El Mostrador
En lo que va corrido del año, nos hemos habituado a ver y escuchar noticias sobre las recurrentes “catástrofes naturales” que asolan al país. No se vislumbra por parte de las autoridades una planificación que permita anticiparse a las consecuencias provocadas por las inclemencias meteorológicas o de cualquier otro tipo de eventos y emergencias que nos afectan desde tiempos remotos. En el norte las lluvias y las inundaciones causadas por el invierno altiplánico se vienen repitiendo en forma de tragedias con una frecuencia cada vez más pronunciada. Los incendios forestales que asolaron la región centro sur durante este verano no hicieron más que comprobar la incapacidad existente para prevenir los desastres derivados de un modelo predador que está secando las napas subterráneas como resultado del monocultivo forestal. En Santiago, los aluviones que se dejan caer sobre la ciudad generan regularmente no solo la inundación de calles y zonas habitacionales, sino que además causan el colapso de las plantas de tratamiento de aguas ubicadas en la pre-cordillera dejando a una parte significativa de los ciudadanos sin este vital elemento.
La misma ciudad que padece estas catástrofes, es aquella que emerge como un modelo de modernidad y abertura hacia el mundo global. Tenemos la torre más alta de América Latina (en un país de permanentes movimientos telúricos) y una red de construcciones en altura localizadas en una de las comunas con el suelo más caro de Chile, la Avenida Providencia, que en su extensión hacia las Condes y Vitacura es adornada por parques, librerías, cafés y tiendas que apelan a un consumo exclusivo y de lujo. ¿Cómo entender esta maraña? ¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? ¿En que nos ayuda pensar estos y otros hechos similares poniendo atención a los espacios, los lugares y los territorios concretos?
La generación nacida en dictadura ha crecido escuchando la canción del Chile laboratorio, del Chile experimento o del “tigre” de América del sur. Una canción que habla de un país/caso paradigmático de implementación de políticas neoliberales a fuerza de represión y miedo, de fundamentalismo autoritario y de continuismo tutelado por los poderes fácticos. Un análisis claro, preciso y cerrado, que ayuda a desarrollar argumentos fáciles, pero que a la larga dificulta un debate más profundo y necesario ad portas de las próximas elecciones y en el marco de iniciativas como la reforma laboral, previsional y educacional que tienen en común la puesta en cuestión –o no- de los parámetros establecidos en áreas claves del país.
¿Cómo pensar-pensarnos entonces? Tenemos por una parte esta imagen de un laboratorio limpio, pulcro, ordenado y aséptico, donde científicos con sus delantales blancos y antiparras desarrollan la fórmula de desarrollo en base a la mercantilización de todas las áreas posibles de nuestras existencias, la reducción máxima del Estado y verdadera libertad a las individualidades. Un modelo que consagra el concurso de expertos para definir las políticas públicas, pues en ellos radica el conocimiento técnico necesario para promover aquellas acciones que son más eficaces y eficientes para resolver los problemas de cada persona, de Doña Juanita. Guste o no guste, exitoso o no exitoso, bueno, malo o más o menos, Chile parece ser un experimento acabado.
Situémonos ahora en el taller del doctor Frankenstein, incluido el líquido amniótico, los artilugios mecánicos, mesa de operaciones y restos humanos; mil y un intentos después el pre científico y pro alquimista logra algo parecido a la reconstitución de una vida humana. Hay un logro por cierto, pero nada parecido a una fórmula o ecuación que asegure que el experimento funcione nuevamente y de la misma manera. Lejos de ello, un juego de ensayo y error con consecuencias inauditas que perseguirá al doctor hasta su ocaso, una crisis constante ante esta creación configurada por retazos orgánicos de distintas procedencias, resultados inesperados y eternos intentos de lograr algún grado de estabilidad en este experimento de razón incoherente.
