociólogo Olivier Filieule, coordinador de una investigación sobre los militantes del 68.
La represión policial extiende la cólera a otras ciudades francesas, y a las fábricas. En solidaridad con los estudiantes, los sindicatos llaman a la huelga general el 13 de mayo y la movilización alcanza regiones sin tradición contestataria, superando los bastiones industriales. Siete millones de personas se suman a la mayor huelga de la historia del país. En Nantes, los trabajadores de Sud-Aviation ocupan la empresa y secuestran a su director. En Boulogne- Billancourt, los inmigrantes de Renault reclaman el derecho a la alfabetización.
«En los mítines se debaten modalidades de lucha, hay discusiones con estudiantes en la entrada de las factorías, con agricultores que van a vender su mercancía. Se aviva el sueño del poder de los obreros y de la autogestión. No se discute solo de una mejora salarial, sino que se denuncia la organización del trabajo», explica en la revista 'Politis' el profesor de historia de la Universidad de Borgoña Xavier Vigna. La política ha llegado a las fábricas.
Huelgas masivas
A mediados de mes, las huelgas masivas en Correos obligan al Gobierno a recurrir al Ejército del Aire. Los paros se extienden al sector público –los trenes de la SNCF, el metro, la cadena pública de radiotelevisión– mientras los agricultores bloquean carreteras con tractores y en cines, teatros y museos se cuestiona el concepto de cultura y se habla de llevar la imaginación al poder.
El viejo general no parece consciente de la gravedad de la situación. Cree que las manifestaciones son solo «un desmadre». Se trata de «un puñado de exaltados», dice el ministro de Educación, Alain Peyrefitte. A finales de mayo la contestación está en su apogeo y Francia paralizada, pero De Gaulle no altera su agenda.
Más conciliador, el primer ministro, George Pompidou, intenta calmar las cosas convocando a patronal y sindicatos en el Ministerio de Trabajo, en la calle de Grenelle. El 25 de mayo se llega a un acuerdo para subir el salario mínimo, reducir la jornada laboral y pagar los días de huelga. Pero las bases lo rechazan. Las factorías de Renault, Citroën y Sud Aviation retoman la huelga en toda Francia.
Durante unos días, la impotencia de un poder desorientado aviva las ilusiones revolucionarias. De Gaulle ha desaparecido. Más tarde se sabrá que viajó a Baden-Baden (Alemania) a consultar al general Massu y que estuvo tentado de abandonar.
Pero vuelve, como volvió de Londres tras la Liberación, y en un discurso igual de belicoso en el que alerta del «peligro totalitario», el 30 de mayo anuncia la disolución de la Asamblea Nacional y elecciones legislativas. Ese mismo día, medio millón de franceses desfilan en los Campos Elíseos para apoyar al gaullismo.
Insubordinación obrera
«Ese desfile es 'La internacional' contra 'La Marsellesa', el tricolor contra el rojo y el negro, la V de la victoria contra el puño en alto», dice la politóloga Emmanuel Loyer en 'L’événement 68'. Los sindicatos se pliegan a la solución electoral y trasladan a las empresas los 'Acuerdos de Grenelle'.
«La paradoja de la mayor huelga que ha conocido el país es que culmina con un resultado tibio que satisface a los asalariados pero no cambia en nada la organización del trabajo. Por eso Francia vivirá durante los años setenta una insubordinación obrera que amplía y radicaliza la contestación de la primavera de 1968», sostiene Xavier Vigna.
Y lo que es peor, añade el historiador, el Gobierno expulsa a unos 250 extranjeros, entre ellos a obreros españoles y portugueses a quienes les espera la prisión de las dictaduras de Franco y Salazar, mientras en Francia los instigadores de las huelgas son despedidos durante el verano.
A principios de junio, el orden público vuelve a verse amenazado tras la muerte de un joven maoísta de 17 años, Gilles Tautin, ahogado en el Sena cuando escapaba de una redada policial en las cercanías de una fábrica ocupada. De nuevo las barricadas, los coches incendiados y la violencia.
El Gobierno responde con un decreto de disolución de los grupos de extrema izquierda –troskistas, maoístas y anarquistas– a quienes responsabiliza de la revuelta. Ilegaliza el movimiento 22 de marzo y prohíbe las manifestaciones durante la campaña electoral. El 30 de junio, el gaullismo y sus aliados arrasan en las legislativas y logran la mayoría absoluta en la Asamblea Nacional.
«No fue una revolución, porque el poder siguió en su sitio, pero sí tuvo una repercusión revolucionaria en el plano de las costumbres. Sus consecuencias llegan hasta nuestros días», resalta Olivier Filieule. El 68 fue también el «año cero de la liberación de la mujer», en palabras de la socióloga Christine Fauré, de una segunda ola feminista tras la de principios del siglo XX. Aunque en el mayo francés, las mujeres no juegan ningún papel político.
En Francia, muchos analistas consideran que la fisura abierta por el gaullismo perdura hasta la llegada al Elíseo del socialista François Mitterrand en 1981.
¿Fue una fiebre estudiantil o un movimiento social? ¿Una protesta política o una revolución cultural? ¿Una crítica saludable de la autoridad o la aparición del individualismo? Desde hace 50 años, Mayo del 68 alimenta un apasionado debate intelectual y político. Para mitificarlo, defenderlo o denostarlo.
Nicolas Sarkozy lo vio como el germen de las derivas del capitalismo financiero y la pérdida de respeto por la autoridad. Emmanuel Macron, que ha optado por no hacer una conmemoración oficial del cincuentenario, decía hace tres años lo siguiente en la revista 'Le 1': «El error de muchos fue dejarse intimidar por la brutalidad del momento, aceptar no decir y no actuar».
«No fue un rechazo de la sociedad industrial sino una revelación de los nuevos conflictos que genera. Las luchas sociales, el conflicto de intereses no aparecen solo en las fábricas, sino en todos los sitios donde la sociedad pretende transformarse», escribe en 'El movimiento de mayo' el sociólogo Alain Touraine, profesor en la Universidad de Nanterre el año de la revuelta.
Para otro testigo de los acontecimientos, el filósofo Edgar Morin, Mayo del 68 fue «una brecha en la línea de flotación del orden social por la que se colaron valores, aspiraciones, ideas nuevas que querían transformar profundamente nuestra civilización». «Nada cambia y todo cambia. El orden político, social y económico se restablece en junio, pero se desencadena un proceso que alterará el espíritu del tiempo», relata en 'L’Obs'. «Fue un éxtasis de la historia».
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