sexta-feira, 3 de outubro de 2008

¿Es el decrecimiento una utopía realizable?


Francisco Fernández Buey
Kaos en la Red

En los cursos que vengo impartiendo en la universidad sobre controversias ético-políticas en el mundo contemporáneo he tenido la oportunidad de comprobar que los dos temas que más entusiasmo polémico suscitan entre los estudiantes de humanidades y ciencias sociales, en estos últimos años, son el papel de los medios de comunicación en las democracias representativas y la idea de decrecimiento. Si lo primero es fácilmente explicable al tratarse de un tema que está en la calle, el entusiasmo por la controversia acerca del decrecimiento es en cierto modo una sorpresa, ya que el término decrecimiento es relativamente reciente y la literatura existente en nuestro país al respecto es todavía bastante limitada. Pero, por lo que he podido ver y escuchar, la idea de decrecimiento suscita tanta simpatía como escepticismo la posible aplicación práctica de la misma.

La simpatía observada proviene, sin ninguna duda, del aumento de la conciencia medioambiental entre los jóvenes, siempre por comparación con las generaciones inmediatamente anteriores. Y el escepticismo que provoca la puesta en práctica de la idea de decrecimiento viene, en cambio, de la desconfianza, también en aumento, que existe hoy en día respecto de los agentes políticos y sociales que tendrían que materializarla; en muchos casos este escepticismo se expresa a través de una sospecha más profunda, que se suele manifestar de la manera drástica, a saber: que, siendo una buena idea, esta del decrecimiento, choca con lo que algunos llaman naturaleza humana y otros condición humana históricamente configurada por la civilización europea moderna. De ahí brota una afirmación, que he escuchado muchas veces, según la cual el decrecimiento es una utopía en el sentido peyorativo de la palabra, una ilusión irrealizable.

Creo que el contraste existente entre aquel entusiasmo y este escepticismo merece una reflexión. Aunque la palabra decrecimiento se ha empezado a popularizar hace relativamente poco tiempo, la idea no es del todo nueva. Se la puede considerar como una variante radical de la idea de crecimiento cero o de la propuesta de detención del crecimiento, surgidas ambas al calor de las discusiones sobre la crisis ecológica hace más de treinta años. La idea de frenar o detener lo que se venía llamando crecimiento en las sociedades industriales autodenominadas avanzadas estuvo directamente relacionada con la observación en curso de las nefastas consecuencias que el tipo de crecimiento económico cuantitativo estaba produciendo en el entorno medioambiental. Ya a finales de la década los sesenta algunos ecólogos y científicos sensibles empezaron a divulgar la observación de que las llamadas fuerzas productivas se estaban convirtiendo de hecho en fuerzas destructivas o biocidas, con lo que el modelo de crecimiento imperante en las principales potencias del mundo bipolar de entonces iba a acabar poniendo en peligro la base natural de mantenimiento de la vida misma sobre el planeta Tierra.

A partir de esta observación, y precisamente como forma de hacer frente a la crisis ecológica que se venía venir, brotó en los inicios de la década siguiente la idea de frenar o detener el crecimiento. Es significativo que esa idea pasara ya al título mismo de la versión francesa del primero de los informes al Club de Roma. Se puede expresar así: si hemos de reconocer que hay límites naturales al crecimiento económico que hemos conocido en los últimos siglos, lo razonable, para evitar el riesgo de crisis ecológica, es actuar en consecuencia y frenar, parar o detener ese tipo de crecimiento económico de la misma manera que habría que detener el crecimiento urbanístico desordenado que hace inhabitables nuestras ciudades y contribuye a destruir su medio ambiente natural.