Pensamos que esta última imagen tiene más relación con nuestro país que aquella que nos exalta como el mejor vecino del barrio, lo cual permite configurar un panorama más real para intentar pensar alternativas. A veces -lamentablemente sólo a veces- la academia logra proponer conceptos que nos permiten entender estas dinámicas que son parte de nuestra vida cotidiana, pero que no tenemos tiempo ni la suficiente perspectiva para poder desentrañarlas. David Harvey, Neil Brenner, Jamie Peck y Nik Theodore son una excepción y nos invitan a pensar desde la dimensión espacial.
Básicamente proponen leer el neoliberalismo en clave de procesos, movimientos y geografías, denotando el flaco favor de entenderlo como una cuestión acabada y finiquitada, el mentado experimento aséptico de nuestra primera imagen. Más que neoliberalismo se trata entonces de procesos de neoliberalización, es decir, intentos parcialmente exitosos de imponer la disciplina de mercado como principio social básico, la catalaxia como una fuente de organización del mundo, la competencia como impulso dinamizador derivada de la “naturaleza” racionalmente egoísta de los seres humanos. Estos intentos no se deben entender de manera aislada de los espacios en donde se implementan, por lo que para entender la reestructuración neoliberal de nuestro país es preciso considerar los diversos marcos institucionales y sociales heredados que -a pesar de la brutalidad dictatorial- no desaparecen totalmente, sino que se mezclan, fusionan, tensan y se transforman con los elementos de la doctrina neoliberal.
Entendido de esta manera, Chile está lejos de ganarse el premio al “mejor laboratorio neoliberal” aclamado y pasible de ser imitado urbi et orbi. Más bien podríamos postular a ser uno de los “Frankenstein neoliberales destacados”. Es que el neoliberalismo nunca se presenta de forma pura, como una unidad coherente, monolítica, exclusiva y exhaustiva. Por el contrario, son procesos abigarrados e híbridos, imposibilitados de articulación de modo completo, más bien se trata de dinámicas en continua reformulación ancladas a espacios y herencias que los constituyen. Es una especie de colcha de retazos que tiene su impronta en la formación fraccionada de una multiplicidad de actores que buscan su lugar al sol, su espacio de inserción en una sociedad que los excluye cotidianamente, no solamente como consumidores sino que sobre todo como ciudadanos con derechos. Derecho a un trabajo estable, a servicios básicos de calidad, a la movilidad urbana, a respirar un aire descontaminado, a una vivienda digna, a un barrio que sea un lugar de acogida y sociabilidad, a espacios públicos de esparcimiento y saludable convivencia, en definitiva, es el derecho a una vida digna.
De ahí la relevancia de mirar los espacios concretos donde estos procesos ocurren y en ese sentido la dimensión territorial no es un mero contexto o un escenario, sino que es parte fundamental de la sociabilidad construida y enraizada en la acción incesante de colectivos humanos. Así, los análisis que parten de una mirada exitista y petrificada del caso chileno no nos permiten explorar estos temas y pensar en las posibles alternativas para construir un país más justo e inclusivo. Se requiere cuestionar la noción de fórmula promovida por la doctrina neoliberal y prestar atención a cómo la imposición de la disciplina de mercado se articula con contextos locales específicos, entre ellos, las ciudades y territorios no metropolitanos.
Si lo miramos así, el contraste entre los años de bonanza del salmón y los millares de peces muertos, la expansión frutícola y la contaminación de poblaciones y acuíferos con agro tóxicos, las exportaciones de celulosa y los incendios descontrolados no son meros accidentes, no son la excepción. Parte del Santiago metropolitano y global son también sus rupturas y desordenes de barrios cortados en dos por carreteras concesionadas, de viajes cotidianos de cuatro horas al trabajo. El agro tecnificado del valle central, las rutas del vino “a la toscana” son también sus temporeras viviendo en containers o en poblados rurales surgidos espontáneamente en el entorno de las agroindustrias. Son las aldeas y pueblos desperdigados por este Chile adentro (como Alto Hospicio, Los Álamos o Santa Olga), que luchan por sobrevivir en una nación que los desprecia y los esconde bajo el tapete. De ahí la necesidad de mirar más allá de la bendita/maldita fórmula neoliberal, sino que palpar –aunque nos espante- nuestras suturas mal hechas.
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