quarta-feira, 26 de março de 2014

Sobre la cobardía y la irrelevancia de la ciencia social académica

Anthony DiMaggio
CounterPunch

El último libro del economista francés Thomas Piketty está siendo objeto de muchos comentarios: todavía hay esperanzas en la educación superior para los intelectuales serios y los académicos decentes. El libro Capital in the Twenty-First Century [El capital en el siglo XXI] acaba de salir este mes y plantea graves cuestiones sobre el valor de la ciencia social académica dominante.

Piketty es bien conocido por tenerla tomada con la academia: la acusa de producir montañas de basura de escaso valor práctico para la sociedad y para las políticas públicas. Tras conseguir una sólida posición académica en el MIT a sus tempranos veinte a comienzos de los 90, decidió volver a Francia. Según cuenta él mismo, "no me parecía muy convincente el trabajo de los economistas estadounidenses". Sus colegas "andaban demasiado preocupados por ínfimos problemas matemáticos que sólo les interesaban a ellos". El consejo de Piketty a los académicos futuros: "empezad con cuestiones fundamentales y tratad de dar buena cuenta de ellas". Piketty ha seguido desde luego su propio consejo. Junto con su colega, el economista Emanuel Sáez, ha logrado la celebridad en los últimos años produciendo investigaciones que marcan un hito en el estudio de la desigualdad sin precedentes actualmente existente en los EEUU del incipiente siglo XXI. Analizando datos fiscales del IRS [siglas del Internal Revenue Service, el servicio de estudios de la Hacienda norteamericana], Piketty y Sáez han demostrado que, a mitad de la primera década de este siglo, la desigualdad en los EEUU alcanzó cotas nunca vistas desde el comienzo de la Gran Depresión. El uno por ciento más rico de los norteamericanos –eso mostraban sus datos— se lleva una cuarta parte de todo el ingreso anual anterior a la recaudación fiscal.

Las conclusiones de Piketty y Sáez resultan demoledoras para los numerosos mandarines, columnistas y tertulianos que insisten machaconamente en que la desigualdad no es un problema grave en los EEUU de hoy, y que Norteamérica sigue siendo el "país de las oportunidades" para todos quienes estén "dispuestos a trabajar lo suficientemente duro". En realidad, los EEUU ostentan –sólo sobrepasados en eso por Canadá— la segunda más baja "tasa de fuga" de la pobreza de todos los países ricos, del primer mundo. Los norteamericanos se descubren trabajando más horas por menos salario y entre constantes incrementos generalizados del coste de la vida. La investigación de Piketty y Sáez abre también grandes boquetes en la inveterada conclusión –muy común entre los economistas— de que el neoliberalismo de "libre mercado" produce resultados óptimos para las masas norteamericanas. Si la desigualdad sigue creciendo en una era en la que los trabajadores se ven trabajando más y más horas, eso habla mal del potencial de movilidad económica ascendente.

Volviendo al asunto de la academia, Piketty tiene un arsenal de palabras poco amables para los académicos actuales: "Para decirlo llanamente, la disciplina de la teoría económica tiene todavía que superar su pueril pasión por las matemáticas y por la especulación puramente teórica, a menudo superlativamente ideológica y siempre a expensas de la investigación histórica y de la colaboración con otras ciencias sociales… Ser economista académico en Francia ofrece una gran ventaja: aquí los economistas no son demasiado respetados en el mundo académico e intelectual o entre las elites políticas y financieras. Están obligados a dejar de lado su desdén por otras disciplinas y esa absurda pretensión de mayor legitimidad científica a pesar de no saber casi nada de casi todo. Ese es en cualquier caso el encanto de la disciplina y de las otras ciencias sociales en general: uno empieza desde la casilla uno, de manera que alguna esperanza hay de hacer progresos substanciales… la verdad es que la teoría económica no debería haberse empeñado jamás en divorciarse de las otras ciencias sociales, porque sólo podrá progresar con ellas. Las ciencias sociales, todas ellas, saben demasiado poco como para perder el tiempo en necias rebatiñas sobre fronteras disciplinarias. Si tenemos que hacer progresos en nuestra comprensión de la dinámica histórica de la distribución de la riqueza y la estructura de las clases sociales, es obvio que tenemos que adoptar un enfoque pragmático y hacernos con los métodos de los historiadores, los sociólogos, los politólogos y también los economistas… Las disputas disciplinarias y las guerras de posición por lindes carecen de importancia."

