El Viejo Topo
La idea de un mundo sin guerras en cinco momentos cruciales de la historia contemporánea
Entre finales de los años ochenta y principios de los noventa el fin de las guerras parecía al alcance de la mano: la Guerra Fría había terminado con la disolución del «campo socialista» encabezado por la Unión Soviética y con el triunfo de Occidente y su país guía. ¿Quién podía imaginar que, a esas alturas, estallaran conflictos graves y devastadores a escala internacional? «La historia mundial», caracterizada en sus momentos más significativos y decisivos por contradicciones agudas, rupturas, revoluciones, guerras y conflagraciones, «no es el terreno de la felicidad», había observado en su momento Hegel. Pero la victoria indiscutible de los principios liberales y democráticos, encarnados por Occidente, parecía haber acabado con todo eso: 1989 se presentaba como el alba de un mundo nuevo de paz, en el que por fin se pudiera gozar de una serenidad y una felicidad libres de los miedos y las angustias del pasado. Hablar de historia mundial ¿seguía teniendo sentido? Ese mismo año un filósofo estadounidense, Francis Fukuyama (filósofo influyente, por haber sido al mismo tiempo funcionario del Departamento de Estado), anunciaba el «fin de la historia».
Bien es cierto que una nubecilla asomaba en el horizonte: se aceleraban los preparativos diplomáticos y militares para una intervención armada decisiva en Oriente Próximo. Pero no se podía llamar guerra: se trataba de restablecer la legalidad internacional, poniendo fin a la invasión de Kuwait perpetrada por el Irak de Sadam Hussein. Era una operación de policía internacional sancionada por el Consejo de Seguridad de la ONU. El «Nuevo Orden Mundial» había empezado su andadura, y nadie podía sustraerse a la ley y al gobierno de la ley, que debían hacerse respetar en cualquier rincón del mundo, sin ningún miramiento. Empezaba a tomar forma una suerte de estado mundial, es más (a decir de Fukuyama), un «estado universal homogéneo» que impondría su autoridad sin tener en cuenta las fronteras estatales y nacionales. Ya esto era un indicio de que estaba desapareciendo el flagelo de la guerra, que por definición es un conflicto armado entre estados soberanos, es decir, entre entidades que, al menos desde el punto de vista de la ideología dominante, en 1989 y en los años inmediatamente posteriores se encaminaban a su extinción.
Un ilustre sociólogo italiano explicaba cuál era el destino que estaba reservando a la guerra la parte más avanzada de la humanidad, «en el Norte del planeta»: «Estamos expulsándola de nuestra cultura como hicimos con los sacrificios humanos, los procesos contra las brujas, los caníbales» (Alberoni, 1990). A la luz de todo esto, la expedición contra el Irak de Sadam Hussein, más que una operación de policía internacional, era la expresión de una pedagogía de la paz, sin duda enérgica, pero en realidad beneficiosa para los mismos que debían padecerla.
Poco más de dos décadas después, tras una serie de guerras, cientos de miles de muertos, millones de heridos y millones de fugitivos, Oriente Próximo es un montón de ruinas y un foco de nuevas conflagraciones. Y es solo uno de los focos; otros, quizá más peligrosos aún, están apareciendo en otras partes del mundo, como Europa Oriental o Asia. Proliferan artículos, ensayos y libros que hablan de una guerra a gran escala o incluso de una nueva guerra mundial, que podría cruzar el umbral nuclear. ¿Cómo explicar este paso en poco tiempo del sueño de la paz perpetua a la pesadilla del holocausto nuclear? Antes incluso de tratar de contestar a esta pregunta conviene plantearse una cuestión previa: ¿es la primera vez que la humanidad sueña con la paz perpetua y experimenta un brusco y doloroso despertar, o este ideal y el amargo desencanto posterior tienen una larga historia, que puede ser interesante y útil indagar?
Lo que se pretende aquí, más que analizar una por una las posiciones de una serie de autores fascinados por el ideal de un mundo libre del flagelo de la guerra y del peligro de guerra, es indagar los momentos históricos en que dicho ideal ha inspirado, junto a personalidades ilustres, a sectores considerables de la opinión pública y en ocasiones a masas de hombres y mujeres, convirtiéndose así en una fuerza política real. Nos hallamos ante cinco momentos fundamentales de la historia contemporánea.