Pero la mayoría de los gobiernos de entonces (y también la mayoría de los medios de comunicación) trataron de quitar hierro al asunto de la crisis ecológica y consideraron "catastrofistas" o "apocalípticas" las, por otra parte, moderadas conclusiones del análisis de los científicos informados y de las primeras organizaciones ecologistas. Gobiernos y medios incluso ironizaron frecuentemente a su costa. Al tratar de las propuestas encaminadas a detener el crecimiento, y no digamos al ocuparse de la noción de crecimiento cero, aquellos gobiernos y los medios de comunicación vinculados a ellos pasaron de la ironía al insulto.

Las hemerotecas de todos los países están plagadas de manifestaciones de dirigentes políticos, parlamentarios y periodistas en este sentido. La consecuencia fue que por entonces apenas se hizo nada para detener el tipo de crecimiento biocida. Y sin embargo, por una de esas paradojas que son habituales en la historia, mientras se estaba ridiculizando a los partidarios de detener aquel tipo de crecimiento desordenado y biocida, los principales indicadores del crecimiento de las economías dominantes en las grandes potencias empezaron a descender, rozando el cero, como consecuencia de la crisis del petróleo. En vez de reflexionar sobre el sentido de la paradoja, los gobiernos desarrollistas y las grandes instituciones internacionales, inspirados en la teoría económica standard y con una orientación predominantemente neo-liberal (aunque no sólo) prefirieron salirse por la tangente. Ya entonces se argumentó en los medios oficiales que la idea de detener el crecimiento era una utopía y se reafirmó con ello la confianza en las mismas tecnologías que estaban en la base del peligro.

Hubo que esperar otra década más para que las instituciones internacionales acabaran reconociendo la gravedad del peligro, aceptaran la crítica a la noción de crecimiento establecida por la teoría económica imperante y empezaran a hablar de desarrollo sostenible. Como se sabe, esta otra idea aparece por primera vez en el documento titulado Nuestro futuro común, que fue elaborado en 1987 por la entonces Primera Ministra de Noruega, Gro Harlem Brundtland. En este documento se definía como sostenible “aquel desarrollo que satisface las necesidades del presente sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer sus propias necesidades”. La definición recogía lo que desde algunos años antes se venía diciendo ya en la Comisión Mundial de la ONU sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo y con ella se aceptaba, indirectamente al menos, parte de las razones aducidas desde veinte años antes por científicos informados y economistas críticos.

De acuerdo con esta filosofía, la sociedad habría de ser capaz de satisfacer sus necesidades en el presente respetando el entorno natural y sin comprometer la capacidad de las generaciones futuras para satisfacer las suyas. A partir de ahí se fueron asentando los principios básicos de lo que empezó a denominarse desarrollo sostenible, poniendo el acento, al menos en un principio, en la vertiente ambiental del mismo. En líneas generales estos principios básicos, que concretan la ambigüedad de la definición dada en Nuestro futuro común, y en el resumen que hizo en su momento Jorge Riechmann, son: a) consumir recursos no-renovables por debajo de su tasa de substitución; b) consumir recursos renovables por debajo de su tasa de renovación; c) verter residuos siempre en cantidades y composición asimilables por parte de los sistemas naturales; d) mantener la biodiversidad; y e) garantizar la equidad redistributiva de las plusvalías.

Lo que más llama la atención al analizar el proceso histórico que ha conducido desde la crítica al tipo de crecimiento standard al reconocimiento oficial de la idea de desarrollo sostenible es el lapso de tiempo que se ha necesitado, sobre todo si lo comparamos con la brevedad del lapso de tiempo que ha sido necesario para pasar, por ejemplo, de algunos de los descubrimientos básicos en biología molecular a sus aplicaciones tecnológicas. Ya es sintomático que se tardara mucho menos en deshacer lo que se aprobó en la célebre reunión de Asilomar (liquidando una línea de prudente moratoria en el ámbito de la ingeniería genética) que en aceptar oficialmente las consecuencias de la idea de sostenibilidad. Sintomático porque revela el dominio del optimismo tecno-científico frente a los razonables llamamientos a la prudencia y a la aplicación del principio de precaución.

