sábado, 2 de outubro de 2010

El tiempo del desconsuelo



Joaquín Estefanía
El País

En Annie Hall, Duane, el hermano de la protagonista, Diane Keaton, comparte una fantasía con Alvy Singer (Woody Allen): "A veces, cuando conduzco en la carretera, de noche, veo dos faros que vienen hacia mí. A toda velocidad. Siento el impulso repentino de girar el volante directamente hacia el coche que viene en sentido contrario. Me imagino la explosión. El ruido de cristales que se hacen pedazos. Las llamas que se levantan de la gasolina derramada...". Y Alvy le responde: "Vale, Duane. Ahora tengo que irme, he de volver al planeta Tierra".

Más de mil días después de que se iniciara la crisis económica global (la Gran Recesión), los estudiosos de la misma tocan tierra y regresan a la realidad. Fuera ensoñaciones. Después de haber dedicado muchos esfuerzos a establecer un relato verosímil, tratan ahora de analizar las secuelas que dejará en nuestras sociedades -las huellas de una nueva época- y, sobre todo, descubrir las herramientas técnicas que se han de utilizar para ponerle fin y evitar que una catástrofe de la misma naturaleza se pueda repetir. El 7 de septiembre de 2006, un año antes de su comienzo, cuando el mundo todavía se relamía de la larga etapa de prosperidad de los noventa y no se atisbaban nubes negras en el horizonte, un desconocido economista, Nouriel Roubini, dio una conferencia en el FMI en la que dijo: "Vamos a entrar en una profunda depresión". Y lo desarrolló. Casi nadie le hizo caso y lo calificaron de "doctor catástrofe". Ahora, Roubini, devenido gurú, ajusta cuentas con los cegatos en Cómo salimos de ésta, en colaboración con su colega Stephen Mihm. Para ambos, más importante que identificar la miopía es superarla; para no repetir la experiencia, los científicos sociales deben cambiar la forma de pensar y arrojar por la borda la fe en la estabilidad inherente y en la eficiencia de los mercados no regulados.

Esta es una de las ideas-fuerza que comparte el resto de los autores de los libros que aquí se comentan: los mercados no se autorregulan ya que están regidos por personas y las personas son muchas veces animales irracionales. El idealizado mercado libre es un invento que nunca ha existido y nunca existirá. Suele ser en los mercados financieros, por el papel creciente del sistema crediticio en cualquier economía moderna, en los que se observan los primeros síntomas de los colapsos. Lo desarrolla Carlos Marichal, que, actualizando los estudios de Kindleberger en Manías, pánicos y cracs, publica una historia de las grandes crisis financieras. Las crisis van siempre precedidas de auges y la Gran Recesión no iba a ser menos; en el año 2000 el producto interior bruto mundial (la suma de toda la actividad económica del planeta) era de 36 billones de dólares y a finales de 2006 había superado los 70 billones. El mayor boom en los últimos setenta años condujo directamente al mayor crash.

La anatomía de las crisis arranca de una fase previa de expansión del dinero, fuerte especulación en la Bolsa, un pico de extraordinaria agitación, y a continuación el súbito hundimiento de la confianza de los inversores más la subsiguiente caída de los valores bursátiles y la multiplicación de las dificultades bancarias; por último, el contagio de la economía real con crecimientos exponenciales del desempleo y empobrecimiento de las clases medias. Marichal distingue entre las crisis menores y las mayores, y la que se inicia en el verano de 2007 es una crisis mayor, junto a las generadas por las dos guerras mundiales y, en medio, la Gran Depresión. Las crisis mayores suelen convertirse en bisagras entre dos épocas y por ello hay que analizarlas a través de las lentes de la política, la sociología, las relaciones internacionales, la cultura y la historia, y no solo de los aspectos estrictamente técnicos. Esa es otra de las lecciones de la Gran Recesión, el papel de la historia para comprenderla: cada crisis tiene su idiosincrasia, pero casi todo ha sucedido ya antes, a pesar de que tengamos la ensoñación de que no se va a repetir o de que aquí no puede ocurrir.

Los tres rasgos que caracterizan la Gran Recesión -bien desarrollados en el número 6 de la revista Pensamiento Iberoamericano- son su alcance planetario, que ha afectado con intensidades dispares al conjunto del sistema internacional sin que apenas hayan quedado economías libres de contagio; su origen, focalizado en el segmento más desarrollado y sofisticado del mundo, en Wall Street; y los ritmos tan distintos y novedosos que las zonas geográficas están dando a la superación de los problemas, primero los países emergentes y solo después Estados Unidos, Europa y Japón.

