Le Monde
Hoy en Bilbao, la víspera en Nueva York, mañana en el Reino Unido: entre dos aviones, Saskia Sassen, profesora de sociología en la Universidad de Columbia, en Nueva York, discurre, debate, provoca. Desde hace veinte años, escruta la mundialización en todas sus dimensiones, económicas, financieras, políticas, sociales y medioambientales. Cosmopolita, esta políglota nacida en los Países Bajos en 1949, creció en Buenos Aires antes de estudiar en Francia, en Italia y en los Estados Unidos. En estos días publica en los Estados Unidos Expulsions. Brutality and Complexity in the Global Economy.
En su nuevo libro, adelanta usted que la mundialización ha entrado en una fase de «expulsión». ¿Qué entiende por ello?
En estos dos últimos decenios, un número creciente de personas, de empresas y de lugares físicos han sido como «expulsados» del orden económico y social. Algunos trabajadores pobres carecen de cualquier clase de protección social. Nueve millones de familias norteamericanas perdieron su hogar tras la crisis de las subprime. En las grandes metrópolis del mundo entero, las «clases medias» se ven poco a poco expulsadas del centro de las ciudades, inaccesibles ya a su bolsillo. La población carcelaria norteamericana ha aumentado en un 600% en estos últimos cuarenta años. La fracturación hidráulica de los suelos para extraer gas de esquisto transforma en desierto los ecosistemas, se contaminan el suelo y el agua, como si se expulsaran de la biosfera trozos de vida. Centenares de miles de aldeanos han sido desalojados desde que potencias extranjeras, estatales y privadas, han ido adquiriendo tierras en las cuatro esquinas del mundo: desde 2006, 220 millones de hectáreas han sido objeto de compra, principalmente en África.
Todos estos fenómenos, sin vínculos manifiestos, ¿responden, en su opinión, a una lógica única?
Están desconectados en apariencia unos de otros y cada uno se explica por separado. La suerte de un desempleado excluido no tiene evidentemente nada que ver con la de un lago contaminado en Rusia o en los EE.UU. No impide que, a mi modo de ver, se inscriban en una nueva dinámica sistémica, compleja y radical, que exige un marco de lectura inédito. Tengo la sensación de que en estos últimos años hemos franqueado una línea invisible, como si hubiéramos pasado al otro lado de «algo». En muchos terrenos –economía, finanzas, desigualdades, medio ambiente, desastres humanitarios–, las curvas se acentúan y las «expulsiones» se aceleran. Sus víctimas desaparecen igual que se hunden los barcos en alta mar, sin dejar rastro, por lo menos en la superficie. Ya no cuentan.
¿Qué diferencia hay entre un «excluido» y un «expulsado»?
El excluido es una víctima, un infortunado más o menos marginal, una anomalía en cierto modo, mientras que el expulsado es consecuencia directa del funcionamiento actual del capitalismo. Puede ser una persona o una categoría social, como el excluido, pero también un espacio, un ecosistema, una región entera. El expulsado es producto de las transformaciones actuales del capitalismo, que ha entrado, a mi modo de ver, en lógicas de extracción y de destrucción, su corolario.
¿Es decir?
Antes, durante los «treinta gloriosos» en Occidente, pero también en el mundo comunista y el Tercer Mundo, pese a sus fracasos, el crecimiento de las clases obreras y medias constituía la base del sistema. Predominaba una lógica distributiva e inclusiva. El sistema, con todos sus defectos, funcionaba de esta manera. Ya no es el caso. Esa es la razón por la que pierden pie la pequeña burguesía e incluso una parte nada despreciable de las clases medias. Sus hijos son las principales víctimas: han respetado las reglas del sistema y han hecho concienzudamente todo lo que se exigía de ellos –estudios, prácticas, bastantes sacrificios– con el fin de proseguir la ascensión social de sus de sus padres. No han fracasado y, sin embargo, el sistema les ha expulsado: no hay sitio suficiente para ellos.
¿Quiénes son los «expulsores»?
