sábado, 17 de fevereiro de 2018

Para reconstruir un país sumergido en sus miedos

Fernando de la Cuadra
Rebelión

Mientras los medios de comunicación bombardeaban con imágenes del carnaval, viaductos y puentes se desmoronaban por falta de manutención [1], lluvias inundaban villas y aldeas, deslizamientos de tierra sepultaban a poblaciones enteras. Los hospitales colapsaron por los casos de malaria, fiebre amarilla, dengue, zika, chikunguña y otras enfermedades provocadas por la picadura de mosquitos (Anopheles y Aedes aegypti respectivamente) en un país que tiene el triste mérito de reactivar epidemias del siglo XIX.

Junto con ello, la violencia desatada en las favelas y zonas controladas por el tráfico de drogas ha puesto en evidencia los serios problemas de seguridad pública que deben enfrentar diariamente sus habitantes. Mueren más personas en Brasil que en países en estado de guerra declarado. Este es un país que continúa sumergido en una crisis que no parece tener fin, un país que dejó de tener cualquier relevancia en el plano internacional en una caída vertiginosa hacia la penumbra de la historia.

Ni siquiera se vislumbran muchas esperanzas a partir de una renovación o cambio drástico que se pueda producir con las próximas elecciones de octubre. En un lúcido artículo, la destacada economista María da Conceicão Tavares nos recuerda que ahora es urgente iniciar una acción restauradora del Estado, pues la crisis que se arrastra en este último periodo no se resuelve por el concurso de las urnas, sino a través de una reconstrucción profunda.

El panorama es más bien sombrío, con la extrema derecha ganando apoyo entre un electorado pasivo y desorientado. Lo que parece imponerse en este momento es un miedo difuso, miedo generado por la incertidumbre de lo que va a suceder, miedo generado por las diversas amenazas que enfrenta el ciudadano: temor a perder el trabajo y los derechos laborales, a ser asaltado en cualquier momento, a enfermarse y no tener las mínimas condiciones de acudir a un centro de salud para obtener asistencia, a quedarse desamparado ante cualquier catástrofe natural o económica, a morir de abandono y desolación. El miedo es la palabra de orden en el Brasil actual.

Estos miedos están siendo explotados por los propagandistas de la extrema derecha, difundiendo la falacia de que solo un gobierno militar o de “mano fuerte” es capaz de sacar al país de la crisis sistémica en que se encuentra. Estos apologistas del terror han venido instalando la idea de que el mundo exterior es una jungla peligrosa y que lo mejor es protegerse en el aislamiento y la vigilancia permanente, transformando las casas y edificios en verdaderas fortalezas protegidas por cercas eléctricas y alambres de púas. La idea es que las personas eviten las calles, los parques, los espacios públicos y queden libres de los peligros que acechan en la reclusión hogareña y la “seguridad” de lugares siempre vigilados.

Lo que desean estos profetas del miedo es desmovilizar a la población, mantener a la gente en su reducto familiar, desencontrarlos, que no compartan su descontento y malestar ante el estado de las cosas, ante la impudicia con la que actúan empresarios, políticos y jueces. Frente a este escenario es necesario resistir y buscar formas de actuación política que permitan y propongan una salida efectiva a la crisis sistémica que enfrenta el país. Es necesario una movilización contundente de la ciudadanía que permita salir al país de la abulia y la pasividad al que intentan someterlo las fuerzas retrogradas.

Los jóvenes deben desempeñar un papel fundamental en este proceso de reactivación del campo democrático. Los estudiantes están llamados a movilizarse en sus escuelas, liceos y universidades, pues son ellos quienes deberían asumir la vanguardia de las luchas democratizadoras que están por venir. Solo así se podrá transformar el miedo en acción militante y liberadora, para seguir intentando urgentemente sacar al país de las trampas y mentiras colocadas por los promotores de la desigualdad, el conservadurismo y el atraso social.

Nota
[1] La inversión en infraestructura durante 2017 se limitó a un escuálido 1,4% del PIB, suma que apenas sirve para reponer el desgaste y la depreciación de las obras y equipamientos existentes.

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