¿Por qué la mayoría de los economistas no lo previó? Ello se debió, sobre todo, al contexto asfixiante en el que trabajaban, en el que, en cuanto se salían de la norma, eran considerados heterodoxos y marginados del corazón de los departamentos universitarios, servicios de estudios, conferencias, seminarios y empresas. Así nació el pensamiento único. Lo desarrolla John Lanchester, en un afilado ensayo titulado muy expresivamente ¡Huy!: la Gran Recesión fue el resultado del clima dominante que siguió a la victoria del mundo capitalista sobre el comunismo tras la caída del muro de Berlín; con el final de la guerra fría disminuyó de manera ostensible el capital político de la idea de igualdad y justicia. Muchos bancos, exentos del miedo de un sistema alternativo, trataron la irresponsabilidad financiera como si fuera una materia prima, un recurso natural; el dinero barato fluía por doquier, casi diariamente recibíamos llamadas telefónicas no solicitadas de entidades de crédito y cartas con solicitudes de crédito precumplimentadas. ¿Se acuerdan? El libre mercado dejó de ser una manera de ordenar el mundo sometida a discusión para convertirse en un artículo de fe, en una creencia casi mística.

La aplicación de ideas equivocadas ha sido una de las responsables de la Gran Recesión. Dos economistas se salvan de la quema, según el consenso de los textos recogidos aquí: Keynes y uno de sus discípulos, Hyman Minsky. Lo analiza John Cassidy, que suele escribir en The New Yorker y The New York Review of Books, y que intenta demostrar en Por qué quiebran los mercados la lógica de los desastres financieros. A estas alturas es innecesaria, por obvia, la reivindicación de Keynes, imprescindible para explicar por qué la Gran Recesión no ha devenido en otra Gran Depresión. Pero conviene recuperar la obra de Minsky, un economista americano que defendió en el desierto que el capitalismo es intrínsecamente inestable y que la fuente principal de esa inestabilidad son las acciones irresponsables de los banqueros, operadores de Bolsa y otras personas del mundo financiero. Decía Minsky que si el Gobierno dejase de regular con eficacia el sector financiero, el sistema estaría sujeto a derrumbes periódicos, algunos de los cuales podrían arrojar a toda la economía hacia recesiones prolongadas.

En agosto de 2007, nada más apuntar los primeros problemas del mercado hipotecario, un editorial de The Wall Street Journal, periódico nada sospechoso de simpatías reguladoras, quitaba las telarañas a las ideas de Minsky: "La reciente agitación del mercado está sacudiendo a los inversores de todo el mundo. Pero está subiendo la cotización de una persona, un economista poco conocido cuyos puntos de vista de repente han cosechado mucha popularidad: Hyman Minsky". Este era poco conocido por los ortodoxos editorialistas del Journal y sus seguidores, pero los científicos sociales partidarios de una economía crítica y contrarios a la alquimia de la autorregulación (por ejemplo, los economistas de la Monthly Review) llevaban tiempo diciendo, en los aledaños del sistema, que nos encontrábamos "en mitad de un periodo Minsky, rayano en un cataclismo Minsky".

En los textos citados se repiten parecidos interrogantes y se avanzan los primeros esbozos de respuesta: ¿qué elementos determinarán la futura volatilidad de la economía mundial?; ¿volverá esta a gozar de un gran crecimiento o experimentará un largo periodo de estancamiento?; ¿habrá nuevas burbujas de activos que finalmente estallarán?; ¿cómo abordarán los Gobiernos la enorme deuda acumulada: recurrirán a una elevada inflación para eliminar su valor real (lo que se llama monetizar la deuda) o la deflación representará el peor peligro?; ¿es definitivo que el futuro estará representado por China, India, Brasil o Sudáfrica, y Estados Unidos ha comenzado una etapa de lento pero constante declive?; ¿con qué impuestos se financiarán las necesidades crecientes de la población en materia de protección?; después de ello, ¿quedará dinero para luchar contra un cambio climático que en algunas regiones del mundo, por su celeridad, comienza a parecer un salto climático?, etcétera.

Y sobre todo, la gran cuestión: cómo va a reformarse el capitalismo para que pierda parte de esta volatilidad y recupere algunos criterios de equidad como por ejemplo los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Declaraba Keynes en 1933: "El decadente capitalismo internacional, individualista, en cuyas manos nos encontramos después de la guerra no es inteligente, no es bello, no es justo, no es virtuoso y no satisface las necesidades. En resumen, nos desagrada y comenzamos a despreciarlo. Pero cuando buscamos con qué reemplazarlo, nos miramos extremadamente confusos". Setenta y siete años después de esas palabras seguimos con idénticas incógnitas. Alguien dijo que el sistema necesita un infarto para que, si lo supera, afronte los desequilibrios y adopte un estilo de vida más saludable. El infarto ha llegado pero el capitalismo, en vez de protegerse, se ha dado de alta en el hospital y corre a festejarlo con un cartón de Marlboro, una botella de ginebra y un Big Mac con patatas fritas en la mano. El pesimismo de nuestros autores está basado en la sospecha de que no se hayan desprendido las lecciones necesarias ni se tenga la voluntad de corregir los abusos.

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