Público
Una entrevista que concedí hace poco, publicada primero en México y luego otra vez en la prensa latinoamericana y española, habría dado lugar a una idea por completo equivocada acerca de mi posición con respecto a la reciente tendencia populista de la política radical de izquierdas. Si bien es cierto que la revolución Bolivariana en Venezuela puede ser objeto de muchas críticas, algunas de ellas merecidas, no deberíamos olvidar que también ha sido víctima de una campaña contra-revolucionaria muy bien orquestada; en especial de una larga guerra económica.
No se trata de una táctica novedosa. Unos años atrás, durante los tempranos setenta, el entonces asesor de seguridad estadounidense Henry Kissinger aconsejó a la CIA sobre la mejor manera de desestabilizar el gobierno democrático del presidente Salvador Allende en Chile. Tras una reunión con Kissinger y el presidente Nixon el 15 de septiembre de 1970, el entonces director de la CIA Richard Helms escribió en sus notas la instrucción sucinta recibida de éstos: “¡Hagan que la economía chilena grite de dolor!”. Altos representantes del gobierno estadounidense han reconocido que el mismo procedimiento está siendo aplicado en Venezuela.
Hace apenas un par de años, el antiguo Secretario de Estado de los Estados Unidos, Lawrence Eagleburger, declaró ante el canal de noticias Fox que la relación entre el presidente Hugo Chávez y el pueblo venezolano “funcionará solamente si la población de Venezuela continúa percibiendo en su gobierno alguna capacidad para mejorar sus estándares de vida. Si en algún momento la economía comienza a ir mal, la popularidad de Chávez comenzaría a decrecer. Estas son las armas que tenemos contra él, y que deberíamos estar usando. Es decir, las herramientas económicas para hacer que la economía venezolana empeore, de manera que la influencia del chavismo en el país y la región se vaya a pique… Todo lo que podamos hacer para que la economía venezolana se encuentre en una situación difícil está bien hecho; pero hay que hacerlo de manera tal que no entremos en una confrontación directa contra Venezuela, si podemos evitarlo”.
Lo menos que se podría decir acerca de afirmaciones como esta es que dan credibilidad al argumento según el cual las dificultades económicas que enfrenta el gobierno bolivariano no son simplemente el resultado de su ineptitud en materia de política económica.
Este es el punto clave, políticamente hablando, que los liberales no pueden digerir: con toda claridad, no estamos tratando aquí con fuerzas de mercado ciegas o con reacciones naturales. Digamos por ejemplo, con los dueños de las tiendas y supermercados intentando obtener ganancias mayores mediante el acaparamiento, u ofreciendo sus productos en mercados más favorables. Antes bien, se trata de estrategias bien planificadas y muy sofisticadas. Si ello es así, ¿no se justifica entonces que el gobierno use la fuerza legítima –una suerte de terror, diríase – como medida defensiva? Por ejemplo, que la policía haga redadas en bodegas secretas, o detenga a los acaparadores y coordinadores de la guerra económica que causa escasez. Y cuando el 9 de marzo de este año el presidente Obama expidió una orden ejecutiva declarando a Venezuela una “amenaza contra la seguridad nacional” de los Estados Unidos, ¿no dio luz verde a quienes buscan “abreviar” el período del presidente Maduro, o llevar a cabo un golpe de estado? En un tono algo más moderado, más “civilizado”, es lo mismo que está ocurriendo con Grecia.
Nos enfrentamos hoy a la enorme presión de lo que deberíamos llamar sin ninguna vergüenza como “propaganda enemiga”. Según Alain Badiou, “el objetivo de la propaganda enemiga no es aniquilar a la fuerza adversaria existente (función que de manera usual le compete a la policía) sino, antes bien, aniquilar una posibilidad aún no realizada, ni siquiera percibida, en la situación actual”. Dicho de otra manera, están intentando asesinar la esperanza. El mensaje que este tipo de propaganda intenta propagar es la convicción resignada de acuerdo con la cual si éste no es el mejor de los mundos posibles por lo menos es el menos malo, así que cualquier intento de cambio radical tan sólo haría que las cosas fuesen mucho peores.
Es por ello que todas las formas de resistencia, desde Syriza en Grecia a Podemos en España, pasando por los “populismos” latinoamericanos, deben contar con nuestro más firme apoyo. Ello no quiere decir abstenernos de la más férrea crítica interna cuando ello sea del caso, pero debe tratarse estrictamente de una crítica interna, una crítica entre aliados. Como diría Mao Tse Tung, este tipo de crítica es propia de las “contradicciones al interior del pueblo” y no contradicciones entre el pueblo y sus enemigos.
La reacción del establishment europeo a la victoria de Syriza en Grecia está dando lugar, de manera gradual, a un ideal muy bien resumido en el título de una columna escrita por Gideon Rachman en el Financial Times en diciembre del 2014: “El eslabón más débil de Europa son los votantes”. Así que en un mundo ideal, Europa debería deshacerse de su “eslabón más débil” y dejar que los expertos asuman el poder para imponer de manera directa la política económica. Si acaso deban persistir las elecciones, su función sería tan sólo la de confirmar el consenso de los expertos.
La perspectiva de un resultado electoral “equivocado” provoca el pánico entre los miembros del establishment: tan pronto como esa posibilidad se asoma en el horizonte, nos pintan una imagen apocalíptica de caos social, pobreza y violencia. Y como resulta usual en tales casos, la prosopopeya ideológica hace su agosto: los mercados comienzan a hablar como si fuesen personas, expresando su “preocupación” acerca de lo que podría suceder si las elecciones no tienen como resultado un gobierno con mandato suficiente para continuar con los programas de austeridad fiscal y reforma estructural.
Recientemente, los medios alemanes caracterizaron al ministro de finanzas griego Yanis Varoufakis como un sicótico que vive en un mundo diferente al resto de nosotros. ¿Pero es él en verdad tan radical? Lo que les produce pánico no es tanto el radicalismo de Varoufakis sino su modestia pragmática y razonable. Por ello no es sorpresa que algunos sectores radicales de Syriza ya lo estén acusando de haber capitulado ante la Unión Europea. Pero si se observan con cuidado las propuestas de Varoufakis, resulta imposible pasar por alto que se trata de medidas que cuarenta años atrás habrían hecho parte de cualquier agenda social-demócrata. De hecho, el programa del gobierno sueco o el chileno en los sesenta y setenta era mucho más radical. Es un signo de la pobreza de nuestro tiempo el que hoy en día haya que pertenecer a la izquierda radical para abogar por medidas similares. Es un síntoma de la época oscurantista en que vivimos, pero también una oportunidad para que la izquierda pueda ocupar el lugar que en décadas anteriores ha venido ocupando la izquierda pacata y timorata de centro.
¿Qué sucedería si un gobierno como el de Syriza o la inspiración de Podemos fracasan? En ese caso sí sería cierto afirmar que las consecuencias serán catastróficas no solo para Grecia o España, sino para toda Europa: pues esa eventual derrota daría aún más peso a la opinión pesimista según la cual el trabajo paciente de las reformas está condenado a fracasar, y que el reformismo, antes que la revolución, constituye hoy la más inalcanzable de todas las utopías. En últimas, ello confirmaría que nos aproximamos a una era de lucha mucho más radical y violenta.
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