Diario La Quinta
Los negacionistas pueden ser divididos en ingenuos, ignorantes, estúpidos y malvados. Algunos presentan todos estos atributos a la vez. Y negacionistas los hay y los ha habido siempre, y de toda ralea. Han negado y niegan, por ejemplo, el holocausto judío, la limpieza étnica en Palestina, los crímenes de Stalin, la llegada de los estadounidenses a la luna, la teoría de la evolución, la existencia del VIH Sida, los crímenes de Pinochet, etc.
El negacionismo no debe ser confundido con posiciones críticas frente a determinados consensos o hegemonías. El negacionismo no es una refutación racional y dialogante de aseveraciones científicas. Es un rechazo sistemático, generalmente doctrinario, burdo y obtuso, que pretende, desde una posición falsamente crítica, cuestionar los acuerdos básicos que han posibilitado la existencia de la cultura humana.
Los negacionistas, como los fascismos y ciertos populismos, son desestabilizadores y reaccionarios frente a los saberes comunes que las sociedades han ido construyendo laboriosamente a lo largo de los siglos. Como estos últimos, sus líneas argumentales son débiles en contenidos, pero abundantes en falacias lógicas que no respetan el principio de no contradicción. El negacionismo, en sus exponentes extremos, es una ideología de encubrimiento de propósitos ocultos y perversos, de dominio y privilegios. Es una estrategia retórica de poder más que una defensa de realidades alternativas y legítimas.
En tanto negación de los datos empíricos que sostienen determinados hechos, tiende a ser un comportamiento reaccionario. Pero no siempre es así: el negacionismo frente al actual desastre climático, por ejemplo y a sus consecuencias civilizatorias tiene también sus adherentes en el “campo progresista”, seducidos todavía por las posibilidades de un “capitalismo verde”; es decir, de un “capitalismo bueno”, ecológicamente consciente y responsable. Por otra parte, frente al negacionismo dogmático, ideológico y ruidoso, existe un negacionismo psicológico, íntimo, del “ciudadano normal”, silencioso, que no quiere sacar las consecuencias de las imágenes de playas llenas de plástico, de sequías cada vez más frecuentes, de la contaminación de sus ciudades, de la desaparición de especies entre otras escenas que se ven abundantemente en las pantallas mediáticas.
Ya hemos sido advertidos
Durante años los informes científicos vienen advirtiendo de las consecuencias negativas del funcionamiento del industrialismo en lo que respecta a la biosfera. Todos han señalado que se han traspasado límites que no deberían haberse traspasado y que las posibilidades de supervivencia de la civilización humana y de la vida sobre el planeta están muy reducidas. Contaminación, agotamiento de recursos y cambio climático han sido señalados como sus signos más evidentes. Las ciencias y los movimientos ecologistas durante décadas han advertido lo que ahora es una evidencia visible. Pero el mundo ha seguido creciendo al abrigo de la energía aparentemente inagotable que proporcionaba el petróleo barato, no queriendo enfrentarse a la paradoja de que el petróleo barato es, a la vez, la causa del crecimiento ilimitado del industrialismo y causa de su colapso. Y que la quema de combustibles fósiles ha producido una emisión insostenible de dióxido de carbono con sus consecuencias directas sobre el aumento del efecto invernadero.
Ahora nos encontramos con evidencias, irrefutables científicamente, aunque posibles de negar dogmáticamente, de un desastre inminente. La humanidad está consumiendo una cantidad de recursos naturales equivalente a 1,6 Planetas. De seguir, se necesitarían 2,5 Planetas en 2050. Europa ha vivido estos días las mayores temperaturas registradas nunca, simbolizadas por esos cuarenta y dos grados en París. “Seguir con la dinámica de crecimiento actual nos enfrenta a la perspectiva de desaparición de la civilización tal como la conocemos, no en millones de años ni tan sólo en milenios, sino desde ahora hasta el fin de este siglo: cuando nuestros hijos tengan sesenta años, si todavía existe, el mundo será muy diferente”, afirmaba hace un tiempo, Peter Branett del Centro de Investigación para la Antártica.
