El Mundo
Un amigo de la infancia de Charles Darwin contaba que cuando los niños invitaban a jugar al fútbol al futuro padre de la Evolución, prefería explorar por su cuenta en el bosque. Pero a principios del siglo XIX todavía no existía la pasión actual por este deporte. Hoy la fiebre futbolera sin duda hubiera llamado la atención del naturalista británico, ya que los comportamientos y actitudes que mostramos en los encuentros deportivos son universales. La histeria colectiva que desatan en todo el planeta partidos como la final de la Champions que enfrentará al Real Madrid con el Atleti nos lleva a pensar en sus orígenes biológicos, hundiendo sus raíces en el pasado hace cientos de miles de años.
El fútbol fue introducido en España a finales del siglo XIX por inmigrantes británicos que vinieron a trabajar en las minas. Estos obreros formaron los primeros equipos para pasar las horas muertas jugando entre ellos. Rápidamente se extendió por el resto de la población española debido a la facilidad con la que se puede practicar. A diferencia de otros deportes que requieren complejos equipamientos e instalaciones, en el fútbol sólo es necesario un balón. Pero según los antropólogos, la época en que emerge no es casualidad. En Europa, el fútbol se hace popular al mismo tiempo que desaparece la importancia de la caza para el sustento, es decir, cuando comienza la Revolución Industrial. Desde aquellos años, el fútbol se ha convertido en el deporte más extendido, practicado o seguido en los cinco continentes por cientos de millones de personas.
Entonces, ¿esta pasión universal es producto de la casualidad o es consecuencia de alguna necesidad adaptativa? Desde la ciencia creemos que su éxito se debe a que el fútbol posee características que conectan con nuestro pasado más tribal, así como también con el desarrollo de las capacidades necesarias para ser un buen cazador y guerrero. Por esta razón, el fútbol -aunque también otros deportes de equipo como el rugby, el béisbol o el baloncesto- son los que más éxito han tenido en las sociedades contemporáneas, precisamente las que han sustituido el modo de vida del cazador-recolector por el trabajo asalariado y la industria. Pero también en las que el número de hombres que van a la guerra es mínimo comparado con tiempos anteriores. El deporte vendría a llenar ese vacío.
La relación que existe entre la lucha y el deporte es patente. Perseguir, golpear objetivos con proyectiles o acechar a los enemigos son exigencias que encontramos en ambas actividades. Por ello, otros ven las raíces del deporte en las batallas bélicas. Una evidencia de la conexión entre la guerra y el deporte la encontramos en los Juegos Olímpicos de la antigüedad, que se celebraron durante más de 400 años en la ciudad griega de Olimpia. En ellos era costumbre llegar a una tregua que permitiera concentrarse y diera libertad de movimiento a los deportistas. Se enfrentaban varias ciudades independientes, muchas de las cuales estaban en guerra entre sí. Las disciplinas consistían en correr, saltar, luchar, lanzar jabalinas y competir en carreras de cuadrigas. Todas las pruebas ensalzaban virtudes que eran imprescindibles para los guerreros de entonces.
Primates juguetones
A los primates nos gusta jugar. Somos un orden de especies muy juguetonas de nacimiento porque nos permite explorar el entorno y a los compañeros en un contexto de seguridad, sin que tenga graves consecuencias. De hecho, las especies más inteligentes del reino animal son las que más tiempo dedican al juego. En los juegos de persecución y localización humanos, como los indios y vaqueros o el escondite, detectamos huellas de nuestro pasado evolutivo como cazadores-recolectores y guerreros. También los grandes simios juegan ensayando esas mismas capacidades.
Hasta hace bien poco, el éxito en la caza y en la guerra era fundamental para la supervivencia del grupo. Aún hoy en día lo es para los chimpancés. Para los humanos de hace miles de años, conseguir carne era mucho más complicado que en la actualidad. No había supermercados ni carnicerías donde te la daban a cambio de dinero. Muy al contrario, en la selva o en la sabana, a veces se regresaba a casa con las manos vacías, lo que tenía consecuencias negativas para la viabilidad del grupo.
Por si fuera poco, las batallas con otras tribus vecinas eran frecuentes. Por eso los mejores cazadores y guerreros obtenían gran prestigio en la comunidad y gozaban de una alta posición social. Éste es el origen de nuestra fascinación por deportistas de élite como Cristiano Ronaldo o Diego Costa. De vivir aún en el Paleolítico, todos querríamos tenerlos como miembros de nuestra tribu. Varios estudios antropológicos entre los hazda de Tanzania y los aché de Paraguay han demostrado que los hombres prefieren cazar con los que son hábiles en estas actividades, porque así tienen más probabilidades de conseguir carne de calidad. Es decir, estas tribus también eligen a los Ronaldos.