Pero la cosa es aún peor cuando se observa que, de hecho, la idea misma de desarrollo sostenible ni siquiera es respetada, al cabo de los años, por los principales gobiernos, y que el camino hacia la aplicación de los acuerdos de Kyoto ha estado plagado de obstáculos y zancadillas por parte de los mismos gobiernos que decían defender la idea de desarrollo sostenible.

Es en este contexto en el que ha cobrado fuerza la idea de decrecimiento, que, insisto, con esa perspectiva histórica, se puede interpretar como una radicalización de la noción de crecimiento cero, propuesta en su momento para hacer frente a las primeras manifestaciones de la crisis ecológica. Y se comprende que así haya sido porque treinta años después de las primeras denuncias de la crisis ecológica la situación medioambiental del planeta es manifiestamente peor que la que existía cuando de lo que se hablaba era sobre todo de contaminación de la atmósfera, mares, ríos, lagos y ciudades. La sucesión de catástrofes medioambientales que se han producido desde entonces y el análisis de los efectos previsibles del cambio climático y del calentamiento global han llevado a que, hoy en día, algunas personalidades próximas a las instituciones estén proponiendo medidas de contención parecidas a las que proponían hace muchos años los primeros denunciantes de la crisis. Sólo que, mientras tanto, las personas mejor informadas no han dejado de insistir en que el peligro de crisis ecológica global aumentaba por lo que ya no caben parches calientes.

Esto último, o sea, la convicción de que ya no caben parches calientes, es lo que está en el transfondo del paso de la idea de crecimiento cero a la idea de decrecimiento para hacer frente a la crisis medio-ambiental. Para decirlo plásticamente: ya no basta con echar el freno al móvil; hay que poner la marcha atrás para evitar el abismo. Eso es lo que se deduce al menos del desarrollo reciente de la idea de decrecimiento impulsada por autores como Serge Latouche, Vincent Cheynet, François Schneider, Paul Ariés o Mauro Bonaiuti, la mayoría de los cuales suele citar, entre sus fuentes de inspiración, la bioeconomía de Georgescu-Roegen1, quien, entre otras cosas, distinguió hace ya tiempo entre “alta entropía” (o energía no disponible para la humanidad) y “baja entropía” (o energía disponible).

Es cierto que algunos de estos teóricos, como por ejemplo Clémentin y Cheynet, parecen asumir como objetivo del decrecimiento que llaman sostenible una definición de sostenibilidad muy parecida a la que se daba en el Informe Brundtland, de manera que podría pensarse que, al menos en teoría, no hay demasiada diferencia entre las nociones de desarrollo sostenible y decrecimiento. Pero concluir eso sería tergiversar el pensamiento de los autores mencionados, los cuales insisten en que, en la práctica de los gobiernos, las nociones de crecimiento y desarrollo son intercambiables. Para precisar más al respecto estos autores distinguen entre decrecimiento “sostenible” e “insostenible” o caótico. Y aducen que un ejemplo de decrecimiento caótico o insostenible es el que ha tenido lugar en Rusia desde 1990, como consecuencia de la desindustrialización no buscada o deseada. A partir de ese ejemplo, y de su critica, se puede equiparar el decrecimiento “sostenible” a economía sana, entendiendo por tal un tipo de decrecimiento que, en sus palabras, no habría de generar “una crisis social que pusiera en cuestión la democracia y el humanismo". Habrá que volver sobre esto.