Me puedo sumar a los comentarios de Piketty. Los problemas detectados en la teoría económica son comunes en todas las ciencias sociales. Mi propia disciplina –la ciencia política— esta dominada desde hace tiempo por la sobrespecialización y la oscuridad: plagada de académicos excavando en nichos extremadamente angostos y planteándose una y otra vez cuestiones de utilidad práctica limitada, por decir lo menos. Es un problema muy embarazoso, francamente. Para dar un ejemplo, los congresos profesionales de ciencia política reproducen una y otra vez "investigación" de baja calidad, carente totalmente de relevancia para el norteamericano medio. Un subcampo en auge en la ciencia política es nada menos que la investigación del modo de medir el fenómeno político, sin la menor noción o visión de la vida política o del mundo político propiamente dicho. A esa investigación se la conoce como "metodología política". Un aura de mística rodea a ese subcampo a medida que crece en prominencia. Lo abrazan muchos politólogos envidiosos de la teoría económica. Los politólogos están convencidos de que si buena parte de la investigación cuantitativa producida por la disciplina parece demasiado complicada de entender (buena parte de la misma está escrita en ecuaciones formales y no habla de nada en particular, limitándose a presentar oscuras pruebas estadísticas), entonces debe ser "buena" y un indicio de pensamiento "superior" y gran "pericia" profesional. En realidad, ese trabajo a menudo lo desarrollan aspirantes a matemáticos sin nada que decir sobre una vida política real de la que todavía saben menos. Sus adeptos no gastan su tiempo en observar el proceso político: poco tienen, pues, que ofrecer al conocimiento del mundo real. Toda la pericia estadística del mundo de poco vale, si no sabes nada de tu objeto de estudio. Para demostrar cuán lejos se halla esa investigación de las masas de norteamericanos, reparen ustedes en los títulos de estos trabajos académicos presentados a un congreso nacional venidero de ciencia política:

* "Los ajustes para los sesgos de confusión con tratamiento multivariable: el registro covariado de propensión equilibrada en los regímenes de tratamiento categórico"

* "¿El mejor de los mundos posibles? Puesta a prueba de la robustez en modelos transversales de series temporales con tratamientos ficticios alternativos plausibles"

* "Evaluación de la robustez de los estimadores con la técnica del número de elementos bajo errores métricos aleatorios y no aleatorios"

* "Test empírico del Lapso Espacial-Autoregresivo frente a los Componentes de Error Inobservados Espacialmente Correlacionados"

Es sólo una pequeña fracción de los miles de trabajos presentados cada año en mi disciplina. En Norteamérica se asiste al desarrollo de carreras académicas enteras sin el menor interés por el modo en que podrían reasignarse los recursos con vistas a fortalecer el bien común. Los doctorandos de ciencias sociales raramente son socializados por sus directores de tesis o sus tutores en la comprensión de la importancia de producir investigación que sea de utilidad en el mundo real. Lo más común es tomar como indicio de seriedad y "potencial" académico la producción de todo lo contrario: publicar en revistas académicas esotéricas muy prestigiosas, leídas sólo por un pequeño puñado de científicos sociales dispersos por todo el país. Esos trabajos son totalmente ignorados por los políticos, porque están escritos en un lenguaje arcano y rebosante de jerga, jamás escritos pensando en lectores ajenos al ínfimo club de iniciados en la ciencia política. La disciplina ha enviado un claro mensaje al mundo: cuanto más difícil de entender resulta la investigación y cuanta menos gente la lea, tanto más seria y estimable es la capacidad intelectual de su autor.

Lleva razón Piketty en su condena de la autocastración de unas ciencias sociales en pos del prestigio y desdeñosas de los descubrimientos prácticos y del compromiso político. Resultar irrelevante para el mundo político no hace a la propia investigación interesante o valiosa: pero este mensaje encuentra oídos sordos en las enquistadas ínsulas en que se han convertido los departamentos de ciencias sociales. Una razón capital del desdén de los académicos por el compromiso político es la cobardía. La gran mayoría de académicos han sido socializados durante toda su vida en la creencia de que tienen que mantener siempre la "objetividad" y de que tomar posición en un asunto resultaría herético. El grueso de los académicos opera con mentalidad de manada: tienen pánico al comportamiento no convencional. Produciendo investigación de interés para el mundo real, uno desafía las reglas sagradas que gobiernan la ciencia social "objetiva" que celebra las agendas de investigación esotéricas. Salir de esa vía trillada pondría en peligro el prestigio de uno y se correría el riesgo de que los colegas te vieran como "poco profesional". Ese tipo de presiones logran que los académicos sean parte del problema, no parte de la solución. Sus vidas están diseñadas para no desafiar el status quo del poder político y económico ni las injusticias que los rodean.

Tal vez algún día los académicos de la corriente principal se verán urgidos a producir investigación interesante y útil para la mejora de la sociedad. Un cambio radical así sólo tendrá lugar merced a la presión exterior del contribuyente norteamericano y de la opinión pública. Los padres (financiadores de esta vergüenza de investigación académica) y los contribuyentes al fisco tendrán que presionar a las universidades y centros de educación superior para que reevalúen sus prioridades y dejen de asignar recursos valiosos a las necias (y estériles) agendas de investigación que campan hoy por sus respetos en la academia norteamericana. Hay demasiado en juego como para permitir que los académicos sigan despeñándose por los derrotaderos de la irrelevancia.

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