La demostración de habilidades físicas y mentales en público proporciona a los deportistas un escenario ideal para probar que poseen las características deseadas por la tribu, lo que provoca un aumento en su estatus. En Grecia, los atletas más famosos se hacían millonarios y sus ganancias eran mayores en términos relativos que las de muchos deportistas en el presente. En algunas tribus de Brasil, como es el caso de los canela, sucedía idéntico fenómeno. Los ganadores de unas carreras en los que cargan troncos podían elegir mujer y eran premiados con alimentos y otros bienes.
En nuestras sociedades ocurre algo similar. Es un hecho que los atletas resultan más atractivos para el sexo contrario. Un estudio llevado a cabo en Francia con deportistas universitarios llegó a esta conclusión. En otra investigación se demostró que los militares americanos tienen el doble de éxito para encontrar pareja que los civiles. La razón es que las hembras pueden escoger a un macho con mejores genes si saben su estado físico y otras habilidades mentales, que son visibles cuando practicamos deportes o peleamos. Esto ayuda a explicar las innumerables conquistas de las estrellas del fútbol entre las top model más cotizadas del planeta.
Simios tribales
Pero el fútbol no se puede reducir a lo que sucede en el campo entre los jugadores. De manera simultánea se producen diversos fenómenos sociales en las gradas, los bares y en los sofás de las casas. Porque si algo llama la atención es que los humanos también disfrutamos al observar a otros hacer deporte, como le sucede a Homer Simpson y a todos los aficionados al sillón ball. ¿Por qué? Mediante la observación de otros medimos y evaluamos las fuerzas de nuestro equipo pero también las del contrario. Es como cuando dos adolescentes se enzarzan en juegos de pelea, en la que tanto los protagonistas como los observadores extraen valiosa información: cuál es su agilidad, fuerza, rapidez, etc. Con esos datos puedes elegir mejor a quién enfrentarte y a quién es preferible evitar. Además, estas peleas en broma no son sólo un juego. También son una manera de mantener la dominancia y el liderazgo. Los simios también observan a otros jugar y pelearse. A veces hasta parece que tomen parte por uno de los contrincantes por las vocalizaciones que emiten. Si en broma no puedes con el alfa, ¿para qué intentarlo de verdad? Por eso algunos dictadores del pasado se tomaron tan en serio los encuentros deportivos y los mostraban como victorias de guerra o símbolos de supremacía.
Los seres humanos hemos vivido cientos de miles de años en tribus y anteriormente en comunidades de primates, por lo que nuestra psicología se desarrolló para responder a las necesidades de aquella época. De ahí proviene nuestra tendencia a crear continuamente grupos y subgrupos de aliados en los que encontrar seguridad. En ellos también construimos nuestra identidad, la cual se define en oposición a otras identidades. No nos manejamos bien en comunidades numerosas y por eso creamos divisiones, para poder gestionar las relaciones de manera más controlada.
Los equipos de fútbol reflejan esta necesidad, como también los barrios, el lugar de nacimiento u otras características que permitan identificarnos con grupos de menor escala y a la vez nos diferencien de otros. Lo interesante es que estas tribus enfrentadas en la final de Lisboa, como les pasa a las tribus africanas ante una amenaza de mayor tamaño, se fusionarán y se opondrán a otras en el Mundial de Brasil pocas semanas después. Por lo tanto, hay una constante dinámica de fusión y fisión en la que unos se necesitan a otros dependiendo del contexto y el peligro externo.
La creación de equipos locales e hinchas sigue la misma lógica. O con otras palabras, la tribu del Real Madrid, no podría existir sin las tribus del Barcelona o el Atlético, o a la inversa. Por ejemplo, en estudios sobre la modernización en Latinoamérica, se ha comprobado que tanto Argentina como Brasil han usado el fútbol para inculcar una identidad o carácter nacional basado en el éxito en contraste con otros países de la zona. Un análisis sociológico de mitos como Garrincha o Maradona llegó a esta conclusión.
En las gradas, los aficionados también nos comportamos como verdaderas tribus: gritos, ritos de transición, cantos especiales, demostraciones de agresividad, etc. Ser socio o aficionado de un equipo de fútbol es como ser miembro de una religión. Tantos los seguidores del Real Madrid como del Atlético lo son en su mayoría desde nacimiento y se trata de un asunto familiar. Los padres llevan a sus hijos al Calderón o al Bernabéu, por lo que la lealtad se hereda de una generación a la siguiente. Algunos los hacen socios incluso antes de nacer y los bautizan con bufandas. Son como rituales de adscripción a la manada, de la misma manera en que la etnia de los nuer, en Sudán, pintan a sus hijos con los símbolos de la tribu.
Así que el próximo 24 de mayo en la final de Lisboa, cuando dé comienzo el partido, recuerden que hay algo más en juego que una copa de metal. Es la final de las finales para las tribus europeas. Una prueba más de que nuestra mente, lo queramos o no, sigue atrapada en nuestro pasado tribal de primates cazadores y guerreros.
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