No hablo de algunos individuos, ni siquiera de multinacionales obnubiladas por sus cifras de negocios y su cotización en la Bolsa. Para mí se trata de «formaciones predadoras»: una combinación heteróclita y geográficamente dispersa de directivos de grandes empresas, de banqueros, de juristas, de contables, de matemáticos, de físicos, de élites globalizadas secundadas por capacidades sistémicas extremadamente poderosas –máquinas, redes tecnológicas– que agregan y manipulan saberes y datos tan compuestos como complejos, inmensamente complejos, a decir verdad. Nadie controla el conjunto del proceso. La desregulación de las finanzas, a partir de los años 80, ha permitido poner en pie esas formaciones predadoras y la clave son los productos derivados, funciones de funciones que multiplican las ganancias lo mismo que las pérdidas y permiten esta concentración extrema e inédita de riquezas.
¿Cuáles son las consecuencias del paradigma que usted describe?
Amputadas de los expulsados –trabajadores, bosques, glaciares–, las economías se contraen y la biosfera se degrada, el recalentamiento del clima y la fundición del permafrost se aceleran a una velocidad inesperada. La concentración de riquezas alienta los procesos de expulsión de dos tipos: el de los más desfavorecidos y el de los superricos. Se abstraen de la sociedad en la que viven físicamente. Evolucionan en un mundo paralelo reservado a su casta y ya no asumen sus responsabilidades cívicas. En resumen, el algoritmo del neoliberalismo ya no funciona.
El mundo que usted describe es muy sombrío. ¿No carga un poco las tintas?
No creo. Saco a la luz fenómenos subyacentes, todavía extremos para algunos. Y la lógica que denuncio coexiste con formas de gobernación más refinadas y más sofisticadas. Mi objetivo estriba en hacer sonar la señal de alarma. Estamos en un momento de vaivén. La erosión de las «clases medias», actor histórico fundamental de los dos siglos precedentes y vector de la democracia, me preocupa especialmente. En el plano político es muy peligroso, se constata por doquier de ahora en adelante.
¿Cómo resistirse a estas formaciones predadoras?
Es difícil: debido a su naturaleza compleja, estos amontonamientos de individuos, de instituciones, de redes y de máquinas son difícilmente identificables y localizables. Dicho esto, creo que el movimiento Occupy y sus derivados «indignados», a saber, las primaveras árabes o las manifestaciones de Kiev, pese a contextos sociopolíticos eminentemente diferentes, son respuestas interesantes. Los expulsados se reaproprian del espacio público. Anclándose en un «agujero» – siempre una plaza mayor, un lugar de paso – y poniendo en marcha a una sociedad local temporal hipermediatizada, los expulsados, los invisibles de la mundialización crean territorio. Aun cuando no tengan ni reivindicaciones precisas ni dirección política, reencuentran una presencia en las ciudades globales, esas metrópolis en las que la mundialización se encarna y se despliega. A falta de apuntar a un lugar de autoridad identificado con sus sinsabores -un palacio real, una asamblea nacional, la sede de una multinacional, un centro de producción-, los expulsados ocupan un espacio indeterminado simbólicamente fuerte en la ciudad para reivindicar sus derechos pisoteados de ciudadanos.
¿En qué desembocan, en su opinión?
Si los considera como cometas, la suerte está echada, en efecto. Yo tengo tendencia a asimilarlos a un inicio de trayectoria, y cada «ocupación» constituye una piedrecita. ¿Se trata del embrión de un camino? No lo sé. Pero el movimiento de las nacionalidades en el siglo XIX y el feminismo comenzaron también con pequeños toques, hasta que las células disparen comenzaron a llevar a cabo su conjunción y formar un todo. Estos movimientos acabarán quizás por incitar a los estados a lanzar iniciativas globales en el terreno del medio ambiente, del acceso al agua y a los alimentos.
¿Qué acontecimiento podría desencadenar la «conjunción»?
Una nueva crisis financiera. Acabará por llegar, estoy segura. Paso las finanzas por la criba desde hace treinta años: los mercados son demasiado inestables, hay que analizar demasiados datos, demasiados instrumentos, demasiado dinero, Occidente ya no es el único en regir los mercados. No sé cuándo intervendrá esta crisis ni cuál será su amplitud, pero tengo la impresión de que algo se cuece a fuego lento. De hecho, tenemos todos la impresión de que el sistema es muy frágil.
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