El primero empieza en 1789 con las promesas y esperanzas de la revolución francesa (según las cuales el derrocamiento del Antiguo Régimen acabaría no solo con las guerras dinásticas y de gabinete tradicionales, sino también con el flagelo de la guerra como tal) y termina con las incesantes guerras de conquista de la era napoleónica. El segundo momento es menos importante: durante un breve periodo la Santa Alianza se apropia o trata de apropiarse de la bandera de la paz perpetua para justificar y legitimar las intervenciones militares, las guerras que emprende contra los países propensos a dejarse contagiar por la revolución que, pese a haber sido derrotada, sigue representando un peligro para la Restauración y el orden consagrado por el Congreso de Viena tras la caída de Napoleón. En un tercer momento, el desarrollo del comercio mundial y de la sociedad industrial crea la ilusión de que la nueva realidad económica y social apagará el espíritu de conquista mediante la guerra: es una ilusión que cierra los ojos ante las matanzas del expansionismo colonial, más vivo que nunca en esta época, y a la que pone fin la carnicería de la Primera Guerra Mundial. El cuarto momento crucial, inaugurado por la revolución rusa de octubre de 1917 (que estalla como reacción contra la guerra), pretende acabar con el capitalismo-colonialismo-imperialismo para allanar el camino a la realización de la paz perpetua, y termina con los conflictos sangrientos y las auténticas guerras que desgarran el propio «campo socialista». Por último, el último momento crucial: tras una larga y heterogénea fermentación ideológica, empieza propiamente con la intervención de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial, intervención decidida por el presidente Woodrow Wilson en nombre de la «paz definitiva» (que requería derrotar el despotismo encarnado sobre todo por la Alemania de Guillermo II), y llega a su apogeo con el triunfo de Occidente en la Guerra Fría y la consiguiente «revolución neoconservadora».
A partir de este momento se proclama que la difusión planetaria de las instituciones liberales y democráticas y del libre mercado es la condición para el triunfo definitivo de la causa de la paz; una pretensión, sin embargo, que pierde credibilidad con la sucesión de una «operación de policía internacional» y una «guerra humanitaria» tras otra, y con la agudización de conflictos y tensiones que amenazan con el estallido de guerras no menos sangrientas que las del siglo XX. Son cinco momentos cruciales que de una u otra forma se originan en cinco países: la Francia revolucionaria que surge tras al derrocamiento del Antiguo Régimen; Austria, o el imperio de los Habsburgo, que encabeza políticamente la Santa Alianza (a cuya ideología contribuye en gran medida la cultura alemana en conjunto); Gran Bretaña, protagonista de la revolución industrial y la edificación de un gran imperio; la Rusia soviética, que inspira un movimiento revolucionario de alcance planetario; y Estados Unidos, con su revolución (o contrarrevolución) neoconservadora que, después de ganar la Guerra Fría, trata de establecer durante algún tiempo una pax americana imperial en el mundo. Son estos cinco momentos cruciales –que no siempre se suceden linealmente, pues a veces se solapan en un mismo periodo histórico– los que deben reconstruirse ante todo para hacer un balance útil que ayude a explicar las ilusiones y desilusiones del pasado, que permita analizar y enfrentar los crecientes peligros de guerra del presente.
¿Nos hallamos ante cinco momentos cruciales que siempre empiezan con promesas exaltadas y esperanzadoras y terminan siempre con cinco fracasos catastróficos? Sería una conclusión precipitada y unilateral, porque presentaría como homogéneos unos procesos políticos y sociales muy distintos y los nivelaría pasando por alto su complejidad y sus contradicciones. Solo al final de la exposición se podrá hacer un balance equilibrado. Pero vamos a adelantar dos resultados de la investigación.
Quien crea que el ideal de un mundo sin guerras es un sueño sereno y feliz, no perturbado por los conflictos políticos y sociales del mundo circundante, debería cambiar de opinión. La historia grande y terrible de la edad contemporánea es también la historia del choque entre distintos proyectos e ideales de paz perpetua. Lejos de ser sinónimo de armonía y concordia, por lo general son el fruto de grandes crisis históricas y a su vez han provocado agrias batallas ideológicas, políticas y sociales, y han instigado conflictos agudos, a veces devastadores.
Hay un segundo resultado, quizá más inquietante. La raya que separa a los defensores y los críticos del ideal de un mundo sin guerra no coincide en absoluto con la raya que separa a los pacifistas y los belicistas, o a las “almas cándidas” por un lado y los “cínicos que practican la Realpolitik” por otro: puede ocurrir que los primeros sean más belicistas y cínicos que los segundos. En otras palabras, la consigna de la paz perpetua, permanente o definitiva no implica en sí misma nobles ideales; no pocas veces la esgrimen fuerzas interesadas en practicar o legitimar una política de dominio, opresión e incluso violencia genocida. Como la guerra de la que habla Karl von Clausewitz, también la paz, una paz perpetua, permanente o definitiva, es la «continuación de la política por otros medios» y quizá la continuación de la guerra por otros medios.
Mi libro se propone hacer un repaso de las batallas ideológicas y políticas y de los conflictos, a veces sangrientos, que jalonan el ideal de un mundo sin guerras, reconstruyendo su génesis y su desarrollo, y analizándolos en el plano político y filosófico. Una reconstrucción y un análisis que considero tanto más urgentes cuanto más amenazadoramente se condensan en el horizonte los nubarrones de nuevas tormentas bélicas.
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