Otros teóricos del decrecimiento todavía han matizado más a la hora de distinguir entre “desarrollo sostenible” y “decrecimiento”; y también matizan a la hora de aducir razones a favor de este último. Así, por ejemplo, Serge Latouche, después de llamar la atención acerca de la multiplicidad de acepciones en que ha venido empleándose la expresión “desarrollo sostenible” desde que apareció en el Informe Brundtland, declara a continuación que el desarrollo sostenible es como el infierno, que está empedrado de buenas intenciones. Para Latouche, “desarrollo” se ha convertido “una palabra tóxica” o, como dirían los teóricos de la Escuela de Frankfurt, "deshonrada", porque cuando se engancha el adjetivo sostenible al concepto de desarrollo lo que en realidad se está haciendo es no poner en cuestión el tipo de desarrollo actualmente existente sino simplemente añadir un componente ecológico espureo. Según él, es más que dudoso que eso baste para resolver los problemas a los que hay que hacer frente en la actualidad.

Desde este punto de vista, la reivindicación de la bioeconomía de Georgescu-Roegen vendría a oponerse, precisamente por el carácter radical de la misma, al ecologismo meramente reformista que sigue defendiendo el concepto de “desarrollo”. Se sugiere así que en el mundo actual hay ya ecologismos de distintos tipos y que el decrecimiento es necesario para un ecologismo consecuente, pues no podemos seguir produciendo refrigeradores, coches o aviones a reacción mejores y más grandes sin producir al mismo tiempo también residuos "mejores" y más grandes. Lo que significa, como afirmaba Georgescu-Roegen, que el proceso económico es de naturaleza entrópica.

Y siendo eso así, ¿qué tipo de economía oponer a las economías aún dominantes? Lo que los teóricos del decrecimiento llaman economía sana o decrecimiento sostenible se basaría en el uso de energías renovables (solar, eólica y, en menor grado, biomasa o vegetal e hidráulica) y en una reducción drástica del actual consumo energético, de manera que la energía fósil que actualmente se utiliza quedaría reducida a usos de supervivencia o a usos médicos. Esto implicaría, entre otras cosas, la práctica desaparición del transporte aéreo y de los vehículos con motor de explosión, que serían sustituidos por la marina a vela, la bicicleta, el tren y la tracción animal; el fin de las grandes superficies comerciales, que serían sustituidas por comercios de proximidad y por los mercados; el fin de los productos manufacturados baratos de importación, que serían sustituidos por objetos producidos localmente; el fin de los embalajes actuales, sustituidos por contenedores reutilizables; el fin de la agricultura intensiva, sustituida por la agricultura tradicional de los campesinos; y el paso a una alimentación mayormente vegetariana, que sustituiría a la alimentación cárnica.

En términos generales todo esto representaría, en suma, un cambio radical de modelo económico, o sea, el paso a una economía que, en palabras de los teóricos del decrecimiento, seguiría siendo de mercado, pero controlada tanto por la política como por el consumidor. La economía de mercado controlada o regulada tendría que evitar todo fenómeno de concentración, lo que, a su vez, supondría el fin del sistema de franquicias; potenciaría el fomento de un tipo de artesano y de comerciante que es propietario de su propio instrumento de trabajo y que decide sobre su propia actividad. Se trataría, pues, de una economía de pequeñas entidades y dimensiones, que, además -- y esto es otro punto fuerte de la actual teoría del decrecimiento-- no tendría que generar publicidad. Esto pasa por ser una conditio sine qua non para el descrecimiento sostenible. La producción de equipos que necesita de inversión sería financiada por capitales mixtos, privados y públicos, también controlados desde el ámbito político. Y el modelo alternativo introduciría, además, la prohibición de privatizar los servicios públicos esenciales (acceso al agua, a la energía disponible, a la educación, a la cultura, a los transportes públicos, a la salud y a la seguridad de las personas).

La economía del decrecimiento estaría orientada hacia un comercio justo real para evitar así la servidumbre, las nuevas formas de esclavitud que se dan en el mundo actual y el neocolonialismo. En la mayoría de las aproximaciones recientes a la idea de decrecimiento se postula que éste tendría que organizarse no sólo para preservar el medio ambiente sino también para restaurar aquel mínimo de justicia social sin el cual el planeta está condenado a la explosión, porque supervivencia social y supervivencia biológica están siempre interrelacionadas.

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