La ONU, entidad alejada de cualquier posición extremista, a través de la representante especial del Secretario General para la Reducción del Riesgo de Desastres, Mami Mizoturi, señala que los desastres climáticos están ocurriendo en la actualidad al ritmo de uno a la semana, aunque no tengan atención mediática. Se trata de “eventos de, relativo, bajo impacto que están causando muerte, desplazamientos de población y sufrimientos, y que están sucediendo con mucha mayor frecuencia de la prevista”. Y asegura que esto “no es un tema del futuro, sino del presente”. Finalizaba Mizoturi diciendo que es necesario que “la gente debería conversar más acerca de adaptación y resiliencia”.
Con alta probabilidad el desorden climático ya está en marcha y las consecuencias sobre la vida en la tierra se han abierto a lo imprevisible. Lo que se avecina más que un cambio climático es un caos climático; es decir, una pérdida del equilibrio y de la “normalidad” atmosférica como consecuencia de un efecto invernadero intensificado. Esto significará un aumento de la temperatura media de la tierra con sus consecuencias sobre la modificación de los ciclos vitales, re-aparición de enfermedades ya erradicadas, deshielos, inundaciones con sus consecuentes crisis alimentaria, desplazamientos poblacionales, entre otros muchos otros efectos catastróficos, que algunos denominan “colapso civilizatorio”.
Un colapso civilizatorio significa la reducción de la complejidad de una sociedad que modifica radicalmente su funcionamiento habitual en términos de flujos de energía, estructura social y posibilidades de mantenimiento de la vida colectiva. Es un proceso por etapas que no se desarrolla simultáneamente en todos los lugares, ni en todos los sectores sociales: algunos podrán enfrentarlo de mejor forma que otros. “Si la magnitud de la catástrofe será de alcance mundial -afirma Paolo Cacciari- “habrá sin duda algún privilegiado que se las arreglará para vivir más tiempo escondido en un bunker antiatómico o en una habitación anti motín o que se escapará de las inundaciones o del asalto de los desposeídos enfurecidos escondiéndose en sus mansiones de montaña”
Escenarios del desastre
Frente a este colapso biológico y civilizatorio es posible imaginar al menos cuatro escenarios posibles:
Escenario 1. Sostenibilidad: espera de un remedio mágico, confianza en la tecnología y en la capacidad del capitalismo de transformarse en un “capitalismo verde”, con producción “circular”, reciclaje generalizado, energía nuclear, captura y almacenamiento de dióxido de carbono y otras acciones paliativas. Este es el escenario con el que trabajan la mayoría de los gobiernos en el mundo y constituye para las poblaciones el escenario más tranquilizador y que exige menos compromiso individual y colectivo.
Escenario 2. Ecofascismo: crisis económicas, catástrofes ambientales encadenadas, competencia por recursos, guerras, supervivencia de los más fuertes. Resurgimiento de las doctrinas del “espacio vital” y todos aquellos comportamientos que defenderán los privilegios de algunas minorías fuertes frente a mayorías débiles.
Escenario 3. Comunitarismo/individualismo resiliente: construcción de “botes salvavidas” con momentos y espacios de solidaridad y preservación comunitarias que salvarían a la civilización en algunos lugares con suficiente, aunque limitada, provisión de agua y alimentos.
Escenario 4. Decrecimiento y transición: adaptación inmediata a un suministro energético declinante siguiendo una vía de cooperar, conservar y compartir hacia una sociedad más austera (decrecer, descentralizar, descomplejizar, reutilizar…)
Podemos elegir cualquiera de estos escenarios. También podemos pensar en que estos escenarios no son excluyentes y que las próximas generaciones humanas tendrán que convivir, de acuerdo a sus particulares circunstancias con combinaciones de estos cuatro. No obstante, existe evidencia razonable para pensar que el colapso no lo podremos evitar en la medida que no podremos compensar el descenso de energía disponible y los otros factores asociados a la civilización termo-industrial. Y con menos energía no se puede mantener la complejidad y las actuales exigencias de producción y consumo.
Se dice que un pesimista es un optimista informado. Nuestra información y nuestro pesimismo nos lleva a afirmar que el mundo que se avecina será un mundo muy diferente al actual y, con alta probabilidad, trágico. Los pesimistas y catastróficos pensamos que existen posibilidades de enmendar el rumbo modificando tanto el imaginario productivista como las formas sociales de organización del trabajo, distribución de la riqueza y relación con la naturaleza. Existen posibilidades culturales, tecnológicas y políticas, pero desgraciadamente, desconocemos sus probabilidades de éxito. A lo mejor los botones del fin ya han sido tocados.
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